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– Primero lo tenéis y luego no -dijo Clare Tapell-. ¡La prensa está haciendo su agosto con esto, Randy! El alcalde recibe veinte llamadas al día de los peces gordos del mundo del arte que le echan en cara la inseguridad y la ineptitud del cuerpo de policía… y él me llama a mí. -Tapell respiró hondo.

Ya era bastante malo saber que la jefa del departamento no lo tragaba, pero que le regañara delante de su brigada y de otra media docena de detectives de Homicidios era demasiado para Randy Mead.

– Yo no puedo hacer nada si un periodista que va a la escena del crimen levanta la liebre… -Negó con la cabeza, chasqueó la lengua-. Si McKinnon no la hubiera cagado…

Kate ni siquiera rechistó. Siguió contemplando el periódico que tenía sobre las rodillas, no iba a molestarse en responder, o disparar, a un hombre que se estaba ahogando. Pasó una página haciendo ruido.

– McKinnon perseguía a un sospechoso -dijo Brown.

Tapell siguió ensañándose con Mead.

– Tenías que haberte puesto en contacto con Operaciones, Randy. Que hubiera venido un equipo especializado.

– No había tiempo -se quejó Mead.

– Siempre hay tiempo. -Tapell lo miró con indignación. Cruzó los brazos encima de la mesa de reuniones, exhaló un largo suspiro-. Bueno, para empezar.

Control de daños. Ya he dado una rueda de prensa, por lo que no hace falta que ninguno de los presentes, nadie del departamento de policía, diga una sola palabra a la prensa. -Lanzó Una mirada a los agentes-. ¿Entendido? Para continuar, si el artista de la muerte realiza algún movimiento, un ataque de hipo, quiero saberlo. ¿Entendido?

– En cuanto se ponga en contacto conmigo -manifestó Kate-. Pero Randy tiene razón. No había tiempo suficiente.

Mead movió la cabeza en dirección a Kate, la pajarita casi lo estrangulaba, boquiabierto por la sorpresa al ver que ella le defendía.

– El forense dice que Amanda Lowe llevaba muerta menos de una hora cuando encontramos el cadáver -declaró Brown-. Estuvimos muy cerca.

– El «cerca» no cuenta, ¿verdad, detective Brown? -Tapell consultó la hora-. Mitch Freeman del FBI se reunirá con nosotros enseguida. Es un psiquiatra criminalista. Ha repasado los informes y las fotos de las escenas de los crímenes y nos dará su opinión.

– Ya conocemos las manías del tío -dijo Mead.

– Bueno, no nos queda otra opción, Randy. Lo volverás a escuchar todo otra vez.

– ¿Van a asumir el caso? -preguntó Slattery.

– Tenemos que enviar todas las pruebas, viejas y nuevas, a Quantico, mantener al FBI informado día a día y debemos escuchar su opinión -explicó Tapell-. Es lo único que sé ahora mismo.


– He oído hablar mucho de usted -dijo Mitch Freeman cuando le tendió la mano a Kate.

– Ya me lo imagino -dijo Kate.

Freeman debía de tener unos cuarenta y cinco años, el pelo rubio ceniza, las facciones duras. Nada parecido a lo que Kate había imaginado. No llevaba el pelo cortado al uno. Ni traje. Ni adoptaba ninguna pose.

Freeman tomó asiento entre Kate y Brown y esparció sus papeles sobre la mesa.

– Les contaré cómo he hecho su perfil -declaró mientras se ponía las gafas de montura al aire para leer-. Organizado, obviamente. Inteligente, también obvio. No parece perder el control… o todavía no lo ha perdido. Pero podría, ya que los intervalos entre los crímenes disminuyen, o si cree que se están acercando a él.

– Pero parece que le gusta tenernos cerca -manifestó Brown-. ¿Por qué si no está en contacto con McKinnon?

– A algunos tipos de éstos les entusiasma el contacto, les gusta coquetear con la idea de que los van a pillar, porque la publicidad les resulta enormemente excitante. -Freeman se quitó las gafas, se frotó los ojos-. Los criminales inteligentes como su hombre tienden a ser no sólo elocuentes y extrovertidos, sino también sumamente narcisistas. Les gusta llamar la atención.

– ¿Podría estar llevando una doble vida? -preguntó Kate.

– Sin lugar a dudas. Yo diría que dispone de un piso franco desde donde actúa. -Freeman se frotó la mandíbula con la mano-. Al final estos tipos empiezan a fallar. Los organizados acaban por volverse desorganizados. Entonces es cuando la cagan y los pillan.

– ¿Cuánto tardará en ocurrir? -preguntó Tapell.

– No hay forma de saberlo. -Freeman volvió a ponerse las gafas, observó las fotografías de la escena del crimen más reciente, el de Amanda Lowe-. Por desgracia, aquí no parece haber empezado a fallar. De hecho, cada vez es todo más elaborado.

– Disculpe, doctor Freeman. -Kate le colocó una mano sobre el brazo-. Creo que quizá se esté confundiendo en un aspecto.

– Déjele hablar, McKinnon. -Ése fue el comentario de Mead, que no había emitido un solo sonido, aparte de aspirar aire entre los dientes, desde que el psiquiatra de Quantico había aparecido.

– No, por favor… -dijo Freeman.

– Bueno, creo que la complejidad tiene que ver con el arte que el asesino intenta crear, o copiar. Su siguiente «obra» podría ser muy sencilla. Creo que depende totalmente del arte al que hace referencia.

– Entiendo. Por supuesto. -Freeman asintió.

Kate se recogió el pelo detrás de las orejas.

– Estoy absolutamente de acuerdo en que es inteligente y organizado. Pero en vez de considerarlo un psicótico normal y corriente, ¿qué le parece estudiarlo como una personalidad artística?

– Continúe -instó Freeman.

– Los artistas -dijo Kate- son vanidosos pero inseguros. Quieren atención, como dijo usted, pero se ocultan tras sus obras. Les gusta estar solos, pero quieren que el mundo se fije en su obra. Los artistas viven para su trabajo -explicó-. Quizá podamos averiguar ciertas cosas de este tipo a partir de su obra, de su (perdón) su arte.

– ¿Cómo? -preguntó Freeman, mirándola fijamente.

– Bueno, yo diría que tiene una mirada bastante clásica. La muerte de Marat y el cuadro de Tiziano son obras muy clásicas. Incluso el Kienholz, que parece raro, es una pieza muy estructurada, clásica. Además, escoge arte verdadero. No cualquier cosa. Por eso creo que es serio e inteligente. Aunque eso no significa necesariamente que tenga estudios artísticos. Podría ser autodidacta. Si es así, ha tenido acceso a una biblioteca de arte, o a libros de arte, por lo menos. No creo que pueda guardar todos esos detalles artísticos en la cabeza.

Freeman se cruzó de brazos y se recostó en el asiento.

– Interesante.

– Ha mencionado que el intervalo entre los crímenes disminuye -dijo Kate-. ¿Siempre ocurre así?

– Es lo más habitual -respondió Freeman-. Lo único que enlentece a estos tipos, o los detiene, es la muerte. La suya propia.

– ¿Por qué sigue poniéndose en contacto con McKinnon? -preguntó Tapell.

– Obsesión -contestó Freeman-. Una emoción muy fuerte. -Se volvió hacia Kate-. ¿Se le ocurre algún motivo por el que este tipo se haya centrado en usted?

– Le he dado vueltas y más vueltas al asunto -reconoció Kate-. ¿Mi libro? ¿Mi programa de la tele? A lo mejor para él soy la gran experta. Quizá desee mi aprobación o…

– Mejor que vaya con cuidado -dijo Freeman-. Esos tipos tienen la costumbre de cambiar de opinión sobre quién y qué les gusta. Está claramente obsesionado con usted pero… -Negó con la cabeza.

– ¿Qué?

– Pues no quiero asustarla, pero esos tipos casi siempre confunden el amor con el odio. En última instancia quieren… matar al objeto de su amor.

– Exactamente lo que dijo mi amiga del FBI.

– ¿Liz Jacobs?

– ¿La conoce?

– No. Pero sé que está en la ciudad y que ustedes dos trabajaron juntas.

– No se les pasa una ¿no? -dijo Kate. Añadió una sonrisa.

– Intentamos que así sea -dijo Freeman, quien le devolvió la sonrisa, aunque de modo fugaz-. Mire, siento confirmar lo que le dijo su amiga.

– Tenemos a un hombre apostado en casa de McKinnon -dijo Mead.

– Buena idea -convino Freeman-. Pero tiene que estar muy alerta, McKinnon. Y me refiero constantemente.

– En el fondo espero que disfrute lo suficiente manipulándome y jugando conmigo como para no arruinarlo matándome.

– Podría ser -dijo Freeman-. Pero se acabará cansando del juego.

– Ha cambiado las reglas -dijo Kate-. Ahora nos proporciona las pistas artísticas antes de dar el golpe. Así que necesita mi presencia para que intente descifrarlas.

– Eso es bueno -dijo Freeman-. Pero no es ninguna garantía.

– ¿Y si le ponemos un guardaespaldas a Kate? -preguntó Tapell.

– Podría ahuyentarle -dijo Freeman.

– Y lo necesitamos cerca -dijo Kate.

– La mantendremos bajo vigilancia -dijo Mead-. Mientras tanto, estamos registrando centímetro a centímetro la última escena del crimen. -Le pasó el informe a Freeman-. Esto está recién sacado del horno, son preliminares. Quizá no las haya visto.

– ¿Tienes a la unidad de Intervención preparada, Randy? -preguntó Tapell.

– Sí. -Mead asintió-. Y he pedido otra docena de detectives de General.

Freeman se levantó de la silla.

– Entregaré mi informe al FBI, comisaria Tapell. Estarán en contacto. -Se volvió hacia Kate-. Tenga cuidado -dijo-. Lo digo en serio.


La última vez le había ido por los pelos. Demasiado justo. Media hora antes y la poli le habría pillado y lo habría fastidiado todo.

«Pero lo conseguiste.» La verdad es que cuesta creer que nadie la oyó gritar, la droga le hizo menos efecto del esperado. Había supuesto que una mujer como aquélla, presuntamente interesada en el arte, le habría dejado hacer su obra en paz. Pero no. Una cuchillada en la barriga y se pone a gritar como un cerdo degollado. Menos mal que vivía sola en ese sitio y que le colocó la pecera para cerrarle la boca. Así no había hablado más.

– Pero lo he conseguido -dice en voz alta-. ¿Verdad? Me refiero a que… era hermoso.

Clava con chinchetas las últimas fotografías en la pared húmeda y porosa formando una hilera torcida.

– Mira esto, ¿quieres? He hecho un gran trabajo. Mira. Mira. -Se arranca los auriculares-. Haz el favor de mirar, tío. Cómo tiene los ojos abiertos, cómo le he drapeado el vestido, le he quitado los zapatos. Igual que el puto Keinholz. No. Mejor. Mi obra es más… -Busca la palabra adecuada-. Viva.

Pero ahora la única respuesta es el arrullo de las palomas que vuelan, las olas que lamen la orilla del río. ¿Le dio demasiada información? Joder, ahí está la gracia. Por supuesto que sabía que ella lo averiguaría. Pero no tan pronto.

«Precaución.»

– No te preocupes. Te oigo. Voy a añadir algo para que la próxima vez vaya más lenta.

«¿Como qué?»

– Como cambiar el emplazamiento.

«No está mal.» Dios mío. ¿Era un cumplido? Ni se lo cree. Por ahora le embarga la sensación más exquisita de… ¿es posible?… aprobación.

Ha pensado mucho sobre su siguiente obra, quiere que sea verdaderamente sutil, desafiante, para ellos dos. Y esta vez va a dedicarse a algo realmente fantástico. Está cansado de los solos. Va a ser un dúo.

Su problema principal es la espera. Necesita desaparecer durante un tiempo, aunque sólo sean unos días, para que se pregunten dónde se ha metido.

Pero ¿cómo satisfacer sus necesidades? Ya siente ese anhelo, la necesidad profunda y casi acuciante. ¿Funcionará si no hay público? En los viejos tiempos funcionaba. Por supuesto eso fue hace mucho tiempo. Era una persona totalmente distinta. Ahora esperan mucho de él. Al fin y al cabo es el artista de la muerte. Y no puede, ni piensa decepcionarlos.

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