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Históricamente, Venecia se iba hundiendo a un ritmo de entre siete y trece centímetros por siglo. La cifra había aumentado a veintiséis centímetros en el siglo XX y seguía aumentando. Estaban levantando las aceras y los muros de los canales y alargando los postes de teléfonos y electricidad, y la gente dejaba la planta baja de sus casas para irse a vivir a los pisos superiores. A ese ritmo, muy pronto los venecianos quedarían confinados en los desvanes, y los turistas tendrían que visitar la mítica Perla del Adriático desde helicópteros.

Aun así, para Maureen Slattery la joya conservaba todo su brillo. Mientras el vaporetto surcaba el Gran Canal, ella se embelesaba con el cielo azul cerúleo, con las oscuras aguas esmeralda, con los dorados palacios. Lástima que la polizia italiana estuviera todo el rato ahí pegada.

Marcarini y Passatta. Tras muchas discusiones entre los diferentes cuerpos de seguridad, se decidió que estos dos agentes protegerían a Kate veinticuatro horas al día, con informes cada dos horas a la policía italiana y la Interpol. Para Slattery, eran Macarroni y Pasta. Marcarini tenía casi treinta años y era moreno y guapo; Passatta debía de tener unos cuarenta y era elegante, serio, fumador compulsivo y nervioso. Ambos hablaban inglés, en ocasiones titubeando.

El día era cálido, húmedo, y el aire olía ligeramente a dulce y a podrido.

– Esto es la hostia de bonito -dijo Slattery.

– Ajá -respondió Kate, con la vista puesta en los palazzi que flanqueaban el canal.

– ¿Le preocupa algo, McKinnon? No ha dicho más de dos palabras desde que aterrizamos.

– Sí. Me preocupan muchas cosas, Maureen -le respondió, mirándola a la cara.

– Ya, bueno. Disculpe. Es que me ha sobrecogido el lugar.

– Perdonada -dijo Kate, fijando la vista en las oscuras aguas venecianas. Notaba la presencia del artista de la muerte a cada paso. ¿Eran imaginaciones suyas? No lo creía.

El vaporetto las dejó en San Marcos.

Slattery echó un vistazo a la Basílica, al Palacio Ducal y a la sorprendente plaza.

– ¿Cómo demonios se mantiene a flote este lugar?

– Hace siglos que está aquí, signorina -respondió Passatta, haciendo una mueca-. Yo creo que aguantará. Por lo menos hasta que se vayan ustedes.

– ¡Qué detalle! -dijo Slattery con una sonrisa.

Marcarini y Passatta las escoltaron hasta el Gritti Palace, uno de los hoteles más antiguos y lujosos de Venecia, donde Kate y Richard habían pasado su luna de miel, y luego montaron su campamento justo frente a su puerta.

El botones puso el equipaje de Kate y Maureen en un carrito. Kate le dio un billete de veinte mil liras.

Slattery inspeccionó la lujosa habitación desde cuya ventana abierta se ofrecían unas vistas espléndidas: el Gran Canal, góndolas, iglesias…

– Oh, madre mía. Joder, me he muerto y he ido al cielo. Sería como un sueño, si no fuera por esos pánfilos de policías que tenemos en la puerta. Aunque no están mal, especialmente Macarroni.

– ¿Macarroni? -preguntó Kate, sonriendo por primera vez.

– Sí -dijo Slattery-. Y el amargado es Pasta.

Kate se rió, contenta de tener allí a Slattery, de no estar sola.

– Todos los polis italianos son guapos. Forma parte del requisito para el puesto de trabajo -dijo, y pasó a las otras estancias-. Maureen. Venga aquí.

– ¡Me cago en la puta! -exclamó Slattery cuando vio el baño cubierto de mármol y dorados-. Es más grande que todo mi apartamento.

– Tenemos que informar a Mead -dijo Kate, mientras levantaba el auricular-. Oh, qué típico. No hay línea.

– ¿En un lugar tan elegante?

– En Italia la mitad de las veces no funciona el teléfono. En Venecia, peor -respondió al tiempo que tomaba su teléfono móvil-. Mierda, olvidé recargar la batería.

– Llámele luego -dijo Slattery-. Eh, ¿quién se queda con la cama grande?

– Toda suya -concedió Kate.


La fachada de la jefatura de policía de Venecia estaba cubierta de esculturas y dorados, aunque más de la mitad de los dorados se había desgastado y el musgo había llegado a una altura de un tercio del edificio.

En el interior, Kate y Slattery estaban sometiéndose a una prueba de resistencia llamada «sentido del tiempo italiano». Casi una hora de espera. Después, otra hora con algún pez gordo, aunque no consiguieron deducir quién se suponía que era o qué iba a hacer, y él no se lo dijo mientras duró la entrevista, en la que los tres se sentaron a tomar café mientras él contaba una memorable visita a la ciudad de los rascacielos años atrás. Luego, otra visita de una hora por la comisaría.

Cuando por fin salieron, con Marcarini y Passatta pegados a sus talones, Kate intentó librarse de su mal humor y se llevó a Slattery al puente Rialto, pasando a través de una serie de variopintos mercados y tiendas. Pero allá donde miraba las sombras se imponían a las luces y los callejones le daban malas sensaciones en vez de desprender encanto.

Slattery no parecía darse cuenta. Se lo tomó todo como un niño que visita Disneylandia.

– ¿Qué iglesia es ésta?

Kate alzó la mirada.

– Oh, San Zacarías. Es una pequeña iglesia renacentista. Dios mío, parece que hace siglos que entré para ver el Bellini.

– ¿El qué?

– Giovanni Bellini. Uno de los mejores pintores venecianos de la historia, y uno de mis preferidos.

– ¿Podemos entrar?

Kate suspiró.

– No tenemos mucho tiempo, Slattery. Tenemos que llegar a la Bienal, y…

– Venga, McKinnon. Puede que sea mi primer y último viaje a Venecia -le rogó, poniendo cara de pena.

– Está bien -concedió Kate. Al fin y al cabo, estaban en una de las grandes ciudades artísticas del mundo.

– ¿Esto es pequeño? -dijo Slattery al pasar por las puertas, observando los altos techos abovedados, las columnas decoradas, los suelos con mosaicos de mármol, los bancos tallados y las pinturas que había por todas partes.

– Para Italia sí lo es -alegó Kate, con un escalofrío. Pese a la decoración, la iglesia estaba oscura y húmeda.

Slattery se arrodilló y se persignó.

– Es por costumbre.

Marcarini y Passatta se quedaron junto a la puerta principal mientras Kate conducía a Slattery por el pasillo norte hasta el segundo retablo.

– ¿Es esto? ¿El Bellini?

– Sí, pero espere -respondió Kate, señalando al sacristán, que se dirigía lentamente hacia ellas. La sotana dibujaba una larga sombra.

Kate sintió otro escalofrío. ¿Era sólo la humedad?

Puso varios billetes de mil liras en la mano del sacristán y, al cabo de un momento, éste encendió un interruptor. La obra de arte de Giovanni Bellini surgió de las sombras, iluminada en todo su esplendor.

– ¡Uau! -exclamó Slattery-. Es asombroso. Cómo ha pintado sus columnas detrás de las reales y la cúpula de ahí, que parece una representación en miniatura de la real, y todas las figuras sentadas en el interior…

– ¡Eh, habla como una verdadera historiadora de arte, Maureen!

– ¡No joda! -espetó Slattery, e inmediatamente se tapó la boca con la mano-. ¡Uy!

– No se preocupe. Dios no está escuchando.

Kate se preguntó si alguna vez escuchaba.

Maureen se acercó más a la pintura de la iglesia ficticia dentro de otra iglesia.

– No sé cómo lo hacían estos tipos. Yo ni siquiera sé dibujar una línea recta.

– Bueno, se formaban desde muy jóvenes en talleres, trabajaban de aprendices de grandes artistas, de los que aprendían todo, desde mezclarle los colores al maestro hasta lavarle los pinceles o pintar algunas partes del fondo.

– Esclavos del arte, ¿eh?

– Exacto. Pero en el caso de Giovanni Bellini, su padre, Jacopo, también era un gran pintor, y le enseñó a él y a su hermano, Gentile.

Passatta y Marcarini, que se esforzaban por oírla, se habían acercado al pasillo cercano a Kate y Slattery.

– ¿Es profesora de arte, signorina? -preguntó Marcarini.

– Algo así -dijo Kate.

– Algo así no -dijo Slattery-. ¡Es famosa!

Passatta arqueó una ceja.

Slattery se apoyó en la barandilla, mirando hacia la Madonna.

– Es guapísima, parece tan real… Como si pudieras acercarte y sentarte en el regazo de la Virgen.

– Ese era el objetivo de la pintura del Renacimiento -explicó Kate-. Formas redondeadas y espacios con mucha profundidad, que invitaran al espectador a entrar en las salas y a mirar por las ventanas. La perspectiva se había redescubierto poco antes.

– ¿Cómo se perdió?

– Se perdieron muchas cosas en la Edad de las Tinieblas -explicó Kate, con la mirada puesta en las sombras y los recovecos de la pintura de Bellini. «La Edad de las Tinieblas.» Exactamente lo que le habían parecido las dos últimas semanas.


Kate los llevó de vuelta a la plaza de San Marcos. Marcarini y Passatta se mantenían a cierta distancia.

El Palacio Ducal emitía brillos dorados a la luz del atardecer.

– Creo que estoy empezando a notar el jet lag -dijo Slattery-. ¿Nos sentamos un rato?

Kate y Slattery se instalaron en una terraza con vistas a la plaza. Slattery pidió un capuchino. Kate, un espresso doble. Marcarini se apoyó en una columna a unos metros de allí; Passatta estaba en el pórtico, fumándose un cigarrillo. Ninguno de los dos le quitaba ojo a Kate. Pero Kate no bajaba la guardia ni un momento. No paraba de pasar gente, sobre todo de Nueva York, que habían llegado para ver la Bienal. Cada vez que se acercaba alguien, se sobresaltaba. Marcarini y Passatta, también.

– ¡Bueno, parece que conoce a todo el mundo, McKinnon!

– Sólo en Venecia. Y sólo esta semana. Todos son coleccionistas o artistas, o críticos de arte -respondió. Pagó la cuenta-. Vamos, tengo que ver la exposición y las pinturas de Willie.

Pero eso no era todo. Kate sabía que el artista de la muerte esperaba que ella estuviera allí, y ella no quería defraudarle.


La Bienal Internacional de Venecia era como una exposición universal pero sin atracciones, sin niños y sin diversión. Se celebraba a años alternos en los Giardini, un gran parque separado de las principales atracciones turísticas de la ciudad. Una serie de antiguos edificios se habían convertido en pabellones nacionales y estaban abarrotados con los artistas del momento de cada país. Se podían ver hordas de sofisticados europeos y americanos corriendo de un pabellón a otro con bolsas de plástico a punto de romperse por el peso de los catálogos de arte, preocupados por no perderse nada ni a nadie, o por conseguir invitación para las fiestas más destacadas. La exposición permanecía abierta varios meses. Pero lo importante eran sólo los días de la inauguración. Después, bueno, cualquier persona podía acercarse a contemplar las obras.

Kate y Slattery se movían entre la gente, y Marcarini y Passatta se les pegaban a los lados. El extraño cuarteto pasaba de un pabellón al siguiente, intentando encontrarle sentido a la caótica exposición, oscura y deprimente en su mayor parte: fotografías a gran escala de genitales y de cadáveres, animales desmembrados en formol, instalaciones abarrotadas con un contenido político indescifrable… todo ello en claro contraste con la belleza rotunda de Venecia. Lo morboso de la muestra aumentaba aún más la paranoia de Kate: todo el mundo era una amenaza potencial, y las caras conocidas le parecían amenazadoras.

El pabellón estadounidense, originalmente un banco italiano, era grande pero anodino, y estaba repleto de montajes: obras de arte hechas de objetos corrientes esparcidos por superficies y paredes sin una coherencia evidente, de modo que resultaba casi imposible descifrar dónde empezaba una y dónde la siguiente. Las obras de Willie destacaban no sólo porque fueran buenas, sino porque estaban colgadas, como pinturas tradicionales, de una pared. En ese momento había bastantes personas observándolas. Raphael Perez hacía los honores.

– WLK Hand es uno de nuestros artistas jóvenes de más talento.

Kate observó que Willie prácticamente se escondía detrás de una columna, pero Perez le hacía señas insistentemente.

Willie hizo una tímida reverencia y murmuró:

– Gracias.

– Ese es Willie Handley -dijo Kate.

– Es mono -observó Slattery.

– ¿No le conoce?

– No. No fui yo la que lo interrogó en relación con el asesinato de Solana.

Durante una centésima de segundo, a Kate le pasó todo por delante de los ojos: Elena, muerta en el suelo, con el sangriento cuadro de Picasso en la mejilla, y la idea de que el artista de la muerte estaba allí, en algún lugar, esperando. Observó el pasillo central, donde la gente entraba y salía de los stands, como animales de presa, y se lo imaginó agarrándola por detrás, rebanándole la garganta. Un suspiro; un grito incipiente y reflexivo.

– ¿Qué sucede? ¿Qué pasa? -preguntó alarmada Slattery, escrutando inmediatamente la zona. Marcarini y Passatta hicieron lo mismo.

Kate hizo un esfuerzo y las imágenes desaparecieron.

– Nada, estoy bien -dijo, y tomó a Slattery del brazo-. Venga, le presentaré a Willie.

Lo alcanzaron cuando estaba escabullándose de Perez. Kate le dio un beso en la mejilla.

– Tus cuadros son los mejores de la muestra.

– Lo tomaré como un cumplido, aunque sean, mejor dicho, los únicos cuadros de la muestra -manifestó Willie, mirando al suelo-. No pensé que vendrías.

– Yo tampoco estaba segura. Pero estoy contenta de haberlo hecho. Estoy orgullosa de ti. Tus obras son realmente bonitas.

– Sí, son geniales -opinó Slattery.

Willie le echó una mirada extrañada. No era una de las típicas amigas de Kate.

Perez se acercó sigilosamente y sobresaltó a Kate.

– ¿Qué? ¿Orgullosa de tu chico? -preguntó Perez.

Kate miró al joven conservador. «¿Podía ser él?»

Slattery se dio cuenta y se despertó su instinto policial. Tanteó con la mano el interior del bolsillo, donde tenía la pistola.

Kate le echó una mirada, un gesto mínimo para indicarle que todo iba bien, o eso creía.

Perez pasó el brazo por encima de los hombros de Willie, quien se deshizo del abrazo.

– No puedo estar aquí plantado frente a mis cuadros todo el día -afirmó, y se dirigió rápidamente a otro stand cuyas paredes, suelo y techo estaban cubiertos de imágenes pornográficas de mujeres recortadas de revistas garabateadas con declaraciones misóginas y antipornografía contradictorias.

– Eh, McKinnon -dijo Slattery, observando las paredes-. ¿Dónde está su cuadro?

Kate se echó a reír. Pero no le duró mucho. Con el rabillo del ojo advirtió una sombra fugaz. De pronto alguien le puso una mano en el hombro y se quedó totalmente rígida. Se volvió y arremetió contra el hombre, que tropezó hacia atrás y se cayó.

Slattery sacó su pistola. Marcarini y Passatta sacaron las suyas.

– ¡No! -les detuvo Kate, y le tendió la mano al tipo que estaba en el suelo-. Vaya, lo siento, Judd -se disculpó mientras ayudaba a levantarse al anonadado crítico de arte que tenía a sus pies.

– ¡Vaya! -dijo él-. Pensaba que le había hecho una crítica bastante buena a tu libro de arte, Kate -dijo, esbozando una sonrisa nerviosa.

– Perdóname, yo…

– No, no -la tranquilizó, sacudiéndose la ropa-. Estoy bien.

Se había congregado una pequeña multitud. Marcarini y Passatta estaban escrutando a todo el mundo.

– No pasa nada -dijo Kate-. Ha sido un accidente.

– ¿Está bien, McKinnon? -preguntó Slattery en cuanto se deshizo el entuerto.

– Lo que estoy es de los nervios -afirmó Kate.

– ¿Qué te ha hecho ese tipo? -preguntó Willie.

– No me ha hecho nada.

– ¿Así que estás bien?

– Sí -respondió Kate, y de pronto lo agarró, abrazándolo.

– ¿Estarás aquí esta noche? -preguntó él, cuando por fin lo soltó.

– No me lo perdería por nada del mundo.


«Cuánta belleza.»

Las viejas escaleras de hormigón que descendían hasta el agua negra. Las puertas medio podridas. La basura en los canales de las callejuelas.

Tendría que haber pensado en ello antes de escoger la pintura de Canaletto como imagen de fondo para el san Sebastián. Tal vez es demasiado bella. No importa. El trabajo es el trabajo. Y hay mucho que hacer y no demasiado tiempo.

La ha visto una vez, la ha observado mientras tomaba un capuchino. No parecía nerviosa. Pero tampoco suele estarlo. Es una de las cosas que tanto admira de ella, ese aire elegante que adopta en las peores circunstancias.

¿Podrá mantenerlo cuando le atraviese el cuerpo con las flechas?

«Santa Kate.»

Desde luego será un icono espectacular. Se la imagina como una foto fija, en colores, en un libro de historia del arte, con su nombre debajo, la fecha y, por último, los materiales: flechas, tela, cuerpo humano.

¿Notará ella su presencia? ¿Estará esperando su llegada, como un amante?

El pensamiento le excita.

Cierra los ojos y se deja llevar durante unos instantes, imaginando el momento.

«Paciencia, Kate. Ya llego.»


De vuelta en la suite, Kate se enfundó unos pantalones de esmoquin blancos.

Había llegado el momento y estaba lista.

Slattery bostezó y se estiró sobre la gran cama.

– No tiene por qué venir esta noche, Maureen, de verdad.

– Si le soy sincera -confesó Slattery, bostezando de nuevo-, me he pasado todo el día soñando con esa bañera.

– Que disfrute del chapuzón -dijo Kate, y se puso la americana del esmoquin sobre el sujetador blanco de encaje-. Estaré de vuelta antes de que se dé cuenta.

– No -dijo Slattery-. Debería acompañarla.

– Tendré a Macarroni y a Pasta pegados a los lados. No pasará nada. No se preocupe.

– Si usted lo dice -comentó Slattery, volviendo a hundirse entre las almohadas.

Kate se abrochó la chaqueta.

– Eh -le advirtió Slattery-. ¿No se deja nada?

– No -respondió Kate palpándose el costado-. Llevo mi pequeña 38 en una funda bajo la americana.

– Yo me refería a una blusa -dijo Slattery.

En cuanto Kate salió por la puerta, Marcarini y Passatta se le pegaron a los lados. Marcarini tenía algún que otro problema para separar los ojos de la puntilla blanca que le sobresalía por el escote.


La sala parecía sacada de las fêtes galantes pintadas por Antoine Watteau en el siglo XVIII, elegantes y decadentes, llenas de sirvientes y cortesanos, todos ellos trabajando, trabajando sin parar.

– ¿Te das cuenta de que, si tiraras una bomba aquí, acabarías con el mundo del arte? -le susurró Schuyler Mills a Willie.

Estaban en medio de la Colección Peggy Guggenheim, rodeados por las doscientas personas más importantes del mundo del arte. Todo el que pinchaba o cortaba en ese mundillo estaba pinchando y cortando más incluso de lo normal. Una mezcolanza de idiomas flotaba sobre la multitud como una nube de langostas zumbando, mientras los camareros se abrían paso por entre el gentío sirviendo un típico cóctel veneciano hecho con champán y zumo de melocotón, el bellini.

Massimo Santasiero, organizador de la Bienal de ese año, saludó a Schuyler Mills cuando aún no había soltado la mano de otra persona. Santasiero llevaba uno de esos trajes que sólo puede llevar un italiano, de un azul grisáceo brillante, tan mal ajustado que parecía que lo había tenido tirado en el fondo del armario durante varias semanas. En comparación, el almidonado modelito de Brooks Brothers de Schuyler parecía llevar todavía la percha puesta. Willie vestía una camisa blanca nueva, su corbata de la suerte, sus característicos vaqueros negros y la nueva cazadora de piel.

– El pabellón americano este año es como… ¿cómo se dice? Descarnado -opinó Massimo.

– No ha sido una colección fácil de organizar -se justificó Schuyler-. Pero creo que me ha ido bien. Y tú has hecho lo imposible para coordinar una exposición tan compleja.

Willie observó cómo trabajaban los profesionales, perseverando en la tarea de besar culos ajenos.

– Admiro tu obra -dijo Massimo a Willie-. Es tan… personal.

– Bueno, es que es mi obra.

El italiano lo miró socarronamente, sin captar muy bien la ironía.

– Estos artistas jóvenes -dijo Schuyler, mirando hacia Willie-, disfrutan lanzando piedras contra su propio tejado. ¿Verdad, Willie?

Santasiero tampoco entendió eso, pero Willie sí.

– Espero que venga a visitar mi exposición en el Contemporáneo este verano -dijo. Esta vez sí que se ganó un gesto de aprobación de Schuyler.

Charlie Kent, aprisionada en un modelito de lycra negra que le cubría de la mitad del pecho a la mitad de los muslos, se separó de una pareja de coleccionistas europeos y corrió al encuentro de Willie con sus llamativos zapatos de salón verde lima. Pasó la mirada de Schuyler a Santasiero, con el radar afinado.

– ¡Massimo! -saludó, y le tendió la mano.

El italiano la integró en la conversación.

– ¡Ah, signora Kent! Ahora mismo estaba haciendo planes para visitar la exposición de WLK Hand en el Museo Contemporáneo de Nueva York del signor Mills.

Charlie tuvo que morderse la lengua cuando oyó que lo llamaba el museo de Mills.

– Y tiene que ver la nueva obra que tenemos en mi museo. Podemos comer juntos usted, Willie y yo -apostilló, guiñándole un ojo a Willie.

Más de la mitad de las cabezas de la sala se giraron cuando Kate hizo su entrada con su esmoquin blanco y sus zapatos de tacón de aguja blancos y negros. A cada paso que daba, las solapas de satén de la chaqueta se deslizaban y brillaban, dejando entrever el sujetador de encaje blanco.

Willie se deshizo de Schuyler Mills y se sumó a un grupo de hombres y a tres o cuatro camareros que se congregaban alrededor de Kate. Marcarini y Passatta no sabían por dónde empezar a mirar.

Signora Rothstein. Qué alegría verla -dijo Massimo besando a Kate en las mejillas mientras le bailaban las pupilas recorriendo el cuerpo de Kate-, y comprobar que está bellissima.

Grazie -dijo Kate, tomando un bellini de una bandeja y haciendo un esfuerzo para que con el temblor de la mano no se le cayera toda la bebida encima. Echó un vistazo al conservador italiano protegida tras su copa levantada. «¿Habrá estado últimamente en Nueva York? ¿Conocía a Pruitt del museo? ¿Podría haber conocido a Elena?» Tomó un sorbo de su bellini. Estaba paranoica, y lo sabía.

Willie se acercó un momento para darle un beso.

– ¿Cómo lo llevas? -le susurró ella.

– Hago lo que puedo -dijo él.

Massimo apareció en escena, tomó a Kate de la mano y empezó a presentarle a todo el que él consideró que debía conocer. Pero Kate no se podía concentrar; allá donde miraba veía señales de peligro. Massimo le hablaba y le sonreía, pero ella no escuchaba.

«Está aquí. En Venecia.» Kate se sentía como si la atravesara una corriente eléctrica. Recorrió la sala con la mirada.

«¿Podría estar aquí ahora mismo, en la fiesta?» No, probablemente no. La escena no era la adecuada. Necesitaría abordarla sola para convertirla en santa. No iba a ocurrir allí. De eso estaba segura. El artista de la muerte era un maniático de los detalles.

Una hora más tarde la tensión no parecía disminuir, y cuando el director de un conocido museo neoyorquino chocó con ella de espaldas, Kate se volvió y le agarró el brazo tan fuerte que el hombre soltó un grito. Se pasó los diez minutos siguientes pidiendo disculpas.

– ¡Kate! ¡Estás absolutamente fabulosa! -le dijo una mujer de piel brillante y tensa producto de los estiramientos faciales-. ¿Dónde has dejado a ese marido tuyo tan apuesto?

– Me temo que Richard no ha podido venir a Venecia. Tenía demasiado trabajo en casa.

– Déjate de bromas, Kate. Lo he visto esta tarde.

– Eso es imposible.

La mujer arrugó el gesto, algo difícil, dada la tensión de la piel.

– Bueno, habría jurado que era él.

«No, no puede ser -pensó-. ¿Richard en Venecia? Está en casa, trabajando.» De pronto, las ideas se agolpaban en su mente. «¿Podría estar aquí?» Las imágenes, el gemelo brillando en el suelo, Pruitt muerto en el baño, se sucedían en cascada.

Kate se pasó la mano por la frente. Estaba caliente. No tenía que haberse bebido esa copa. La imaginación se le estaba desbocando. «Es imposible que Richard esté aquí. Es absurdo.» -No puede ser -dijo, intentando parecer tranquila.

La mujer se encogió de hombros.

– Bueno, me ha parecido verlo en el otro extremo de la piazza. Supongo que empieza a fallarme la vista.

Kate intentó sonreír, pero no podía.

Willie se le puso al lado y le susurró:

– Ya me he hartado. Necesito dar un paseo. ¿Quieres venir?

Kate empezó a seguirle, pero Massimo la detuvo cogiéndola por la muñeca. La tenía bien agarrada y le hablaba en su inglés titubeante sobre algo relacionado con el arte y con Italia. ¿O era arte y cocina italiana?

Kate no lograba concentrarse. Willie ya estaba a medio camino de la puerta y ella quería hablar con él. Pasaron más de cinco minutos hasta que pudo librarse del conservador italiano, pronunció un tímido «Scusami» y se apresuró a salir.

Marcarini y Passatta le siguieron los pasos.


Maureen Slattery no se lo podía creer. Los dados de espuma de baño del hotel olían de maravilla. Se estiró, dejó que el agua jabonosa y caliente le relajara el cuerpo mientras observaba los elegantes detalles del baño: paredes y suelos de mármol multicolor, brillante grifería de latón y el techo pintado con querubines. De no haber sido por la pistola que tenía a su lado, en el enorme lavabo de mármol, no habría logrado creerse que todo era verdad. Ni siquiera se acordaría de que era policía.

Se rió, cerró los ojos y se hundió en el agua hasta que sintió el cosquilleo de las burbujas en la barbilla.

Mientras tomaba un puñado de burbujas aromáticas con la mano pensó que en su próxima vida quería ser como Kate McKinnon.


No había ni rastro de Willie. «Maldita sea.»

Otro motivo para entristecerse. Bueno, por lo menos él le había propuesto dar un paseo juntos. Debía de haberla perdonado. Consultó la hora. Se estaba haciendo tarde.

Debería volver con Slattery.

– Volvamos al hotel -dijo a los dos guardaespaldas italianos.

Passatta asintió. Marcarini encendió uno de sus cigarrillos sin boquilla mientras tomaban la pequeña calle que salía directamente del Museo Peggy Guggenheim y luego fueron por el gran Ponte dell'Accademia para cruzar el Gran Canal.

La noche se había vuelto fría, húmeda, y una capa de rocío lo cubría todo. La luna buscaba resquicios entre las nubes para dejarse ver, como una jovencita picara, asomando lo justo para iluminar el extremo de una catedral o un motivo arquitectónico bizantino y retirándose luego, tímida y coqueta, para aparecer más tarde con un vestido diferente.

Kate sentía la cabeza tan cargada como la noche. Se ciñó la chaqueta para taparse el pecho, que tenía casi al descubierto.

El reflejo de la luna bailaba un vals de plata por las aguas del estrecho canal. Cruzaron otro puente minúsculo. Kate oyó el sonido de las pequeñas olas que chocaban contra los cimientos y sintió la viscosidad del musgo al pasar la mano por la barandilla de hierro. Le dio un escalofrío. Se detuvo y se quedó mirando la niebla. Constantemente le venía a la mente la imagen de sí misma como un san Sebastián martirizado.

– ¿Habéis oído algo, chicos? -preguntó. El zumbido eléctrico que había sentido antes le estaba subiendo y bajando de nuevo por la espalda.

– ¿Cómo qué, signora? -respondió Marcarini.

Kate se encogió de hombros. A lo mejor eran imaginaciones suyas.

– No importa -dijo. Aceleró el paso, algo nada fácil con sus tacones de aguja.

Los tres entraron en una placita que Kate no había visto nunca antes, con sus tiendas y cafés cerrados, sin turistas. Todo estaba inmóvil. Una vez en el centro de la plaza, había cuatro salidas posibles.

– ¿Por dónde? -preguntó.

– Por el callejón -dijo Passatta-. Nos llevará a la calle del Campanile y luego a San Marcos.

El callejón estaba oscuro; sólo había unas cuantas farolas antiguas pegadas a los muros de unos edificios cercanos y no emitían más luz que un puñado de luciérnagas.

No habían atravesado más que la mitad del callejón cuando empezaron a oírse pisadas, al principio débiles, detrás de ellos.

Los policías se detuvieron y desenfundaron las pistolas.

Kate sacó su 38, echó un vistazo por encima del hombro, pero no vio nada más que niebla.

Ya no se oían las pisadas; sólo el ruido de la respiración de los tres y el batir de alas de las palomas.

– Quédese aquí, por favor, signora -dijo Passatta.

Los policías se separaron. Marcarini a la derecha. Passatta a la izquierda. Kate oyó a Passatta que llamaba a Marcarini. Su voz cortaba la niebla y emitía un ligero eco.

Kate no podía quedarse ahí esperando. ¿A qué? De pronto el pánico la atenazó. Se apresuró hasta el final del callejón y se encontró justo al borde de un canal, sin acera. El agua oscura y turbia le lamía los zapatos. Era imposible decir dónde acababa la tierra y empezaba el agua. Un par de pasos más y habría acabado en el canal. Tenía la carne de gallina.

Marcarini la agarró del brazo. Kate se revolvió y le colocó la 38 en la cara.

– ¡Oh, Dios, me ha dado un susto de muerte!

Scusami, scusami -dijo él-. Por favor, no se aleje de nosotros, signora.

Salieron de la pequeña plaza, ahora avanzando más rápido, y entraron en otro oscuro callejón. Kate tenía los nervios a flor de piel.

A medio camino, la sombra de un hombre se les acercó como una figura en un cuadro de De Chirico. Una mínima luz que procedía de lo alto reveló el brillo de algo metálico que llevaba en la mano.

Marcarini y Passatta tiraron de Kate, apuntando con las pistolas a la sombra del hombre.

Pero el hombre también les había visto y se había ocultado contra la pared del callejón. La misma luz mínima le iluminaba la cara.

Los policías echaron a correr.

– ¡No! -gritó Kate-. Paren, no pasa nada.

Al cabo de unos segundos, cuando se retiraron los policías, Willie pudo respirar hondo.

– ¡Joder, tíos!

– Tienen que relajarse, chicos -les dijo Kate, aunque estaba igual de tensa que ellos-. ¿Qué llevas en la mano, Willie?

– Oh, ¿esto?

Y les mostró una barra de quince centímetros de bronce oxidado con una pequeña filigrana barroca en el borde.

– Es un trozo de baranda de metal, creo. Lo he recogido de la calle. Bonito, ¿no?

– Hazme un favor -le pidió Kate-. Hoy no juegues con objetos metálicos, ¿vale?

Entraron en la plaza de San Marcos.

– Ah, el Florian -dijo, pasándole un brazo por la cintura a Willie-. Venga, seguro que te iría bien beber algo.

Kate y Willie se instalaron en uno de los reservados afelpados del viejo café, en el interior. Marcarini y Passatta tomaron posiciones en la plaza, cada uno apoyado en una columna y ambos fumando sus cigarrillos sin boquilla.

– ¿Guardaespaldas? -preguntó Willie.

– Son como una lapa -respondió Kate, intentando sonreír-. Lo siento.

– Bueno, he envejecido veinte años de golpe, pero no pasa nada.

Kate sonrió, pidió copas de brandy para todos, hizo que el camarero llevara afuera las de Marcarini y Passatta y éstos le hicieron un gesto de brindis en silencio.

– Estoy muy contenta de verte -dijo Kate apretándole la mano.

– Yo también -respondió Willie.

La fachada dorada de la catedral emitía un brillo apagado y mortecino en la oscuridad de la plaza.

– ¡Este lugar es precioso!

– ¿Has visto esa película que pasa en Venecia, con Julie Christie y Donald Sutherland? Es un clásico incluso para mí. Tú probablemente no habías nacido siquiera.

Amenaza en la sombra -dijo Willie.

– ¿Cómo sabes eso?

– ¿Yo? ¿Hay alguna película que yo no conozca? Están en Venecia, y el hijo ha muerto, y vayan adonde vayan ven el fantasma del hijo.

– Exacto -dijo Kate-. Bueno, así es como veo Venecia yo esta noche. Escalofriante.

– ¿De verdad? Para mí, Venecia es como un sueño.

Kate miró la plaza, la niebla que se asentaba. «¿Está ahí fuera?» Sintió un escalofrío.

– ¿Tienes frío?

– No -respondió, y puso su mano sobre la de Willie-. Lo siento. Lo que pasó con Darton Washington y… todo.

– No es culpa tuya -dijo. Por un momento, se planteó la posibilidad de hablarle de Henry, pero no podía.

Kate cruzó la plaza con la mirada y se fijó en el campanario, una aguja que se perdía entre la niebla. Se acabó el brandy y miró la hora.

– Debería volver al hotel.


En la entrada principal del Gritti Palace, Kate dijo Buona notte a Marcarini y Passatta, pero no se les presentaba nada buena.

Marcarini negó con la cabeza, esa cabeza tan atractiva. Passatta tenía el ceño fruncido.

– Tenemos que acompañarla hasta su habitación, signorina, y tenemos que quedarnos toda la noche.

– ¿En mi habitación?

– En el vestíbulo -precisó Marcarini con una sonrisa en los labios.

El brandy después del bellini le había hecho efecto. Kate estaba como atontada y agarraba las llaves sin convicción.

– ¿Necesita que la ayude? -preguntó Marcarini.

– Creo que puedo arreglármelas sola -afirmó Kate-. Hasta mañana.

La cama. Almohadas, un grueso y suave edredón. Es todo lo que tenía en la mente.

Pero los policías insistieron en inspeccionar primero la habitación.

Justo delante de ella, Marcarini y Passatta se habían quedado rígidos.

Kate sintió el escalofrío, real en este caso, procedente de la ventana abierta de par en par, antes de que la escena se le apareciera en todo detalle, terrible y surrealista. Su cerebro apenas podía procesarla.

Los dos policías estaban gritando, pero Kate no los oía; el zumbido eléctrico que había sentido toda la noche era tan alto que resultaba ensordecedor. «Oh, Dios mío. Cielo santo, no.»

En unos minutos, la habitación quedó abarrotada de gente. ¿O habían sido horas? Kate no estaba segura. Una horda de carabinieri y agentes de la polizia estaban discutiendo, gesticulando. Alguien tomó fotografías de la grotesca escena, mientras el pez gordo de la comisaría de policía de Venecia interrogaba a Kate.

Ella tenía la mirada perdida.

Una bombilla iluminaba el panorama nocturno de Venecia a través de la ventana abierta, y a Maureen Slattery, como si estuviera levitando, justo enfrente.

Estaba desnuda, atada con las cortinas. Tenía una de ellas en torno al cuello y la otra liada entre los muslos, como un taparrabos. Tenía una docena de lanzas clavadas en el cuerpo, que sobresalían como las púas de un puercoespín. La sangre le chorreaba por el cuerpo, le corría por los pies atados y se concentraba en un charco en forma de ameba que iba calando en la alfombra.

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