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Crosby Street estaba colapsada de tráfico. Las bocinas atronaban; un taxista gritaba obscenidades a los obreros que sacaban pacas de restos de género de un camión atravesado en la calle como un tren descarrilado.

Sin embargo, en cuanto Willie cruzó Broadway, el decorado cambió a boutiques y galerías de arte contemporáneo peleándose por un poco de espacio, y hombres inconcebiblemente elegantes y de buen ver dándose aires con sus estudiados trajes negros.

Uno de ellos, un individuo más bien joven con el pelo blanco y un par de centímetros de raíces negras que hacían juego con la barba de dos días que poblaba sus mejillas huesudas, llamó a Willie.

Era Oliver Pratt-Smythe, el artista neoyorquino que menos le gustaba a Willie, lo cual ya era decir mucho. Willie y él habían estado juntos en un programa doble en una galería de Londres hacía un par de años. Pratt-Smythe, el más avezado y espabilado de los dos, había llegado dos días antes que Willie y había cubierto el suelo de la galería con crines. Todos los días se plantaba en el centro de la sala con una enorme y ruidosa máquina de coser que alimentaba con crines para hacer… ¿qué? Willie nunca llegó a saberlo. Lo único que supo a ciencia cierta era que a los asistentes les resultaba prácticamente imposible llegar hasta sus cuadros sin tener que abrirse paso por una maraña de crines de treinta centímetros de altura, y muchas de esas crines se habían adherido a la superficie con incrustaciones de los cuadros de Willie. Tardó varios meses en sacar todos los pelos con unas pinzas.

Willie lo saludó con la cabeza sin ningún entusiasmo y se percató de las esmeradas manchas de pintura que había en los vaqueros negros y nuevos de Pratt-Smythe. Extraño: el tipo no era pintor.

Sin que se lo preguntara, Pratt-Smythe comenzó a enumerar sus logros.

– Tengo un espectáculo en Dusseldorf -dijo con una expresión de hastío en sus ojos grises-. ¿No recibiste la invitación? No, vaya, estoy seguro de que la envié, pero te mandaré una para el espectáculo de Nueva York, que será en noviembre (el mejor mes), y tengo una instalación que estoy intentando preparar para Venecia, ya sabes, la Bienal.

– ¿Más crines? -preguntó Willie-. El otro día vi varios caballos casi sin pelo y me acordé de ti.

– No -replicó Pratt-Smythe sin esbozar el más mínimo atisbo de una sonrisa-. Ahora uso polvo. Llevo meses acumulándolo. Lo mezclo con mi saliva y lo extiendo siguiendo formas biomórficas. -Se tocó las uñas sucias, con expresión de aburrimiento, y preguntó-: ¿Y tú?

– También iré -respondió Willie-, a Venecia. Llevaré una aspiradora gigantesca, la pondré en medio, la dejaré encendida todo el día, veré lo que aspira y lo expondré como mi arte. Eh, a lo mejor será tu polvo.

Durante unas milésimas de segundo, Pratt-Smythe pareció alarmarse y luego separó levemente los labios para esbozar una sonrisita.

– Oh, ya lo pillo. Me estás tomando el pelo. Muy bueno, tío.

– Claro. -Willie le devolvió la sonrisa-. Tío.

– Así que supongo que estarás, esto, exponiendo… ¿qué? ¿Cuadros? -dijo Pratt-Smythe como si no sólo estuviera hablando de la más baja expresión del arte, sino de la más ínfima de las expresiones humanas.

– Sí -replicó Willie-. Expondré «cuadros», unos treinta, en una muestra unipersonal en el Museo de Arte Contemporáneo este verano.

Willie se volvió y dejó al otro artista en la esquina entre las calles Prince y Greene, a la caza de alguien al que largarle su curriculum.

Willie se colgó al hombro la chaqueta de cuero mientras avanzaba entre el tráfico de doble sentido de Houston, pasando por Great Jones Street, de camino al East Village. Giró en la Sexta, donde al menos una docena de restaurantes indios arrojaba al cálido aire el aroma a curry y comino, y luego recorrió sin prisas medio bloque más hasta la sórdida casa de tres pisos de Elena.

En la puerta principal había una nota garabateada y sujeta con cinta adhesiva:


SUBASTAS INTACOM


– Oh, excelente. -Willie negó con la cabeza.

Pensó que Elena tenía que largarse de allí, que el renacimiento del East Village ya era agua pasada. Empujó la vieja puerta de madera y ésta se abrió con un crujido.

Dentro olía a húmedo y rancio, como si, para no perder la costumbre, no hubieran recogido la basura. La tenue luz amarilla de una bombilla iluminaba el vestíbulo.

En el rellano del segundo piso el olor era más intenso; al final de la escalera era completamente acre. Willie llamó a la puerta.

– ¿Elena? ¿Estás ahí?


Kate bloqueó el volante con un dispositivo antirrobo. Richard se enfadaría si supiese que ella aparcaba el coche en la calle, en el East Village, nada menos. Pero para Kate un coche era un coche, y sólo tardaría unos minutos, recogería a los chicos, luego iría a buscar a Richard al Bowery Bar y dejaría el coche en un aparcamiento seguro.

Comenzó a subir las escaleras con paso resuelto, como siempre, pensando en la noche que se avecinaba y en su encuentro con Liz en el Four Seasons.

Y entonces le llegó ese olor…

De repente, le invadieron imágenes que habían permanecido latentes durante una década:

Un vagabundo hallado bajo varias cajas de cartón mohosas.

Un suicida que la joven agente McKinnon había descubierto ahorcado de la viga de un ático dos semanas después de que la sábana anudada le hubiera cortado la respiración y el riego sanguíneo.

Levantar los tablones del suelo del sótano del apartamento de aquel joven de aspecto tan inocente y descubrir los dos cadáveres en avanzado estado de descomposición.

Comenzó a subir los escalones de dos en dos, tropezando con los tacones, la escalera se tornó borrosa, el ominoso olor se intensificaba y embotaba los otros sentidos: no oía nada, no sintió el rasguño en la mano cuando tropezó con el último escalón del segundo rellano ni tampoco vio la sangre que le brotaba de la palma y le corría por los nudillos. Pero al final del rellano del tercer piso vio a Willie con claridad, desplomado contra la pared y la cabeza caída hacia el pecho.

Arañándose las rodillas en el sucio suelo de madera, Kate le colocó una mano bajo el mentón, le levantó la cabeza, escuchó -«Sí, respira»-, rebuscó en el bolso el Liposan mentolado y lo sostuvo debajo de su nariz.

Willie parpadeó.

– ¡Por Dios… Willie! ¿Estás bien? ¿Qué ha pasado?

Tenía lágrimas en sus ojos verdes.

Kate siguió su línea de visión hasta la puerta abierta del apartamento. Se volvió, lo miró a los ojos y, en ese terrible momento, lo supo.

Se incorporó y dio los pasos necesarios hasta la puerta abierta, luchando contra aquel olor.

El cojín de Marilyn Monroe asomaba por debajo del sofá. «Oh, Dios. Oh, por Dios. Por favor. Por favor. Por favor. Que no sea verdad», pensó. Kate se cubrió la nariz con el brazo, se apoyó en una pared, se volvió y vio los oscuros regueros verticales y las manchas de sangre en la otra pared, e intentó despegar los pies de la sustancia viscosa que había en el suelo al tiempo que intentaba ubicar la pierna retorcida que sobresalía por entre el fregadero y la nevera. Y entonces vio el rostro de Elena. El hermoso rostro de Elena… o lo que quedaba de él.

Kate se volvió rápidamente, mareada, con el corazón latiéndole con fuerza; el olor a muerte era tan intenso que le quitaba el oxígeno de los pulmones. «No. No. No.» Cerró los ojos por completo. Las imágenes del crimen la acosaban. Pero no. No pensaba mirar, no quería confirmar lo que había visto. «Oh, por Dios. No es verdad. Ahora salvo a los niños, no los pierdo.» Se sentía pegada a la pared y le parecía imposible poner un pie delante del otro.

Había llegado demasiado tarde. Otra vez.

Sintió oleadas de impotencia y desesperación en su interior, y varias explosiones, como pequeños petardos, por todo el cuerpo: en los dedos de los pies y de las manos, en los brazos, piernas y torso. Tuvo la sensación de que todos los órganos hacían implosión y explotaban a la vez. Durante unos instantes, creyó que moriría. «Sí, déjame morir.» Avemarias, fragmentos del padrenuestro y de la misa dominical en latín que pensaba que no se sabía resonaron en su interior.

Se secó las lágrimas de las mejillas y abrió los ojos.

Lo único que estaba fuera de lugar era ese cojín estridente en el suelo de madera. Todo estaba limpio y ordenado. Como si no hubiera ocurrido nada en absoluto. Ni una gota de sangre en el suelo del salón ni en las paredes.

En el dormitorio… ¿cómo había llegado hasta allí? No recordaba haberse movido. La colcha de retales estaba doblada al pie de la cama. Sobre la misma había una de las primeras obras de Willie, un pequeño montaje que había hecho a partir del recorte de una página de la música manuscrita de Elena. Había reagrupado las notas, las había pegado y lacrado sobre fragmentos de metal y madera, y luego las había vidriado de forma que pudieran identificarse. Era tan hermoso que Kate rompió a llorar de nuevo, y sintió que el corazón se le hacía añicos. Tragó saliva, apartó la mirada y se percató de que la reja de la pequeña ventana del dormitorio estaba cerrada con llave e intacta.

En la entrada del salón vaciló, y rezó. Quizás ese Dios feroz e inflexible, con el que había crecido, realizaría uno de esos milagros y el cadáver no sería el de Elena.

Pero no. Una vez más, le falló. Porque incluso con el cuerpo hinchado por los gases reconoció el rostro de Elena.

«Dios mío. ¿Cuántas puñaladas son necesarias para matar a una chica?»

Kate intentó sobreponerse a la sensación de náusea que se apoderaba de ella, intentó contarlas pero no pudo; la ropa rasgada de Elena estaba tan empapada de sangre que parecía una única herida enorme.

Siguió con la mirada los regueros verticales de sangre que había en la pared hasta el suelo, donde Elena se había derrumbado y muerto desangrada.

«Sólo un cuerpo.» «Sólo un cuerpo.» «Sólo un cuerpo.» Kate repetía el mantra para olvidar lo que le había pasado a Elena, su niñita. «Sólo un cuerpo. Sólo un cuerpo. Sólo un cuerpo.» Y también en voz alta: «Sólo un cuerpo…», mientras salía del apartamento, intentando no tocar nada, casi sin respirar.


Willie continuó sentado en la entrada mientras Kate terminaba de hablar con la policía por teléfono. La visión que había tenido antes -el brazo agitándose, un grito-, ¿tenía que ver con todo esto? Se estremeció, se frotó los ojos con el brazo de la chaqueta de cuero y entonces le llegó una ráfaga de algo agrio.

– No hay nada que borre ese olor -dijo Kate en un tono tan monótono que le sorprendió. ¿Cuándo había ocurrido… la transformación a su antiguo yo, la poli que nunca había querido volver a ser? A juzgar por la expresión de Willie, se dio cuenta de que lo estaba asustando.

Pero ya había tomado la decisión. Ya no había vuelta atrás. No si pensaba hacer algo al respecto. Y ese acto tan horrendo no quedaría impune. Ni hablar.

– ¿Estás seguro de que no has tocado nada?

– Ya te he dicho que creo que no.

– No creas, Willie. Tienes que saberlo.

– Pues no lo sé, ¿vale? No he estado mucho tiempo dentro. ¡No lo sé! Mierda. Mierda. ¡Mierda! -Golpeó la pared de ladrillos con la mano. Las lágrimas le corrían por las mejillas.

De acuerdo, Kate se arriesgaría a mostrarse humana. Rodeó los hombros de Willie con el brazo y… ¡bum! Ya estaba: las manos le temblaban y el mentón también; un minuto más y sería una puta gelatina. Se apartó rápidamente.

– ¡Joder! -Respiró hondo e intentó pensar qué haría a continuación. Cualquier cosa que la mantuviese con vida-. Debe de haber alguien que haya visto algo. No te muevas.

En el apartamento del primer piso volvió el anillo de diamantes hacia la palma y llamó a la puerta con el puño. No respondió nadie. Al final del pasillo, detrás de la puerta del apartamento trasero, oyó a alguien arrastrando los pies lentamente, luego parte del rostro de una anciana de unos ochenta años, quizá mayor, apareció en los cinco centímetros que separaban la puerta de la cadenita del cerrojo.

– ¿Qué? ¿Qué pasa? -Una voz ronca con un marcado acento de Europa del Este.

A lo lejos se oyeron unas sirenas.

– Ha habido un… accidente -dijo Kate-. Tengo que hablar con usted.

– ¿Policía?

– No, soy… soy una amiga.

Las sirenas ya se oían en el exterior del edificio. ¿Qué tenía que hacer? ¿Sonsacarle información a la anciana o salir y proteger a Willie? La anciana tomó la decisión por ella al cerrar de un portazo. Fuera lo que fuese lo que iba a decir era asunto de la policía.

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