30

La única vez que Kate no iba con prisas y resulta que no había tráfico. Dirigió el coche a un hueco situado al otro lado de la calle del edificio de Damien Trip. Se quedaría sentada un rato, esperaría a Brown y el equipo de técnicos, se obligaría a relajarse. Dejó las llaves en el contacto, puso en marcha el lector de cedés, escuchó a Sade cantándole con voz suave Smooth operator, encendió un pitillo y se recostó en el reposacabezas.

Estaba observando cómo el humo salía por la ventanilla cuando oyó las tres fuertes explosiones seguidas. Disparos. No cabía la menor duda.

Al cabo de un segundo empujó la puerta principal y subió las escaleras a toda velocidad con la pistola desenfundada.

En el rellano de la segunda planta una mujer con un bebé en brazos asomó la cabeza, vio a Kate y se quedó paralizada.

– ¡Métase dentro! ¡Ya! -gritó Kate.

Kate subió despacio el siguiente tramo de escaleras. Los viejos escalones de madera crujían bajo las suelas de crepé. ¿La esperaba alguien? ¿Trip?

Pero la última planta estaba en silencio, la puerta de Trip ligeramente entreabierta. Kate apuntó la pistola por delante de ella, giró siguiendo la puerta.

Damien Trip yacía en el suelo al lado de esa enorme cama y de las luces de los trípodes, incorporado, agarrándose el vientre con las manos.

Trip la miró con los ojos azul cielo empañados por el pánico. Le salía sangre, le brotaba tan rápido por entre los dedos que parecía de mentira.

Kate tiró de la sábana manchada, rasgó una tira larga, hizo un ovillo con ella y la presionó contra el diafragma de Trip. Se quedó empapada en menos de treinta segundos.

Trip abrió la boca para hablar, pero no articuló ni una sola palabra sino que le salió más sangre, borboteándole al pasar por los labios. Consiguió señalar con la cabeza una ventana abierta mientras los ojos le parpadeaban como un personaje de dibujos animados.

Kate echó a correr rápidamente. Miró por la ventana y lo vio: una silueta entrecortada y en movimiento, en la escalera de incendios. Una mirada más que rápida a Trip, quien había caído al suelo con los brazos extendidos mientras la sangre formaba un océano de satén rojo intenso bajo su cuerpo inerte. Era demasiado tarde para ayudarle.

La escalera de incendios crujió, incluso se hundió un poco mientras Kate efectuaba el descenso vertiginoso. Era como el decorado de una película expresionista alemana, todo eran ángulos oblicuos y gris sucio.

Por debajo de ella el hombre saltó desde el último tramo de escalera colgante.

Al cabo de unos segundos, Kate hizo lo mismo. Cayó con fuerza sobre sus talones, rodó hacia atrás, chocó contra el muro de ladrillos y luego salió disparada contra uno de los varios contenedores de basura de acero.

Mierda.

Le saldría un buen morado en el tórax.

Rodeó el edificio a toda velocidad, atisbó una sombra mientras se cerraba de golpe la puerta de un BMW. El motor aceleró y los neumáticos chirriaron.

Pero Kate iba a seguirlo, se metió en el coche y pisó el acelerador al máximo.

«La madre de Dios. Una persecución en coche. Una puñetera persecución en coche.» La última vez que había participado en una tenía… ¿cuántos, veintiocho? Pero le había subido la adrenalina otra vez, con la misma rapidez que la gasolina entraba en el motor, los pensamientos le bailaban de un lado a otro en la cabeza. «Trip. Muerto a tiros. ¿Pero quién? ¿Por qué?»

La aguja marcaba casi cien por hora. La franja de edificios pasó volando, borrosos como las escenas que se ven desde la ventanilla de un tren. Se oía el estruendo de las bocinas, los peatones corrían a refugiarse en la seguridad de los bordillos.

Por delante de ella, el BMW se pasó cinco semáforos en rojo seguidos y Kate hizo otro tanto. A su alrededor, los conductores pisaban el freno, los coches se subían a las aceras y chocaban entre sí.

Quizás había pasado más de una década desde que condujera un coche a toda velocidad, pero Kate McKinnon había sido la princesa de las carreras de dragsters en Astoria, Queens. Nadie le hizo sombra; ni Johnny Bertinelli con su Chevy II trucado, ni Timmy O'Brien con el Grand Prix de ocho cilindros de su padre. Kate los había dejado a todos en la cuneta, niños mimados con la cola entre las piernas.

Kate se las ingenió para pedir refuerzos manejando el volante con una mano.

– Damien Trip está muerto -dijo antes de dar su dirección.

– Brown acaba de llegar al lugar del crimen -dijo el agente de recepción-. Acaba de llamar.

– Estoy persiguiendo al agresor. Acabo de pasar por la calle Dieciocho en Park Avenue South, en dirección norte. Los primeros tres dígitos de la matrícula son DJW. Es David John West. -Cortó.

El BMW subió a toda velocidad por la calle Veintitrés, hizo chirriar las ruedas al girar bruscamente a la izquierda y Kate lo siguió. Se dirigían a toda prisa hacia el West Side, como una bala por entre los coches, camiones, taxis y guardias urbanos que gesticulaban como muñecas mecánicas enloquecidas. Se situó a la altura del coche durante una milésima de segundo e intentó echarle un vistazo al conductor, pero lo vio todo borroso.

En la intersección de la Novena Avenida con la Veintitrés, el BMW quedó atrapado entre un autobús y un taxi, pero Kate también estaba encajonada. Desde algún punto de detrás, las sirenas se oían cada vez más cerca.

Primero el BMW y luego Kate consiguieron salir haciendo zigzag. En un momento volvieron a ganar velocidad, los dos coches en su propia película en modo de avance rápido, sin sintonizar con un mundo que avanzaba a un ritmo normal. El BMW iba media manzana por delante, cerca ya de los muelles y el nuevo complejo deportivo de Chelsea, una intersección en la que la autovía del West Side se fundía con el tráfico de la ciudad, donde confluían cuatro o cinco carreteras.

Kate levantó un poco el pie. Ya era suyo. No tenía escapatoria en aquel cruce.

En aquel momento las sirenas estaban detrás de ella, las luces le centelleaban en el retrovisor.

Pero el BMW no redujo la marcha; prácticamente voló por la intersección.

«Dios mío. ¿Adónde va?»

Enmarcado por el parabrisas, Kate vio que el BMW viraba a la izquierda con tanta rapidez que el lado derecho se levantó del suelo antes de enderezarse y poner rumbo hacia el oeste a toda velocidad.

El chirrido de los frenos y el rechinar de neumáticos igualaba la estridencia de las sirenas de la policía, cuando todos los vehículos se detuvieron en seco.

Todos excepto el autobús turístico que, tras dejar a los visitantes preparados para dar un tranquilo paseo por la orilla del río, salió de la zona de estacionamiento de los muelles de Chelsea, ajeno a la bala plateada que se precipitaba hacia él a una velocidad suicida.

Demasiado tarde.

El BMW se dobló como un acordeón, la mitad delantera desapareció como si el autobús hubiera abierto sus fauces hambrientas y lo hubiera engullido.

El estruendo fue como el de una gran orquesta sinfónica compuesta totalmente de platillos y tambores con un extraño coro de contraltos que gemían.


Los coches de bomberos obstruían el paso de la calle Veintitrés desde la Décima Avenida hasta el río Hudson. Más de una docena de coches de policía bloqueaba la zona, con las luces encendidas; los agentes, en el exterior de los vehículos, formaban un círculo: rígidos soldaditos de juguete que mantenían alejados a los ávidos de emociones y mirones. Aparecieron dos ambulancias con unas sirenas ensordecedoras. Un par de furgonetas de las cadenas de informativos locales habían conseguido abrirse camino y aparcaron en batería en la acera. Los bomberos apuntaban la manguera al autobús destrozado, del cual subía un vapor comparable al de un géiser. Otro grupo de bomberos abría el BMW con una motosierra. Entre tanto, Kate se había reunido con Floyd Brown.

– Trip está muerto -dijo él con un movimiento de cabeza-. Pero es obvio que ya lo sabes.

Kate asintió, aunque en realidad no le estaba escuchando. Se había girado para ver cómo los bomberos arrancaban la puerta arrugada del BMW y el personal sanitario intentaba extraer el enorme cuerpo de Darton Washington de entre el amasijo de metal humeante y retorcido. Le hicieron una seña para que se acercara.

Kate colocó la mano sobre Washington. El joven médico la miró y le hizo dirigir la mirada hacia la mitad inferior de Washington, donde el borde recortado de lo que podría haber sido el salpicadero le había atravesado las piernas y se las había amputado justo por debajo de las rodillas.

Washington tenía las pupilas dilatadas por la conmoción.

– Tengo frío -susurró.

– Lo arreglaremos -dijo Kate mientras le tapaba el pecho con su americana.

Uno de los médicos le inyectó morfina en el brazo, probablemente la suficiente para matarlo antes de que muriera por culpa de la hemorragia. De todos modos, no era más que cuestión de minutos.

Los periodistas de la televisión estaban acosando a los uniformados, blandiendo micrófonos como si fueran los huesos de los trogloditas.

Brown regresó al trote y se aseguró de que se mantuvieran alejados.

– Alguien ha dicho que era el artista de la muerte -dijo un joven con un pase de prensa de la ABC colgado de la americana de pana-. ¿Está muerto?

– Sin comentarios, chicos -dijo Brown. Se giró para mirar a Kate, quien sostenía la cabeza moribunda de Washington entre los brazos. Le hizo pensar en la Pietà de Miguel Ángel, la Virgen María con Cristo en el regazo. Recordó haber visto la estatua en la Exposición Universal de Nueva York cuando era niño y haber llorado.


Kate intentó sorber un poco de café de un vaso de plástico, pero las manos le temblaban demasiado. Trip estaba muerto. Washington estaba muerto. Kate no sabía qué pensar. Ambos hombres estaban relacionados con todas las víctimas: Elena, Pruitt, Stein. ¿Se habían llevado a la tumba todas las respuestas a sus preguntas?

– Los caminos del Señor son inescrutables -declaró Brown cuando vio cómo cargaban los restos de Darton Washington en la parte trasera de una ambulancia.

– Matar a Trip fue un acto de pasión -afirmó Kate-. Washington la amaba. Quería a Elena.

– Usted también la quería, pero no fue a matar a Trip.

– No -dijo Kate-, pero no me faltaron ganas.

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