El centro neurálgico del mundo ya no estaba en el SoHo, sino en Chelsea; una franja de terreno baldío limitada por el río Hudson por un lado y la Décima Avenida por el otro, que se extendía desde Hell's Kitchen hasta el mercado de la carne de la calle Catorce. Los viejos almacenes, concesionarios de automóviles y garajes habían cedido terreno a galerías de arte enormes, tiendas de ropa de diseño y los nuevos restaurantes más a la última. La transformación, que todavía seguía, se propagaba más deprisa que los hongos en la selva. Dejando de lado la ausencia total de transporte público (de todos modos los habituales del mundo del arte tenían debilidad por los taxis y los chóferes privados), aquí había calles amplias y vistas de postal del río Hudson, aunque persistían ciertos problemas. Fuera de las horas punta, muchas de las calles entre la 20 y la 30 Oeste estaban tan desoladas que daban la impresión de encontrarse en tierra de nadie. Luego estaba el olor. Colonia del mercado de la carne: un buqué especialmente nocivo que se adhería a la garganta, lo cual hacía difícil tragar sin vomitar. Pero daba igual. En uno o dos años esas calles solitarias estarían repletas de tiendas de ropa y calzado, locales de decoración, bares de copas, y cada vez más restaurantes; y los carniceros al por mayor, incapaces de pagar los alquileres desorbitados que las grandes galerías de arte pueden pagar, trasladarían las reses a Long Island City o Secaucus. Y luego, transcurrida otra década, cuando las calles estuvieran tan atiborradas de tiendas y turistas que la gente dejara de mirar el arte, bueno, pues el mundo del arte se limitaría a trasladarse.
A Willie no le apetecía ir a una inauguración. Pero su marchante de arte, Amanda Lowe, le había insistido en que fuera y le había recordado que, teniendo en cuenta todas las exposiciones que tenía programadas, estaba obligado a «hacer acto de presencia», para promocionar su propia obra.
Antes de que Willie se convirtiera en artista, creía que ése era el trabajo de ella, que su única misión era crear. ¡Qué equivocado estaba!
De todos modos, los últimos dos días había empezado a sentir que en su estudio le faltaba espacio, el olor a aguarrás le agobiaba.
La Galería Amanda Lowe, al final de la calle 13 Oeste, era un antiguo concesionario de automóviles que se había transformado recientemente en la personificación de lo más chic del nuevo milenio. Tenía una fachada de cristal verde, paredes blancas de cuatro metros y medio, y suelos de cemento gris sin pulir, suficientemente rugosos para despellejarle las rodillas a uno mientras se veneran los pies de los últimos dioses del arte. Hacía menos de un año, esa zona en concreto era la preferida de los travestidos afroamericanos y, si bien quedaban unos cuantos de estos hombres trabajadores vestidos con minifalda y con peluca, habían disminuido considerablemente desde que el mundo del arte había invadido la zona.
La galería de Amanda Lowe, la galería de Willie, era el lugar elegido por quienes marcaban las tendencias del mundo del arte. Allí se codeaban con unas cuantas estrellas del mundillo cuyo brillo todavía no se había extinguido, se empujaban para abrirse un hueco entre los que acababan de llegar y se guardaban las espaldas ante los ansiosos por brillar.
A una manzana de distancia Willie atisbo la multitud que salía hasta la calle. Le entraron ganas de girar sobre los talones de sus Doc Martens y echar a correr hasta la seguridad que le proporcionaba su estudio.
Pero no, era un profesional, o estaba aprendiendo a serlo, y era capaz de enfrentarse a eso aunque no lo hiciera de corazón. Respiró hondo, se puso derecho, saludó rápidamente a varias personas y se abrió camino entre el gentío del exterior.
El interior de la galería estaba abarrotado de corrillos de gente que intercambiaba comentarios sobre arte, sin perder de vista al resto de invitados, siempre buscando a alguien más importante.
Mientras Willie se abría paso entre la muchedumbre, escuchó fragmentos de conversaciones; varias personas hablaban del artista de la muerte.
– Te digo -declaró una mujer de unos treinta años toda ataviada de cuero negro con unos brazos musculosos y tatuados de la muñeca al codo como si llevara unos guantes de Pucci-, que a mí me pone los pelos de punta, joder. Me refiero a que, joder, no me siento segura en mi estudio.
– Ya te entiendo -dijo el hombre de unos cincuenta años que llevaba la nariz atravesada con una barra y la cabeza rapada-. Yo también estoy asustado, joder. Anoche tuve que tomarme un puñado de metacualonas para dormir, joder.
– ¡Willie! -Schuyler Mills se abrió paso entre la gente y le colocó un brazo sobre el hombro-. ¿Has empezado a divertirte?
– Si no recuerdo mal, fuiste tú, Sky, quien me enseñó que esto era trabajo, no diversión.
El conservador del Museo de Arte Contemporáneo le dio una palmada a Willie en la espalda.
– Buen chico. ¿Ves adónde te han llevado mis lecciones? Eres, y siempre serás, mi discípulo preferido. -Le dio a Willie un apretón paternal en el brazo y luego dedicó una sonrisa eléctrica a alguien que estaba más allá del hombro de Willie-. ¡Ah! ¡La reina de la noche!
Amanda Lowe rozó la mejilla de Schuyler y le dio un beso al aire. Era una mujer extremadamente delgada con un vestido negro muy ajustado de Azzedine Alaïa, lástima que hubiera poco que ajustar porque los huesos de la cadera y de los hombros amenazaban con rasgar la tela. El pelo teñido de color berenjena, muy desfilado hasta el lóbulo de las orejas (en una de las cuales lucía un pendiente tan grande que le rozaba el hombro), le formaba un casco austero alrededor del rostro sorprendentemente blanco. Las cejas eran como comas negras, los ojos perfilados con un kohl oscuro, la boca una hendidura roja. El efecto global era una especie de mezcla entre una máscara de kabuki y un cadáver.
Hizo un amago de beso a Willie, lo tomó con una mano, a Schuyler con la otra y guió al artista y al conservador -mientras el gentío se abría como el mar Rojo para dejarles paso- para que inspeccionaran más de cerca la exposición.
– Artista de la muerte, artista de la muerte. Esta noche no oigo hablar de otro tema. Este artista de la muerte me mata.
– ¿Eso es un juego de palabras? -preguntó Willie.
Schuyler se echó a reír.
– Bueno, tienes que reconocer que este artista de la muerte es creativo. Y seguro que se le recordará.
Amanda lo miró sin comprender.
– Olvidémonos de él y centrémonos en el arte, ¿de acuerdo? -Dedicó a Willie y a Schuyler algo parecido a una sonrisa: la hendidura roja se abrió y cerró como la boca de un tiburón-. Creo que la NEA le hizo un gran favor a Martina -comentó refiriéndose a la muy comentada revocación por obscenidad de las subvenciones que la National Endowment for the Arts concedió a varios artistas hacía varios años-. La liberó, la obligó a simplificar. ¿Quién necesita material artístico caro? -La marchante de arte hizo un gesto en dirección a los dibujos-. ¿Acaso podrían ser más básicos? -preguntó al tiempo que señalaba los dibujos creados por la artista con su propio flujo menstrual sobre papel de prensa rugoso.
– Oh… ¿no hay cabezas de vaca, tiburones muertos ni Vírgenes manchadas con excrementos de elefantes? Qué decepción -dijo Schuyler Mills.
Amanda Lowe señaló a la artista.
Martina, que llevaba unas botas negras gruesas, vaqueros negros rotos y una cazadora negra de motorista, se dirigió hacia ellos pisando fuerte, como un boxeador profesional entrando en el ring.
A Mills le brillaron los ojos con picardía.
– Dime. ¿Recoges el flujo menstrual en una botella para utilizarlo más adelante o… -se pasó la mano por la entrepierna y luego la levantó y la movió como si fuera un pincel- trabajas directamente de la fuente?
– Directamente -dijo Martina al tiempo que se toqueteaba el aro que llevaba en la nariz-. No tendría sentido de ninguna otra manera. Mira. Si empiezas en un extremo de la galería y sigues los dibujos, lo entenderás. Los dibujos reproducen mi flujo. ¿Lo ves? Al comienzo los dibujos son verdaderamente intensos y densos, luego se van apagando. Al final ya casi no queda nada.
– Ahhh… -dijo Mills-. El efecto de gotas que se escurren.
Willie se habría echado a reír si no le hubiera llamado la atención la aparición de Charlaine Kent, directora del Museo de la Otredad, que asomó la cabeza entre Martina y Schuyler.
– Lo que me parece fabuloso -dijo, como si hubiera participado en la conversación desde el comienzo- es que los primeros dibujos son duros y viscerales, mientras que los últimos son efímeros, casi… conmovedores. Caminan en la cuerda floja entre la amenaza y la seducción, ¿no os parece? -Dirigió la pregunta a Willie, sus largas pestañas negras le sombreaban los ojos, toqueteaba un crucifijo enorme que llevaba en el escote sobre el bustier elástico de color rosa.
Willie sonrió admirando las curvas carnosas y oscuras de los pechos de Charlaine, el pelo muy corto y rizado teñido de un sorprendente color platino, el pintalabios carmesí que acentuaba sus labios sensuales.
– Ya nos conocemos. Charlaine Kent. Pero todos me llaman Charlie. -Le tendió la mano-. Soy una gran admiradora de tu obra.
Las palabras que todo artista anhela oír. Willie le estrechó la mano y le dedicó su mejor sonrisa.
Charlie se humedeció los labios carmesí con la lengua.
Pero la situación quedó interrumpida cuando Raphael Perez consiguió pasar el brazo por el hombro de Willie, y lo apartó de Schuyler Mills y Charlie Kent. Daba la impresión de que Charlie deseaba clavar uno de sus tacones de aguja en los delicados mocasines de cocodrilo que llevaba Perez.
Willie, que no quería ofender a ninguno de los tres miembros de la plana mayor del mundo del arte, intentó deshacerse de Perez con la máxima cortesía posible pero, cuando dio un paso atrás, tropezó con Amy Schwartz, directora del Museo de Arte Contemporáneo.
Schuyler Mills se abalanzó sobre su jefa, le colocó un brazo sobre el hombro regordete y le plantó un beso en la mejilla.
Inmediatamente, Raphael Perez trató de congraciarse con Schuyler Mills y Amy Schwartz.
– Amy, realmente tengo que hablar contigo sobre tu dimisión -susurró con complicidad-, sobre la posibilidad…
– Por favor, chicos. No estoy trabajando. -Los ojos de Amy iban de uno a otro de sus conservadores, Mills y Perez-. Os dejo para que charléis. -Esbozó una sonrisa forzada y luego observó los dibujos menstruales de Martina y le susurró a Willie-: ¿Has intentado alguna vez pintar con semen? -Se apartó una buena mata de pelo de la cara con la mano regordeta y llena de anillos.
– Sí -afirmó Willie-, pero después de recogerlo tenía la mano demasiado cansada para sostener el pincel.
Amy se desternilló de risa, tomó a Willie por el brazo y lo apartó del gentío.
– Dios mío, esos dos, Mills y Perez, se me van a comer viva. Como si el director cobrara un millón al año.
– Lo importante para Schuyler no es el dinero -susurró Willie-. Para él el arte es lo más importante del mundo. Va a conseguir el puesto, ¿no?
– Mira, Willie. -Amy seguía hablando en susurros-. Sé que Sky te ha apoyado mucho y, sí, es un tipo realmente entregado. A veces tan entregado, si quieres que te sea sincera, que me produce escalofríos. Pero no sé quién va a conseguir el puesto. Y aunque lo supiera no te lo diría. Te colocaría en una situación terrible. Olvídalo, ¿de acuerdo? -Amy alzó la vista. Mills y Perez se habían acercado y la estaban mirando-. Oh, cielos -dijo ella.
Pero Charlie Kent también se acercó, le rodeó los hombros con el brazo.
– ¿Tienes cuadros nuevos en tu estudio? -preguntó.
– Sí -dijo Schuyler antes de que Willie tuviera tiempo de abrir la boca-. Pero están todos reservados para mi exposición en el Contemporáneo.
– Bueno, no todos -apuntó Perez-. Está ese cuadro enorme sobre los derechos civiles que no nos interesó.
– ¿Ah, sí? -preguntó Charlie mirando a los conservadores con escarnio-. ¿Y eso por qué?
Perez se pasó los dedos largos por el pelo espeso y oscuro.
– En primer lugar, es demasiado grande. En segundo lugar, el tema me pareció un poco… anticuado.
– ¿Anticuado? -A Charlie Kent le bullían los ojos de indignación-. ¿Me permite que le recuerde, señor Perez, que para los afroamericanos como Willie y yo el movimiento de los derechos civiles no ha terminado, nunca está anticuado? -Agarró a Willie por el brazo y le preguntó seductoramente-: ¿Exactamente cómo es de grande?
– Grande -respondió Willie, sonriéndole con los ojos-. Una obra importante. He cubierto recortes de imágenes de periódicos viejos de las manifestaciones pro derechos civiles con ceniza y cera y las he clavado en un puñado de cruces de madera quemadas.
– Suena fantástico -opinó Charlie. Se llevó a Willie del brazo y lo apartó de los dos conservadores-. ¿Sabes? -le dijo-. Si estás harto de esto -señaló a Perez y Mills, a la gente-, me encantaría ver ese cuadro… ahora, si puede ser.
Willie condujo a Charlie Kent a la calle.
Un grupo que salía en la MTV estaba bastante exaltado, su rap negro fingido con golpeteos salvajes sonaba a todo volumen en el televisor de lo que Willie consideraba su dormitorio: una tarima de madera y el colchón de una cama, un perchero metálico con ruedas en vez de un armario. Los libros y las revistas estaban apilados, desperdigados: libros sobre arte e historia del arte, sobre todo de temática africana, herencia, cultura y arte tradicional negros, que creaban un rastro interrumpido por todo el loft de ciento cuarenta metros cuadrados en dirección al estudio, donde había más pilas que se elevaban como pequeños templos mayas en equilibrio entre los rollos de lienzo, trozos de madera, metal, tela y objetos varios que Willie utilizaba para crear sus obras.
Charlie Kent pisó con cuidado los trozos de madera y las cajas de clavos, esquivó los pequeños hormigueros de serrín y las pilas de libros.
– ¡Qué pasada! -exclamó-. Me encanta cómo lo usas todo para tus obras. Es pura alquimia. -Colocó la chaqueta en una silla, dejó al descubierto el bustier elástico de color rosa, la suave curva de sus pechos, y se sentó en un taburete delante del enorme cuadro sobre los derechos civiles, cruzó las piernas hacia un lado y luego hacia el otro-. Cielos, el cuadro es incluso mejor de lo que imaginaba. Puro genio. Estoy segura de que a los miembros del consejo del Museo de la Otredad les encantará exponerlo, si a ti te parece bien.
– Oh, por supuesto. -Willie se fijó en las piernas bien torneadas de Charlie, en sus muslos firmes-. Está muy bien que te guste tanto el cuadro -dijo-. Porque, ¿sabes?
Es una de mis obras más importantes. -«Al menos ahora.»
– Oh, sí. Es importante. Y no sólo para los afroamericanos. -Sonrió y se humedeció los labios.
«¿Una insinuación?» Willie le devolvió la sonrisa. «¿Estoy interpretando bien sus movimientos?»
Charlie cambió de postura en el taburete… una imagen fugaz del encaje de sus bragas.
«Oh, sí. Claros como el agua.» Se dispuso a actuar. Una mano sobre el muslo, un beso rápido en la boca carnosa y roja.
Mientras Willie la guiaba por entre las pilas de libros y rollos de lienzo para llegar a la cama, Charlie seguía pensando en el cuadro de Willie, en lo mucho que impresionaría al consejo de administración por su astucia para conseguirlo.
Willie se quitó el jersey por la cabeza. Durante una fracción de segundo, todo oscureció y una imagen se le apareció. «El hermoso rostro de Charlie, los ojos abiertos de par en par, su cuello rodeado de un mar rojo, muy rojo.» -Oh.
– ¿Ocurre algo?
Willie parpadeó. La boca de Charlie, que estaba a tan sólo unos centímetros de la suya, sonreía.
– No, nada. -La tumbó con delicadeza en la cama.
Charlie se despojó de la escueta minifalda contoneándose y luego de las bragas de encaje.
– ¿Cuándo podemos recogerlo? -preguntó.
– ¿Qué?
– El cuadro. Para el museo.
– Oh, ya. -Rodó hacia el otro extremo de la cama y tomó su agenda electrónica-. Vamos a ver, lo fotografían el jueves, así que a partir de entonces me va bien.
– Excelente -dijo ella mientras le desabrochaba el botón superior de los vaqueros negros-. Le diré al secretario del museo que te llame para confirmar la recogida.
Willie la silenció introduciéndole la lengua en la boca, luego la sacó.
– Oh, otra cosa. La pieza tiene que estar en la sala delantera del museo, la principal, ya sabes, porque es muy importante… para nosotros dos. -Se quitó los pantalones-. Y que no se exponga nada más al lado, a no ser que quieras enmarcar algunos bocetos para la pieza. Ya sabes, algo para que el público tenga una visión interna de cómo se creó el cuadro. -Le frotó los pezones erectos con la mano.
– Bocetos… Oooohhhh… -Charlie gimió.
– ¿Estás bien?
– Oh, perfectamente, querido, perfectamente. -Otro gemido bajo-. ¿Cuántos hay? Me refiero a los dibujos. -Arqueó la espalda para exhibir mejor los pechos.
Willie le lamió un pezón y luego el otro.
– Una docena, más o menos. Puedes escoger el que quieras. -Levantó la cabeza y le sonrió-. Y, ah, quédate uno para ti.
– ¿Un cuadro para mi museo y un boceto especialmente para mí? Oh, Wil… -Le tomó el rostro entre las manos y le dio un buen beso en la boca. Charlie estaba cada vez más caliente-. Willie -dijo, ansiosa por cerrar el trato-. Ven conmigo a la Bienal de Venecia y conseguiré que el museo corra con los gastos.
«¡Venecia!»
– ¡Oh, nena! -Willie la recostó en la cama, maniobró para situarle la polla entre los muslos e introducirla por la abertura más que húmeda.
Charlie se estaba imaginando el cuadro de Willie en la pared de su museo cuando se corrió. Se preguntó si no sería una buena ocasión para contratar a un agente de relaciones públicas.
Para cuando los temblores físicos se le hubieron pasado había decidido que sí.
En realidad no debería hacerlo. No aquí. ¿Y si entraba alguien?
Pero es tarde. La puerta está cerrada con llave. Se recuesta en el sofá, tiene los ojos clavados en el monitor del vídeo.
¿Cuántas veces ha mirado esto? ¿Treinta veces? ¿Cien veces? Tantas que tiene las imágenes prácticamente grabadas en el cerebro, y eso es lo que quiere. Porque es la última vez y quiere recordarlo, la imagen de ella moviéndose, viva… memorizarla antes de que la destruya. Antes de que la sacrifique.
Ahora la chica ya se ha desvestido, la cámara le lame los pezones, la curva de la cadera, dentro y fuera del cuadro mientras baila al son de una música silenciosa: no hay nada en la banda sonora.
Toma aire, con brusquedad, se introduce las manos en los pantalones, se acaricia por debajo de los calzoncillos.
«Maldita sea. ¿Por qué no mantienen quieta la puta cámara?» Películas Amateur.
En eso acertaron. De todos modos, por ese motivo siempre las ha buscado, por eso colecciona las películas, el material de producción barato, los actores no profesionales que contratan. Es muy real.
Lo único que desea es que el tipo de la cama desaparezca. Quiere verla a ella. Vital. Sexy. No esa puta ansiosa, sólo una lujuria encantadora.
La mano de ella parece reproducir sus movimientos: juguetea con su vello púbico, se masturba, la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados.
«Oh, mierda.» El tío otra vez. La arrastra hasta la cama, la obliga a meter su bonita cabeza entre sus muslos. Siempre ha odiado esta parte, no quiere verla. «Mierda.» Precisamente cuando le faltaba tan poco. Pulsa el botón de avance rápido. No sirve. Ahora están follando. Hacia atrás. Así está mejor. Ahí está ella otra vez, bailando, quitándose la ropa.
Mira durante otro minuto, paralizado, moviendo la mano mientras la chica de la pequeña pantalla baila.
«Aahhh…»
Cuando se acaba todo, se enfunda los guantes, extrae el vídeo del aparato, extrae un buen bucle de cinta del casete y se lo introduce en el bolsillo.
Será un regalo perfecto. El anzuelo perfecto.
Y ella picará. Está absolutamente seguro.