Kate McKinnon Rothstein, Larguirucha para las chicas del colegio Saint Anne's, porque a los doce años ya medía metro ochenta, recorría a zancadas el suelo de madera de fresno del salón de su ático, y las pantuflas parecían seguir el ritmo hip-hop de Lauryn Hill, que resonaba en las doce habitaciones del apartamento. La música rebotaba en los cuadros contemporáneos y modernos, las máscaras africanas, algún que otro artefacto medieval y detalles sólo al alcance del mejor interiorista de Nueva York: pomos de cristal antiguos, griferías de latón para el baño compradas en los mercadillos de París, almohadas bordadas de los vendedores ambulantes de Marruecos, un par de jarrones de la dinastía Ming de valor incalculable junto a la cara de cerámica de Fulper.
En el dormitorio, en el que casi todo era de color blanco, Kate se quitó las pantuflas, sintió la tentación de tumbarse en la cama de matrimonio -una isla mullida con un edredón de plumón puro y una docena de almohadas de encaje blancas y color hueso-, pero sólo le quedaban treinta minutos antes de reunirse con su vieja amiga Liz Jacobs.
Aun después de tantos años, el esplendor de la habitación, de su vida, seguía maravillándole y una imagen, tan clara como cualquiera de los cuadros de la pared, tomó forma en su interior: el minúsculo dormitorio donde había pasado los primeros diecisiete años de su vida; una cama pequeña, un colchón fino, una cómoda cubierta con papel adhesivo imitación madera y un papel pintado más viejo que ella, que se despegaba por todas partes. Kate se vio reflejada en el espejo de cuerpo entero de la puerta del armario. «Afortunada -pensó-, muy afortunada.» Se quitó el elegante traje de negocios, se enfundó unos pantalones de sport gris marengo y un suéter de cuello alto de cachemira, se recogió el pelo negro y grueso, al que acababan de salirle unas cuantas canas, que había teñido de rubio gracias a Louis Licari, el colorista de los ricos o guapos, se lo sujetó con un par de peinetas de carey y se aplicó unas gotitas de su perfume favorito, Bal a Versailles, detrás de las orejas.
Un recuerdo a lo Proust: su madre con su traje de fiesta, alta y regia como Kate, a pesar de la etiqueta de JCPenney, arropándola y dándole el beso de buenas noches. «Que sueñes con los angelitos, gatita.» Si su madre estuviera viva, pensó Kate, le compraría litros de perfume caro, le llenaría los armarios de ropa de diseño y la sacaría de esa casa adosada de Queens. Se ruborizó. ¿A quién le importaban los perfumes y los trajes de diseño? Ojalá su madre hubiera vivido el tiempo suficiente para que Kate le diera algo, cualquier cosa… Suspiró.
En el baño, se aplicó un pintalabios casi incoloro y observó en el espejo la cara de la mujer en la que se había convertido. No era tan distinta de la que había dejado atrás hacía diez años, bastaba con quitar varias arrugas, añadir un uniforme, una pistola y una actitud que asustaba a la mitad de los hombres de la comisaría 103. Pero eso fue en otra vida, una vida que prefería olvidar.
Nunca había tenido intención de ser poli, aunque lo llevaba en la sangre: su padre, su tío, sus primos, todos polis. Kate decidió estudiar historia del arte en la universidad, pero tras cuatro años sentada en salas oscuras contemplando diapositivas de cuadros famosos, una legión de trabajos diseccionando obras de arte, deconstruyéndolas, como suelen decir, memorizando fechas y términos -arbotantes, arrepentimientos, frescos, glacis-, después de todo eso, no había surgido ni un solo trabajo para la estudiante de arte becada por la Universidad de Fordham. Tras seis meses de trabajo temporal, mecanografiando y rellenando cartas anónimas, pensó: ¿por qué oponerse? El trabajo de poli siempre la había intrigado, y los cursos en la academia del Departamento de Policía de Nueva York demostraron ser algo mucho más sencillo que descifrar el simbolismo de un cuadro flamenco.
Dada su preparación, Kate nunca tuvo que patrullar y, por supuesto, le tocaban todos los casos relacionados con el arte, pero hasta que no le asignaron a Niños Desaparecidos -terreno que los hombres le cedían alegres- no se entregó de lleno al trabajo. Un error. Tras una década de niños a los que no pudo encontrar ni salvar se sintió al borde del colapso. Gracias a Dios, Richard Rothstein le ofreció una segunda oportunidad: cursos de posgrado, un doctorado, tiempo para escribir la tesis sobre historia del arte y luego su inesperado éxito editorial, Vidas de artistas.
La nueva Kate salvaba a los niños antes de que se perdieran, y ése era el método que más le gustaba. Más de un niño con problemas había pasado la noche en casa de los Rothstein, a veces noches que se convertían en semanas, tranquilizándoles y dándoles sopa de pollo, aunque en realidad era la asistenta, y no Kate, quien compraba la verdura y cocinaba al vapor las chirivías.
Nadie, y mucho menos Kate, se habría imaginado que esta chica huérfana de Astoria presentaría una serie televisiva basada en su libro, celebraría fiestas para candidatos a gobernador, directores ejecutivos y estrellas del cine en su apartamento de San Remo. Su vida, todo cuanto tenía, seguía sorprendiéndole e incluso avergonzándole; y se esforzaba por mostrarse desprendida para aplacar de este modo parte de la culpa que acompañaba la buena suerte.
Se cambió las pantuflas por unos zapatos de salón y se puso una chaqueta ligera. Ya estaba lista.
Podría decirse que las cabezas giraron tanto como la de la niña de El exorcista cuando Kate entró en el bar del hotel Four Seasons y vio, en el otro extremo del local, a su amiga Liz, medio oculta por el ejemplar de ese mes de la revista Town and Country, en la que aparecía la cara de Kate delante de un cuadro abstracto con una leyenda que rezaba: «Nuestra Señora de las Artes y las Letras.»
– Deja esa revistilla, por favor -dijo Kate con su voz ronca y grave-. Si se hubieran molestado en contar algo de mi triste y patética juventud, tal vez no habría dado la impresión de ser una famosilla estirada y ricachona.
– Ah, la recatada chica de la portada. -Liz alzó la vista y observó con los ojos azules a la verdadera Kate.
Kate se inclinó hacia ella, la besó en ambas mejillas y luego, con su garbo natural, se sentó con las piernas cruzadas en una silla de mimbre de respaldo alto. Se fijó en los pómulos pecosos de su amiga, en la falta de maquillaje y de afectación, le sonrió afectuosamente y pidió un martini al camarero de esmoquin cuando éste colocó un ginger ale frente a Liz.
– Veo que sigues sin beber. -Kate sacó un paquete de Marlboro.
– Veo que sigues fumando.
– Digamos que sigo intentando dejarlo. Ojalá tuviera tu fuerza de voluntad. -Kate encendió un cigarrillo.
Guardó la cajetilla en el bolso, examinó la larga barra de caoba, el techo catedralicio, las parejas elegantes hablándose en susurros, riéndose, disfrutando de la buena vida. Exhaló una columna de humo, la observó romperse y desaparecer. A veces toda su vida le parecía tan ilusoria como ese humo: una noche hablando con Charlie Rose sobre Vidas de artistas y a la noche siguiente sosteniendo la mano de una adolescente en una clínica para el tratamiento del sida.
– Te lo juro, Liz, no sé qué es lo que me preparó para esta vida.
– El colegio Saint Anne's para… ¿cómo era? ¿Chicas Díscolas?
– Eso mismo. -Kate se rió y levantó el vaso-. Un brindis por mi mejor amiga. -Entrechocaron los vasos-. Bueno, ¿y qué es lo que ha sacado a mi querida adicta al trabajo de detrás de su escritorio de Quantico?
– Un curso intensivo de formación de un mes sobre técnicas informáticas avanzadas que dan aquí mismo, en Nueva York.
– No. -Kate golpeó la mesa de caoba con las manos-. No me tomes el pelo, Liz Jacobs. No me creo que el FBI te deje un mes libre para estar aquí, conmigo, en Nueva York.
– No te tomo el pelo. Pero, querida, el FBI no me envió, y siento decirlo, para salir contigo, aunque, desde luego, eres la guinda del pastel. He venido a dominar los ordenadores y a aprender a manejar el material que cambia mi trabajo más deprisa de lo que me engorda el culo. Todo está ahí si sabes cómo encontrarlo: perfiles y estudios que le siguen la pista a cualquier criminal. -Se dio un golpecito en el mentón con un dedo-. Tus niños desaparecidos… Si hubiéramos tenido acceso al material acumulado en las bases de datos, nunca habrías perdido a la última niña… ¿recuerdas cómo se llamaba?
Oh, claro, Kate se acordaba perfectamente.
Ruby Pringle, alias Judy Pringle. Doce años. Vista con vida por última vez con tres pares de vaqueros de Calvin Klein -dos de peto, uno negro, todos de la misma talla- colgados sobre el hombro de su chaqueta de animadora de Forest Hills mientras se encaminaba hacia el probador del departamento juvenil de la tienda de vaqueros de Queens Plaza… Kate intentó en vano alejar el recuerdo. Un ángel desnudo y golpeado, con los ojos bien abiertos, cubiertos de una fina película, una especie de párpado interno, como un gato medio dormido, flotando en un mar acolchado de plástico negro ondulado. Ruby Pringle parece clavarle la mirada. Piernas y brazos extendidos, esmalte de uñas blanco, estropeado, piel del color del papel de prensa. Un cable de teléfono enrollado con tanta fuerza alrededor del cuello que se hunde en la carne. Los vaqueros arrugados a la altura de los tobillos. El olor de la muerte de Ruby Pringle es indistinguible, mezclado con los trozos de pizza mohosos, café molido, peladuras de verduras y leche agria.
La agente de homicidios Kate McKinnon sabe que no debe tocar nada de la escena del crimen, pero no puede contenerse. Le sube los vaqueros a Ruby Pringle hasta la cintura, se aleja a trompicones del contenedor de basura, observa con los ojos entornados el neblinoso sol de mediodía, intentando borrar de la retina la imagen de la niña muerta.
– ¿Lo echas de menos alguna vez? -le preguntó Liz.
– ¿El qué? Oh. -Kate regresó al presente-. ¿Estás de broma? Entre el libro, la serie de televisión (que, gracias a Dios, se ha acabado) y el trabajo para la fundación -Kate dejó escapar un suspiro- no tengo tiempo ni para mear.
– No me perdí ninguno de tus episodios porque esperaba que olvidaras que estabas delante de una cámara y comenzaras a soltar tacos. Pero eras muy educada. -Liz sonrió-. ¿Cómo lo lograste?
Kate puso los ojos en blanco.
– No viste las tomas falsas.
– Seguro que recibes cartas de admiradores.
– Oh, claro. Toneladas. Richard va a dejar su trabajo de abogado para ayudarme a clasificarlas.
Liz se rió.
– ¿Cómo está ese marido tan sexy que tienes?
– No lo bastante sexy -replicó Kate con una sonrisa sardónica-. Trabaja en exceso. Tiene demasiados casos, como siempre, además del trabajo que hace gratis (aunque admito que yo lo animo en eso) y el trabajo para la fundación. Encima ahora ha aceptado varios casos especiales en la ciudad. Cuando llega a casa antes de medianoche, es como un perro apaleado.
– Uno de esos de patas largas y con pedigrí.
– ¿Con pedigrí? ¿Mi Richard? Sabes perfectamente, Liz Jacobs, que a Richard y a mí nos criaron en la misma asociación protectora de animales. No somos más que unos chuchos. -Sonrió-. Por supuesto, cuando Richard quiere es sexy y… bueno, da igual. -Volvió a sonreír-. ¿Qué me dices de ti? ¿Qué tal los chicos?
– Muy bien. Los dos van a la universidad. Increíble, ¿no? Suerte que las inversiones de su pésimo padre salieron bien.
– Y que los geniecillos lograron becas. Deberías sentirte orgullosa de ellos.
– Y lo estoy -dijo Liz, incapaz de reprimir esa expresión propia de todas las madres orgullosas, una sonrisa tímida que encubre el estallido de orgullo-. Oh, no debería haberlo dicho…
– ¿El qué? ¿Que estás orgullosa?
– No. Que Frank es un padre pésimo. Sólo es un pésimo esposo.
– Te dio dos hijos maravillosos. -Kate se bebió el martini e imaginó que se colaría por la minúscula grieta que acababa de abrírsele en el corazón.
«Mierda.» Eso no era lo que necesitaba en esos momentos, sentada junto a su mejor amiga, a quien adoraba de verdad, pero ante quien, de repente, le apetecía jactarse de todos esos beneficios de la buena vida que acababa de menospreciar durante el último cuarto de hora, porque durante ese intercambio inocente -«¿Qué tal los chicos?»-, seguido de la expresión ufana y maternal de Liz, Kate sintió que su mundo resplandeciente y perfecto se derrumbaría en cualquier momento. «Mierda, mierda, mierda.» Liz se percató de la mirada perdida de Kate.
– ¿Estás bien?
– Sí, claro.
Liz la observó con detenimiento.
– ¿En serio?
– En serio. -Kate sonrió de oreja a oreja-. Eh, ¿cuándo te has cortado el pelo? Te queda bien.
– Hace nada. Ya soy mayor para llevar el pelo largo.
– Vaya. -Kate se apartó de los hombros el pelo negro con mechas rubio rojizo-. ¿Qué tal me queda?
– A ti te favorece.
– Vale, pero avísame cuando empiece a parecerme a Baby Jane.
– Diría que aún te queda un año. -Liz se rió.
– Muy graciosa. -Kate miró a su amiga entornando los ojos, pero sonrió de inmediato-. ¿Te das cuenta de que acabo de cumplir cuarenta y un años? ¡Cuarenta y uno! Es increíble.
Kate recordó el primer año en el cuerpo; todavía veía lo mal que le quedaba el uniforme, los pantalones se le fruncían en la cadera y la camisa azul, pensada para un hombre, se le ceñía en el pecho. Liz le había dicho en broma que, seguramente, era la primera y última blusa que le había hecho parecer pechugona. El recuerdo le hizo sonreír y luego suspiró.
– Siempre pensé que me quedaría en los veintiocho -dijo-, treinta como máximo.
– Eh, yo tengo cuarenta y cinco. ¿Crees que me vas a dar pena? Olvídalo. -Liz negó con la cabeza-. ¿Qué planes tienes para esta noche?
A Kate se le iluminó el rostro.
– Richard y yo vamos a ver a nuestros dos chicos preferidos. Iremos a algún espectáculo al centro de la ciudad, alguno moderno y vanguardista, estoy segura. -Puso los ojos en blanco-. ¿Te apetece acompañarnos?
– No puedo. Esta noche me tocan los manuales del ordenador. Ya no sé ni lo que es vivir. -Fingió un bostezo-. Pero gracias. Y, déjame que lo adivine… te refieres a Willie y a Elena.
– Por supuesto -sonrió Kate.
– Se han hecho famosos gracias a tu libro.
– Oh, lo habrían hecho sin mí. -Kate agitó la mano para restarle importancia-. Willie expondrá varios cuadros en la Bienal de Venecia el mes que viene. Es todo un acontecimiento en el mundo de las artes. También tiene su propia exposición aquí en Nueva York, en el Museo de Arte Contemporáneo.
– ¡Qué pasada!
– Una pasada, sin duda. Y Elena irá de gira por Europa este verano -prosiguió Kate, con la voz teñida de entusiasmo-. Oh, ojalá hubieras podido acudir a la actuación de la otra noche. Valió la pena.
Durante unos instantes, el bar del Four Seasons se convirtió en el anfiteatro del Museo de Arte Contemporáneo. Elena en escena, una solitaria figura iluminada sobre un fondo de abstracciones cambiantes y orgiásticas: la traducción de sus acrobacias vocales pasadas por un ordenador.
– Elena podría haber tenido éxito como cantante comercial -dijo Kate-. Pero ha elegido este camino mucho más difícil, aunque maravilloso. Todos esos engreídos estaban fascinados.
Kate recordó a la directora del museo, Amy Schwartz, una persona de carácter inquieto, embelesada, elogiando la voz de múltiples octavas de Elena. Y el conservador jefe, Schuyler Mills, proclamando la brillantez de Elena; sin duda alguna, un hombre de gran gusto y entendimiento. Incluso el viejo aburrido y presuntuoso, el nuevo presidente del consejo de administración del museo, Bill Pruitt, se mantuvo despierto, hazaña nada desdeñable para un hombre que solía roncar durante los recitales poéticos y las charlas de los artistas en el museo. En cuanto al joven conservador, Raphael Perez, el tipo no podía apartar los ojos de Elena. Pero ¿quién iba a culparle? La chica era muy guapa.
– Siento haberme perdido el espectáculo de Elena. Has hecho un trabajo excelente con esos chicos, Kate.
Esta vez le tocó a Kate esbozar esa sonrisita que ocultaba el estallido de orgullo. Sí, era cierto, había tenido mucho que ver con el trabajo de los chicos. Willie y Elena. Los dos estudiantes premiados de la primera clase que Richard y ella habían adoptado a través de Hágase el Futuro, una fundación formativa para los niños desfavorecidos de las zonas más deprimidas de la ciudad, hacía ya casi diez años. De acuerdo, no eran sus hijos biológicos. Ni siquiera niños adoptados. Pero ¿era posible que amase a algún niño más que a esos dos? Quizá se sintiera más unida a ellos porque no eran hijos suyos, porque no existía esa angustia parental que viene con la sangre y que enfrenta a padres e hijos. No, con Elena y Willie nunca había ocurrido nada semejante. Oh, claro, se habían producido algunos encontronazos, pero nada de lo que no se hubieran reído después o hubieran superado incluso llorando. Willie y Elena. Sus hijos. Y, sí, lo serían. Sonrió afectuosamente.
– Dios, adoro a esos mocosillos.
– Oh, Kate. -Liz entrelazó las manos como si fuera a rezar-. Por favor, por favor, por favor, adóptame. Seré buena, limpiaré la habitación, me lavaré los dientes. ¡Lo juro!
Kate se rió, rebuscó en el bolso, sacó la cajetilla de Marlboro; en el lateral había un parche de nicotina arrugado.
– No me extraña que no funcione. -Entonces tomó una fotografía doblada que había sobre la mesa-. ¿De dónde ha salido?
– Se despegó del parche de nicotina. Quizás haya dado a luz.
Pero Kate había dejado de reírse. Sostuvo la fotografía junto a la lamparilla, en el centro de la mesa. La imagen era borrosa y los colores un tanto desvaídos.
– Es de la graduación.
– Eso parece -dijo Liz quitándole la fotografía de las manos-. No está mal.
– Salvo que no sé cómo ha llegado hasta aquí.
– Oye, que no pasa nada si incluso la dura de Kate McKinnon reconoce que lleva fotografías sentimentales encima.
– Lo reconocería, pero la única fotografía que llevo en el bolso es la del carné de conducir, y si pudiera no la llevaría.
– Bueno, supongo que alguien te la puso ahí para darte una sorpresa.
Durante unos instantes, Kate sintió algo que no había sentido en años; algo que Kate, la agente de Homicidios, solía sentir cuando sabía que andaba tras la pista de algo o cuando sabía, aunque intentara negarlo, que era imposible, que se había acabado… que el niño que había estado buscando estaba muerto. Intentó que esa sensación no le afectase.
– Supongo que habrá sido Richard -dijo, aunque le costaba imaginarse por qué. O, seguramente, Lucille, la asistenta. Pero ¿por qué no la habría dejado en su escritorio o en la encimera o en una docena de sitios diferentes mucho más lógicos? Kate volvió a guardar la fotografía en el bolso y trató de olvidarse del asunto-. Eh -dijo, alegrándose-, ¿por qué no te quedas conmigo este mes? Lo digo en serio. Tenemos habitaciones que nunca usamos. Me harías un favor.
– El FBI ya me ha alquilado un apartamento pequeño cerca del centro, está al lado de la biblioteca.
– Oh, deja de intentar impresionarme.
– No pasa nada, de verdad. -Liz se metió varios cacahuetes en la boca-. De todos modos, Kate, no encajo en tu mundo.
– Oh, santo cielo. ¿Después de todos estos años aún tengo que recordarte que, aunque compre, coma y vaya de fiesta con la clase alta, sólo soy una intrusa? En el fondo, jovencita, somos tal para cual.
Liz la miró de hito en hito.
– Mi querida amiga, mírame, mírate y luego mira a nuestro alrededor. ¡Por Dios, soy la única mujer que visto con colores! Y esta blusa naranja es cien por cien poliéster. -Tocó con los dedos la manga de Kate-. ¿De cachemira, no? ¿Ralph Lauren o Calvin no sé cuántos? Y no me mientas… he visto tu armario. ¿Y yo? Ni tan siquiera recuerdo la última vez que comí en un restaurante donde no te recoges la comida con una bandeja.
– Lizzie, si no te quedas conmigo todo el mes, prométeme que al menos comeremos juntas dos o tres veces por semana. Nosotras dos solas. -Kate rebuscó en el bolso de piel-. Aquí están. Las llaves de mi humilde apartamento. Es todo tuyo. Entra y sal cuando quieras. Gorronea la comida de la nevera. Ponte mis Calvin no sé cuántos.
– ¿Sabes? Siempre he querido tener un ático de lujo de veinte habitaciones con vistas a Central Park como segunda residencia.
– Doce habitaciones, no veinte.
– Doce tristes habitaciones. -Liz dejó caer las llaves-. Olvídalo.
– Vale. Incluiré a Richard en la oferta. Ponte mi ropa. Acuéstate con mi sexy marido.
Liz cerró la mano en torno a las llaves.
– Eso me gusta más.