44

Al otro lado del río, el reflejo de las luces de Hoboken bailaba sobre las aguas del Hudson como anguilas luminiscentes. Willie se detuvo un momento para observar una barca de remos que se abría paso pesadamente por el agua.

Justo delante, aquel enorme almacén, el antiguo edificio sobre el muelle, se levantaba como un cubo negro contra el cielo plomizo. Miró el reloj. Las ocho de la tarde. Llegaba puntual.

¿Podía ser ése el sitio? La puerta, de madera maciza y con perfiles de acero, estaba ligeramente entornada. Willie la empujó con el hombro. Se abrió con un chirrido.

El interior era húmedo y frío, como un gimnasio. Los techos eran de diez metros de altura, con grietas que permitían ver el cielo; cuatro o cinco focos metálicos colgados de gruesas vigas de madera emitían una luz tenue. Al otro lado de la sala había dibujos y fotografías clavados en la pared; en el centro se hallaba una gran mesa de trabajo cubierta de imágenes recortadas, tijeras, cúteres y pegamento.

– ¿Te gusta? -Las palabras venían de detrás y resonaban por toda la sala.

Willie se volvió.

– Oh, estás ahí. Menos mal. Empezaba a preguntarme qué era todo esto.

– Un estudio estupendo, ¿no? De día la luz es oro puro.

Willie avanzó unos pasos.

– Pero hace un frío increíble. ¿Cómo lo calientas?

– Los artistas han trabajado en condiciones de pobreza durante siglos. Recientemente, hasta los de tu generación, no se les mimaba.

– ¿Mi generación? ¡Como si los bloques de hormigón en los que crecí tuvieran piscina y pistas de tenis! -Willie se rió.

– Pobrecito. Todo el mundo se queja siempre de su infancia desgraciada. -Ya siente cómo se va produciendo la separación, ese estado de fuga que se apodera de él cuando ejecuta su obra. Pero también está excitado. Nunca ha tenido a un artista vivo en su estudio.

Arriba se oye una barahúnda. Willie levanta la vista. Es una pequeña bandada de palomas, batiendo las alas.

– Unas cuantas han anidado ahí arriba. Bonito, ¿no?

– Me recuerda Venecia -contestó Willie. Avanzó unos pasos. Los dibujos de la pared aún le resultaban borrosos, confusos. Pero cuando se acercó para verlos mejor, se quedó inmóvil-. ¿Qué…? -Los ojos de Willie recorrían el muro lleno de agujeros y las espeluznantes fotografías: Ethan Stein, Amanda Lowe, instantáneas de Elena.

Dio un grito ahogado.


Brown conducía el Pinto tan despacio que los coches se iban aglomerando detrás y tocaban las bocinas. Habrían podido poner la sirena en el techo, pero no querían anunciar su llegada por si encontraban el lugar.

Kate tenía el mapa de construcciones de la ribera y el collage del artista de la muerte sobre el regazo. Había intentado llamar a Willie cuatro o cinco veces, pero en vano. «Por favor, Dios mío, haz que esté por ahí, en cualquier sitio menos aquí.» Pero tenía aquella sensación incómoda en el estómago, la que sentía cuando algo iba mal.

De pronto sonó la radio:

– Brown, McKinnon.

Kate agarró el receptor. Era Mead.

– ¿Dónde estáis?

– Acabamos de empezar -respondió Kate-. Por South Ferry. Ahora no puedo hablar, Randy. Tenemos que empezar a mirar.

– Los coches patrulla empezarán a entrar en acción en cualquier momento -indicó-. Y el FBI ha decidido traer algunos coches propios.

– Muy bien -dijo Kate. Cortó, con una frustración aún mayor que cuando habían empezado su búsqueda-. Dios Santo, podríamos pasarnos toda la noche haciendo esto. ¿Qué estamos buscando?

– Comprueba el mapa -indicó Brown.

– Vale. -Kate tomó aliento, intentó calmarse y se acercó el mapa-. Según esto, hay unos cuantos edificios viejos justo bajo el Holland Tunnel que podrían ser habitables… en cierto modo. Luego, algunos almacenes y un par de edificios portuarios en espera de ser demolidos desde el West Village hasta donde empiezan los muelles de Chelsea. Y unos cuantos más a partir de la 30 Oeste. -Echó un vistazo por la ventana en dirección a la orilla, que se estaba oscureciendo, y una idea empezó a tomar forma-. Luces -dijo-. Deberíamos buscar luces. Si los edificios están abandonados, estarán a oscuras.

– Claro -corroboró Brown.

Incluso la estatua de la Libertad le parecía de mal agüero a Kate, como si la vieja señora escondiera algún secreto, como si con el brazo levantado detuviera a los visitantes en vez de darles la bienvenida. Kate, desde el otro lado del río, observó el venerable icono con su antorcha que brillaba contra la oscuridad del cielo, y luego avistó un edificio junto a la carretera que le pareció sospechoso. Pero, al acercarse, observaron que se trataba de unas obras en construcción: había una serie de bombillas colgando de cables que apenas iluminaban una pequeña estructura de ladrillo.

El Pinto de Brown avanzó lentamente por la carretera que seguía el río, lo más cerca posible del arcén.

Estaba ahí fuera. En algún lugar. Esperándola. Kate lo sentía.

Consultó de nuevo el mapa y luego observó el collage, con la figura del hombre negro recortada sobre el paisaje del río Hudson.

El siguiente grupo de edificios tenía las puertas y ventanas condenadas con tablones.

Kate y Brown llegaron hasta Greenwich Village sin encontrar gran cosa que les llamara la atención. Ninguno de los dos hablaba y la tensión reinaba en el ambiente.

Frente a Westbeth, la residencia de artistas, tuvieron que detener el coche. Los coches de bomberos bloqueaban por completo la carretera con las sirenas encendidas y proyectaban luces anaranjadas sobre el edificio. Un centenar de bocinas de coche competían con las sirenas de los bomberos, componiendo una sinfonía de frustración. Brown intentó retroceder, pero se había quedado completamente atascado. Durante unos instantes se unió a los que tocaban la bocina, pero no servía de nada. Kate enseguida salió del coche.

– Probablemente sea una falsa alarma, pero tenemos que comprobarlo -dijo un bombero rollizo-. Dennos diez minutos.

– No tenemos ni un minuto. Somos de la policía -le apremió Kate-. Y es una emergencia.

Al cabo de unos minutos, el bombero se puso a dirigir el tráfico. Apartó un coche hacia un lado y otro hacia el otro hasta que el Pinto quedó libre. Brown condujo en dirección contraria para maniobrar, hizo chirriar los neumáticos y dobló la esquina para volver a la carretera.

– Según el mapa, deberíamos estar llegando cerca de un par de antiguos almacenes -dijo Kate.

– Ahí están, justo delante -respondió Brown.

– ¿No ve luz dentro de uno de los edificios? -observó Kate.

Brown metió el Pinto por el arcén polvoriento y los dos salieron corriendo del coche.

El edificio era grande y estaba destartalado. Kate dudó un minuto. Oyó algo -¿voces?- en el interior. Con la Glock en la mano, dio un paso atrás y luego soltó una fuerte patada contra la antigua puerta de madera. Se rompió y cayó como una caja de mondadientes.

Seis o siete vagabundos estaban congregados alrededor de una pequeña hoguera, asando salchichas con palos. Levantaron la mirada sin inmutarse. Había basura por todas partes. El hedor era terrible. Kate y Brown se retiraron. Unas criaturas pequeñas y negras -ratas- salieron corriendo en busca de un refugio.


Una gran obra artística. Siempre sorprende. Al principio. Hasta que te acostumbras.

Willie retrocedía sobre sus pasos lentamente. ¿Debería salir corriendo? No estaba seguro. «¿Cómo puede ser? ¿Schuyler Mills?» ¿El hombre que había alimentado su obra?

Pero el conservador del museo le había leído el pensamiento a Willie y dio un paso adelante. Le agarró el brazo con los dedos y le apuntó en la sien con un pequeño revólver.

– Ven -le apremió, con voz tranquila-. Quiero que veas algo.

El corazón de Willie latía tan rápido como las ideas que se le agolpaban en la mente. «Imposible. ¿Sky, el artista de la muerte?» No se lo podía creer. ¿Debía atacar? ¿Debía arriesgarse a recibir un disparo?

– Aquí. -Schuyler condujo a Willie por otra puerta hasta una sala contigua.

La sala era más pequeña, larga y estrecha, como una pista de bolera. La única luz procedía de los neones de los anuncios de la otra orilla del Hudson, y se filtraba por los agujeros de las paredes. Willie no veía gran cosa, pero sentía el agua que se colaba a través del suelo medio podrido y que le mojaba los zapatos.

– Espera. -Mills soltó el brazo de Willie para coger una linterna que estaba colgada de una columna.

Willie pensó: «Ahora.» Era el momento de escapar, pero entonces el frío metal del cañón del revólver le rozó la oreja.

– Quieto -ordenó Mills. Pulsó un interruptor y un rayo de luz iluminó la escena contra el fondo oscuro-. No la juzgues precipitadamente, por favor. La obra aún está inacabada.

Willie tardó un momento en darse cuenta de lo que era. Advirtió que era una figura apoyada contra un muro, o contra lo que quedaba de él y -¡cielo santo!-, ¿eso era una cabeza, en una bandeja, en el suelo?

– Artemisia Gentileschi -dijo Mills-. La única mujer pintora verdadera del Renacimiento italiano. Estaba seguro de que a la señorita Kent le encantaría ser la protagonista.

De pronto lo vio con toda claridad. La cabeza. La cabeza de Charlie. En la bandeja. Flotando en un par de centímetros de sangre coagulada, como gelatina. Su cuerpo decapitado estaba apoyado en la pared. Era justo como la visión que había tenido. Sentía que se mareaba. Pero entonces le vino a la mente otra imagen -de sí mismo, cubierto de agua hasta la cintura- y, con ella, la convicción de que estaba a punto de morir.

– Es Judith decapitando al general asirio. Pero lo que la hace especial es que la señorita Kent interpreta ambos papeles: Judith y Holofernes. Es una pieza muy conceptual. Quizá no tan clara como le gustaría a tu amiga Kate, pero…

Dio la impresión de que entraba en trance durante unos instantes y Willie se dio cuenta. Se movió hacia un lado rápidamente y le dio un duro golpe a Mills en la garganta. La pistola voló y salió rodando por el suelo. Willie se lanzó a buscarla. Pero justo cuando alcanzaba la culata con los dedos, sintió un pinchazo en el muslo. Las toxinas le penetraron en el músculo y alcanzaron el sistema circulatorio. El ardor era casi insoportable. Willie profirió un grito de dolor. Cuando ya tenía el revólver en la mano, no podía cogerlo.

«Mierda.» Quería guardar la hipodérmica para Kate. Se frotó la suave piel de la garganta.

– No tenías por qué golpearme. Me has hecho daño, ¿sabes?

Willie apenas sentía las piernas ni los brazos. Intentó arrastrarse para resguardarse, ¿pero dónde? El suelo de cemento le arañaba el cuerpo; un clavo oxidado le hizo una herida en la mano y luego le rasgó la pernera del pantalón. Le salía sangre de la palma de la mano y le mojó los pantalones. Pero Willie no sentía nada.

– Tranquilo. No te matará. Parálisis temporal, eso es todo. -Mills se agachó hasta que tuvo los ojos a sólo unos centímetros de los de Willie-. Nunca he querido hacerte daño. Tú lo sabes, ¿verdad? -Le acarició la frente-. Eres como un hijo para mí.

Willie intentó hablar, pero no pudo.

– Se te paralizarán todos los músculos, incluidos los de la garganta.

Lo agarró por los tobillos y lo arrastró hasta una esquina de la sala. La cabeza de Willie iba chocando contra el suelo duro y húmedo. Pero el dolor no era nada comparado con el miedo.

– No he tenido mucho tiempo para preparar esto. Tendrás que perdonarme.

Willie se lo quedó mirando, impotente, con los brazos muertos y las piernas absolutamente insensibles.

En la pared había dibujado un esbozo: una vista de un río.

– Escuela del río Hudson. Frederic Church -explicó Mills-. Pero no es más que una imitación. -Empujó a Willie contra la pared y le arregló un poco la pose-. ¿Crees que te podrás poner de pie? -preguntó-. No, claro que no. -Tenía en la mano una de esas barras de ceras que usan los artistas. Agarró a Willie por la mandíbula-. Estáte quieto -le dijo-. Tengo que hacer que te parezcas al Autorretrato de Basquiat. Le perfiló los ojos con una cera blanca y luego pintó a cuadros la boca de Willie.

Dio un paso atrás.

– No está mal. Pero tengo que levantarte. -Se retiró y revolvió lo que tenía en la mesa-. Estoy seguro de que tengo un martillo y clavos por alguna parte.


Kate tenía aquella sensación, la que había tenido cuando iba a salvar a Ruby Pringle: que era demasiado tarde. «Por favor, Dios mío, no.» Consultó el mapa de la ribera.

– Esto no nos ayuda, Floyd. ¡Vamos a llegar demasiado tarde!

– Calma, McKinnon.

Kate volvió a mirar el mapa. Le sudaba la frente.

Brown tomó la radio y llamó a la central.

– ¿Alguno de los coches ha encontrado algo?

– No. Todavía nada -resonó la voz de Mead-. ¿Y vosotros?

– Seguimos buscando.

Brown cortó y dio un volantazo para esquivar a un coche que avanzaba despacio. El mapa y el collage cayeron al suelo.

Kate recogió el mapa y luego el collage del artista de la muerte, pasando los dedos sobre la superficie.

– ¿Qué es esto? -Se acercó el collage a los ojos y frotó suavemente la imagen de nuevo con el dedo-. Hay algo pintado encima que no he visto antes.

– ¿El qué?

– No lo sé. No puedo definirlo. -Acercó el collage a la luz del salpicadero, pasó los dedos por encima de nuevo y sintió algo que no había notado cuando llevaba guantes de plástico. Lo vio: tres diminutos depósitos de agua pintados a mano sobre la pequeña caseta junto al Hudson de Frederic Church. No los había visto antes. Las otras pistas, más evidentes, habían centrado su atención.

– Depósitos de agua -declaró-. Estamos buscando tres grandes depósitos de agua.

– Dios mío.

– ¿Qué?

– Creo que los acabamos de pasar.

Brown esperó a que el tráfico se despejara y dio un giro de ciento ochenta grados, subiéndose a la mediana. Iban de nuevo hacia el sur.

– Es un antiguo muelle -afirmó Kate, consultando el mapa. Se le había secado la boca; la adrenalina le corría por las venas.

– Ahí está. -El oscuro bloque apareció ante sus ojos y le tapó la luna-. Tres depósitos de agua. -Kate respiró hondo.

Brown entró por el camino de grava.

Salieron corriendo del coche y dejaron las puertas abiertas: no iban a anunciar su llegada con el ruido que harían al cerrarlas.

– Creo que hay luces en el interior -susurró Kate.

Brown habló igual de bajo.

– Hemos de pedir refuerzos.

– Aún no. No hasta que no estemos seguros del todo. No quiero que las patrullas dejen de buscar si nos hemos equivocado. -Kate llevaba la Glock en la mano.

La gran puerta de madera estaba entreabierta. Kate echó un vistazo en la oscuridad del interior. Oyó un ruido: ¿algo que rascaba? No estaba segura, el murmullo del tráfico se oía justo detrás. Brown y ella avanzaron unos pasos, ambos agachados, con las pistolas frente a ellos. Se quedaron allí un momento, esperando que los ojos se les adaptaran a la escasa luz. Lentamente, casi arrastrándose, volvieron a avanzar. Las terminaciones nerviosas de Kate estaban a punto de estallar.

Una rata se les cruzó. Kate reprimió un grito. Un batir de alas por encima. «Oh, Dios mío. Es aquí.» Le dio un codazo a Brown, que asintió al ver las fotos.

Ambos se quedaron paralizados, conteniendo la respiración, escrutando la estancia en busca de algún indicio de vida. Kate no veía nada, pero lo notaba: un movimiento, una vibración, vida en algún lugar, cerca de allí.

– Voy a pedir refuerzos -susurró Brown al tiempo que se sacaba la radio del bolsillo.


Schuyler Mills tenía el clavo colocado sobre la muñeca de Willie y el martillo a punto de soltar el golpe, pero le temblaban las manos.

– No puedo hacerlo -dijo-. A ti no, hijo mío.

Luego pensó en Abraham. «¿Qué?» Se dio media vuelta, como si notara una presencia en la sala. Con los ojos, la única parte del cuerpo que podía mover, Willie buscaba a su alrededor. Se quedó mirando la cabeza de Charlie Kent, con el pequeño orificio de la sien casi negro, cubierto de sangre seca.

Mills tenía los ojos entornados.

– No puedo, ¿no te das cuenta? Le quiero.

«Hazlo.» -¿Qué? -dijo-. No.

¿Eran lágrimas lo que veía en los ojos del conservador? Willie no estaba seguro, pero eso le parecía.

– ¡Déjame en paz! -Mills esgrimía el martillo contra algún fantasma invisible. Al cabo de un momento, se quedó tranquilo-. Lo siento. ¿Dónde estaba? -Se centró en Willie-. ¡Ah, sí! Quiero enseñarte algo. -Y levantó el pequeño retablo del suelo-. Exquisito, ¿no?

Willie se quedó mirando la diminuta Virgen con el Niño.

– Míralo más de cerca. Tal como dicen, lo que cuentan son los detalles. -Pero luego apartó la mirada, hacia la sala exterior, y ladeó la cabeza, escuchando-. ¡Oh! -Sonrió-. Creo que han llegado nuestros invitados. -Dio un salto y agarró un gran rifle de dardos de una pequeña mesa donde había dejado otras dos agujas hipodérmicas. Se llevó un dedo a los labios e hizo una mueca a Willie-. ¡Chist! -Luego le pasó el pequeño retablo de Pruitt y éste cayó al suelo con un gran estrépito-. ¡Oh, claro! -exclamó-. No puedes coger nada, ¿verdad?

Kate y Brown se acercaron al lugar de procedencia del ruido. Vieron la otra puerta y el resquicio de luz.

Ambos se movían a cámara lenta. A Kate le pareció que tardaban una eternidad en cruzar la sala.

Brown estaba medio metro por delante de ella. Sostenía la pistola con ambas manos. Abrió la puerta con decisión.

Se oyó un leve sonido, una especie de silbido, y luego un golpe débil. Floyd Brown se tambaleó, dejó caer la pistola y se agarró el hombro. Pero no había sangre. «Está bien», pensó Kate. Pero luego se cayó hacia atrás y chocó contra el suelo, justo a sus pies, con los ojos y la boca abiertos, pero sin emitir palabra, sólo un gruñido.

Kate agarró fuerte su Glock y puso la otra mano sobre el pecho de Brown. Sí, le latía el corazón. Estaba vivo. «Gracias a Dios.»

Apuntó hacia delante, echó un vistazo a través de la puerta abierta y vio a Willie contra la pared.

Willie movía los ojos de un lado a otro y parpadeaba, como si enviara un telegrama desesperado a Kate. Pero ella ya sabía que el artista de la muerte estaba ahí, esperándola. Prácticamente podía olerlo. Avanzó lentamente con la pistola preparada, pero vio la sombra demasiado tarde. Un brazo le cayó encima y le agarró la muñeca. La pistola salió volando y cayó en el suelo húmedo.

Mills agarró el arma.

– Por fin -dijo, apuntando al pecho de Kate-. ¡Te he estado esperando… tanto tiempo!

Schuyler Mills apareció ante los ojos de Kate, que estaba jadeando.

– Sabía que no vendrías sola. Pero no te preocupes, tu amigo vivirá. -Señaló con la cabeza el cuerpo inmóvil de Floyd Brown-. De momento. Está paralizado, eso es todo. Pero más adelante, bueno, me temo que su estado empeorará.

Kate vio la escena completa: el cuerpo decapitado de Charlie Kent y la cabeza de la joven en una bandeja.

– Bonito, ¿no? -dijo Mills-. Oh, tengo una idea. Un juego más. -Sonrió-. Venga, rápido, Kate. Artista y obra. -Apartó la Glock y apuntó a la cabeza de Willie-. Tienes tres oportunidades. Luego, lo mato. Es justo, ¿no? Al fin y al cabo, tú eres la gran historiadora del arte. -Sonrió de nuevo-. Ya sé, ya sé. Según mi propio dibujo, se supone que tengo que matar al chico con un cuchillo. Pero no seamos quisquillosos. Aquí todos somos profesionales. -Acarició el gatillo-. Muy bien, venga. Empieza.

Kate se había quedado absolutamente en blanco. Lo único en lo que conseguía pensar era en el hombre que tenía delante, en los años que hacía que lo conocía, sin haberlo llegado a conocer realmente. Schuyler Mills, conservador jefe del Museo de Arte Contemporáneo. «¡Dios mío, este hombre ha cenado en mi casa!» -¡Venga! -la apremió.

– Vale, vale. Un minuto.

– Me parece razonable -concedió, mirándose el reloj-. Un minuto. Ya.

El cerebro de Kate empezó a dar vueltas.

– Es un pintor renacentista, ¿verdad?

– Muy bien. Pero eso no es lo que te he preguntado. Quiero el nombre del artista y el título de la obra. -Volvió a consultar el reloj-. Cuarenta segundos.

– Caravaggio.

– No. Treinta y tres segundos.

«Oh, Dios mío. Piensa, piensa.»

– Tiziano.

– Tampoco. Veintiocho segundos.

«Oh, Dios mío.» -Espera, por favor.

– Una pista, pero no sé por qué te ayudo: es una pintora.

– ¡Artemisia Gentileschi!

– ¡Vaya, muy bien! ¿Y el título?

David tras la muerte de Goliat.

– Venga, la señora Kent no hace papeles de chico…

– Está bien, está bien. -Kate notaba cómo le palpitaban las sienes-. ¡Judith y Holofernes!

– ¡Premio! -exclamó con una gran sonrisa-. Sabía que me recompensarías el esfuerzo. -Volvió a apuntar hacia el corazón de Kate-. Realmente juegas bien, Kate.

– Gracias -dijo, intentando mantener la voz firme-. Tú también, Sky.

Aún estaba medio en estado de shock. Schuyler Mills, todos aquellos años.

– Es una lástima que tenga que acabar.

– ¿No podríamos… seguir jugando?

– No me trates como a un crío, Kate. No soy tonto.

Kate se acercó un paso.

– Quédate ahí -advirtió él, apuntándole de nuevo con la Glock al corazón-. ¿De qué hablábamos?

– De nuestro juego.

– Sí. Perdiste una partida.

– ¿Sí? ¿De verdad? ¿Cuál?

– Hace mucho tiempo. La adolescente. Una autostopista. En Queens.

– No perdí -dijo Kate, acercándosele lentamente-. Era una primera obra y no pensé que quisieras hacerme pensar demasiado en ella, eso es todo. Un ángel, ¿verdad? Una especie de angelote.

La cara de Mills se iluminó con una gran sonrisa.

– No me lo puedo creer. ¿Lo sabías?

– Bueno, si quieres que te sea sincera… -Volvió a avanzar otro paso-. No lo descubrí hasta hace poco.

El asintió.

– Pero prometía, ¿no crees?

– Oh, sí. Mucho.

De pronto Mills adoptó una expresión dura.

– ¿Entonces por qué la estropeaste? ¿Por qué le subiste los pantalones? -gritó, apuntando la pistola hacia la cabeza de Willie. Willie parpadeó.

– Bueno, en aquel momento no sabía que era «tu obra». Como te he dicho, hasta hace poco… -Kate intentaba mantener la calma, pensar, pero era casi imposible.

– Es asombroso, ¿no? El paralelismo que han tenido nuestras vidas, Kate. Tú estabas ahí, la joven poli, tan dura, tan guapa, en el momento de mi nacimiento. Mi nacimiento como artista. Sí, claro, había otros, pero no importaban mucho. Y luego, pasan los años… y vuelves a estar ahí. Tu libro de arte y la serie de televisión. Y entonces apareces en el museo. No me lo podía creer. Mi museo. En el consejo, nada menos. Me pareció un buen augurio.

Kate lo observaba de cerca y veía cómo adoptaba una mirada vidriosa; no podía estar tan concentrado como antes. «Pronto, muy pronto.» -Y entonces -continuó Mills-, aquella noche, mientras observaba a tu protegida, se me ocurrió por fin un modo de llamar tu atención, de que estuviéramos juntos. No estaba seguro; no era más que una idea incipiente, ni siquiera un concepto -declaró, parpadeando.

¿Era la oportunidad de Kate? «Aún no. Pero pronto.» -Pero entonces, cuando estaba en su apartamento, me lo pensé mejor. Habían pasado años, pensé que se había acabado. Y entonces… ella se burló de mí. -Frunció el ceño y miró el reloj-. Los otros vendrán enseguida, ¿no?

– ¿Quiénes?

– Venga, Kate, por favor. Te lo imaginaste y se lo dijiste. Vendrán. Sé que no nos queda mucho tiempo.

Detrás de él, Kate vio el pequeño revólver en el suelo, a sólo unos centímetros de la mano de Willie.

– Supongo que estamos destinados a estar juntos, Kate. Yo, el artista. Tú, la mujer que canonizará mi obra.

– ¿Pero cómo voy a hacerlo si estoy muerta?

– Tengo un plan -dijo, bajando la vista hacia el retablo de Bill Pruitt-. Tú y yo, la Virgen y el Niño. ¿Qué te parece?

– ¿De verdad? ¿Y quién será quién?

La estridente carcajada de Mills resonó en la estancia. Sobre sus cabezas, las palomas escaparon batiendo las alas.

– Muy graciosa. Siempre tan irónica, Kate -dijo, levantando la pistola-. Pero me temo que tendré que matarte.

– Espera un momento -intervino Kate. «Tienes que hacer que siga hablando», pensó-. No lo entiendo muy bien. ¿La Virgen y el Niño? ¿Tú y yo? Explícamelo. Más claramente, quiero tener una idea clara.

– Es muy sencillo. Primero te mato. Luego coloco tu cuerpo, como la Virgen del cuadro. Después me desnudo y me hago un ovillo entre tus brazos. Tomaré pastillas. -Suspiró y parecía que sonreía al pensarlo-. Para cuando nos encuentren, yo también estaré muerto.

– ¿Y Willie? -preguntó Kate, pensando a toda prisa-. El no forma parte de esto. ¿Por qué no le dejas ir? Puede contar al mundo cómo lo concebiste, la belleza de tu obra. Si no, puede que no lo entiendan.

– Venga, Kate. Lo entenderán. Tendremos un retablo de verdad justo al lado. Además, Willie es la estrella de su propia obra, el Basquiat -explicó, apuntando con la Glock hacia Willie.

– ¡Espera! -Kate tuvo que detenerle-. Quiero preguntarte algo.

– ¿Sí?

– Esto… -Kate buscó algo que decir-. Háblame de tu obra. ¿Por qué escogiste a Bill Pruitt, por ejemplo?

El volvió a suspirar.

– Está bien, pero luego tenemos que ponernos manos a la obra, ¿vale?

Kate asintió, observándole, esperando.

– Bueno, en primer lugar, fue una cuestión de conveniencia. Pruitt no iba a escogerme como director del museo. No iba a soportar eso. Créeme, no disfruté trabajando con él, tocando su cuerpo flácido y carnoso. Pero lo dejé mucho más favorecido una vez muerto de lo que nunca estuvo en vida.

– Eso es cierto -concedió Kate, mirando de reojo a Willie y hacia el revólver que había en el suelo, junto a su mano-. Willie parpadeó y movió ligeramente la punta de los dedos.

– Hice lo mismo con aquel pintor aburrido, Ethan Stein.

Kate dio un paso. Estaba lo suficientemente cerca como para agarrar la pistola.

– ¡Alto! -Mills le apretó la pistola contra la barriga.

Kate lo miró a los ojos. ¿Eran lágrimas lo que veía?

– Qué curiosa es la vida, ¿no crees? No quería volver a empezar de nuevo. De verdad, lo tenía todo controlado. Pero tenía que demostrárselo.

– ¿A quién?

– ¡A él! -replicó, mirando a derecha e izquierda.

Kate estaba a punto de agarrar la pistola, pero Mills la apretó fuerte, contra sus costillas.

– Lo entiendes, ¿verdad?

Kate asintió, pero no sabía de qué estaba hablando Mills. Lo que vio fue locura, pero también dolor. Incluso se identificaba con él. Qué curioso. Cuando lo único en lo que había pensado, lo único en lo que había soñado era en matar a ese hombre que le había robado vidas, que le había roto el corazón sin posibilidad de cura.

– Deja que te ayude -dijo-. Yo puedo llevar tu mensaje, tu obra, al mundo.

Mills le sonrió con ternura.

– Quería dejarlo, de verdad quería.

Entonces surgió la voz: «No, no querías; eres un mentiroso.» -¡No lo soy! -gritó, llevándose la mano libre a la sien. Estaba parpadeando.

Willie logró estirar los dedos, tocar el cañón del revólver, pero sólo consiguió alejarlo un poco más.

Mills se giró hacia Willie.

Ahí estaba. Era su oportunidad. Kate dio una patada y le arrancó la pistola de las manos a Schuyler.

El artista de la muerte se lanzó rápidamente tras la Glock, y Kate saltó tras él, pero desequilibrada. Tropezó, cayó de espaldas, de cara a Schuyler, con el cañón apuntándole directamente a la frente.

Él acarició el gatillo. Kate le propinó una patada. Schuyler cayó hacia atrás.

Kate se echó a la izquierda en el momento en que él disparaba. Erró el tiro. Estaba desequilibrado, pero seguía empuñando la pistola con manos temblorosas.

Kate rodó hacia la derecha, extendió el brazo y buscó bajo la pernera.

Oyó otro disparo de la Glock. Esta vez, las balas atravesaron el techo.

Las palomas se dispersaron batiendo las alas desenfrenadamente.

Kate tardó tres segundos en desenfundar la 38 del tobillo y vaciar las seis cámaras.

Schuyler Mills se agarraba el pecho. Bajo los dedos, su camisa blanca era como un lienzo manchado de un rojo que se iba extendiendo como una obra barata de arte conceptual. Parecía sorprendido. Miró toda la sangre y los agujeros de la camisa, y luego el cielo negro en el que revoloteaban las palomas sin parar. Por un momento se imaginó entre ellas, volando por encima del dolor. Luego cayó hacia delante y chocó contra el suelo.

La pistola aún humeaba en la mano de Kate.

Se volvió rápidamente hacia Brown.

– ¿Está bien?

Él apenas podía mover la cabeza, pero consiguió articular un «Bien».

Kate buscó el pulso en la muñeca del conservador.

– Ha muerto -dijo, y miró a Brown.

En la distancia se oían las sirenas.

– Tome. -Kate colocó la 38 en las manos rígidas de Brown-. Sujete esto antes de que llegue la caballería.

Las palabras de Brown eran como un suspiro entrecortado:

– No… se lo creerán. Estoy… paralizado.

– Claro que sí -dijo Kate, apretándole los dedos alrededor del cañón-. Le disparó el sedante justo cuando le disparó, ¿vale?

Los ojos de Brown buscaban los de Kate.

– Pero… ¿por qué?

– Porque yo no soy más que una civil, ¿recuerda, Floyd? Pero a usted lo recordarán como el poli que mató al artista de la muerte.


Los coches patrulla llenaban la calle.

Las luces intermitentes bañaban de ámbar el antiguo edificio portuario.

Las sirenas electrificaban el ambiente nocturno.

– Le ha disparado Brown -informó Kate a Mead y Tapell.

Brown apenas podía mover los dedos. Kate observó a un par de enfermeros que le ponían una inyección.

Introdujeron a Willie en una ambulancia. Kate le rozó la mejilla, le frotó la frente y procuró contener las lágrimas.

– Tranquilo, ¿vale?

Un enfermero rasgó la pernera de Willie y le aplicó desinfectante amarillo sobre el muslo herido. Luego empezó a vendarlo con gasas. Un segundo enfermero estaba vendándole el corte de la mano.

– Te pondrás bien -le susurró Kate.

– Claro que sí -respondió Willie con voz ronca-. Es la… mano izquierda. Yo pinto… con la derecha.

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