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Tiene que concentrarse.

Pero a veces le parece que se convierte en una persona totalmente distinta, como si estuviera en estado de fuga. Es consciente, sabe qué está haciendo pero, aun así, es como si le faltara una parte de su ser.

Mueve la cabeza, los brazos, las piernas, tiene que estar bien despierto, trabajando. De eso se trata. De trabajar.

El juego. Las nuevas reglas.

Lo único que desea es que ella sea capaz de seguirlas.

«¡Por supuesto que es capaz!» -¡Cállate!

Aunque la música del walkman le perfore los oídos, esas jodidas voces han conseguido hacerse oír.

«¡Fracaso!»

Una palabra que tantas veces había oído en su niñez. Y «padre», la palabra con la que lo asocia.

«Tu padre te quiere.» Eso es lo que siempre le decía su madre.

Su padre, que convenció a su joven esposa de que había que dejar llorar a su bebé recién nacido, no tocarlo, no abrazarlo nunca. Su madre decía que se tumbaba despierta en la cama y lloraba con él. Una vez su padre llegó a casa temprano y su madre, dice ella, estaba haciéndole mimos, arrullándole y tarareándole. Su padre se volvió loco. Pegó a los dos. Para castigarlos todavía más, mantuvo encerrada a su madre en el dormitorio durante tres días y el bebé, que sólo tenía varios meses, se quedó solo en la cuna llorando y cagándose encima.

Jura que hasta el día de hoy recuerda la peste. La soledad. La vergüenza.

Qué curioso que infligir daño a otros calmara el suyo. Y el placer que lo acompañaba. Eso sí que era una agradable sorpresa.

El sobre está justo donde lo dejó, el mechón de pelo intacto.

Con precisión y esmero, extiende un trozo de cinta adhesiva por el borde del pelo, otro trozo encima, para crear un emparedado, más cinta para hacer una especie de asa.

Ya ha elegido la siguiente imagen. Y el añadido del pelo marcará una buena transición: una conexión con su obra pasada y un vínculo con la nueva.

Dispone el mechón de pelo sobre la reproducción, lo prueba aquí y allá, decide que lo pegará justo en la cabeza de la mujer.

Este no va a ser tan fácil. Un verdadero rompecabezas para Kate. Tendrá que esforzarse mucho para resolverlo.

Arranca el pelo de la imagen, se lo pasa por la mejilla, por los párpados, bajo la nariz, aspira lo que queda del aroma de la chica, luego se lo pasa con suavidad por los labios, se lo introduce en la boca, lo lame. Casi inmediatamente tiene una erección. Ojalá esa chica estúpida lo viera en ese momento. Bueno, le sacó el máximo partido, tampoco es que a ella le importara, ni que mereciera demasiada atención.

Sólo un devaneo más antes de sacrificarlo.

Se baja la cremallera de los pantalones, se acaricia el escroto con la mata de pelo, nota cómo se le tensa. Se acaricia la polla arriba y abajo, sólo con el pelo, no con la mano, sin presión, nada obsceno. Con suavidad, lentamente. Arriba y abajo. Ahora más rápido.

Cuando se corre, se imagina a la chica bailando, desnuda, masturbándose.

Al cabo de un momento, se pone derecho, nota una punzada de vergüenza, se imagina en una habitación oscura, desnudo y solo, lleno de mierda y llorando.

Ya basta.

Ha llegado el momento de trabajar. Sumerge el mechón de pelo en alcohol. Tiene que estar limpio, impecable.


El número 267 de Washington Street era una vieja estructura de ladrillos, anteriormente quizás había sido una imprenta o una pequeña fábrica, ahora estaba limpiada al vapor y renovada para albergar apartamentos de lujo. La brisa del cercano río Hudson refrescaba la calle amplia y apacible.

– Washington en Washington Street. ¿No está mal, eh? -había dicho Washington al darle la dirección a Kate.

En el interior, el vestíbulo era elegante, high-tech industrial, el ascensor, enorme, de acero pulido, como una jaula gigantesca. Kate miró su reflejo en el metal brillante, se pasó la mano por el pelo.

¿Cómo debía tratarlo? Una semana antes, Kate confiaba en la gente, algo para lo que se había esforzado durante años. En ese momento pensaba igual que cuando estaba en Astoria, que todo el mundo era culpable de algo.

Toda la pared norte del loft de Darton Washington eran ventanales de suelo a techo. El pálido atardecer amarillo de Nápoles veteaba los enormes sofás de cuero negro, dos enormes ficus y una mesa de madera hecha a mano larga como la pista de una bolera, rodeada de una docena de sillas tipo trono que resultarían muy apropiadas para la mansión del magnate Hearst. Pero el elemento más sorprendente del loft era el suelo barnizado, de color rojo brillante, y tan reluciente que proyectaba sombras escarlata por todas partes.

Darton Washington se apoyó en una silla, sonriente, apuesto.

– ¿Le gusta el suelo? Tomé la idea de las salas ceremoniales africanas.

– Es increíble -dijo Kate, dirigiéndose hacia dos obras de WLK Hand situadas en la pared opuesta-. Las obras de Willie quedan muy bien aquí.

– Es un genio -afirmó Washington mientras jugaba con el fino bigote que delineaba su sensual labio superior.

Kate echó un vistazo a la pared adyacente, llena de grabados de Jacob Lawrence, una crónica de la experiencia de los esclavos llevados de África al sur de Estados Unidos.

– Son una maravilla.

– Sí. Sencillos pero precisos -dijo Washington con un acento apocopado, casi británico.

– ¿Le importa si le pregunto de dónde es?

– De Harlem. Pero no hace falta que se me note, ¿no? -Washington volvió a sonreír-. ¿Y usted?

– De Astoria, pero tampoco se me nota, espero.

Washington se echó a reír.

– ¿De quién son éstos? -Señaló cuatro óleos de aspecto un tanto primitivo que representaban a unos hombres negros.

– De Horace Pippin.

– Oh, sí, claro. -Se acercó a una serie de fotografías con un texto que las acompañaba, minimalistas y elegantes: una pareja negra en un portal, en la mesa, en la cama. Kate leyó parte del texto-. ¿Carrie Mae Weems?

– Ha acertado -dijo Washington-. Uno de mis artistas conceptuales preferidos.

– Son muy bonitas. Y conmovedoras. -A Kate le impresionó el ojo de Washington, pero lo que le llamó la atención fue el cuadro pequeño y casi blanco que había en un rincón junto a la enorme mesa de comedor.

– ¿Ethan Stein?

– Me sorprende que lo reconozca. No hay mucha gente que conozca su obra. Es uno de los pocos artistas que colecciono. Me gusta su pureza.

– Sí, es precioso. -Kate observó el cuadro, la capa de pinceladas blanca, el débil toque de una cuadrícula gris por debajo. Era muy parecido al de ella, y similar también al de la Polaroid borrosa, aunque, de hecho, todos los cuadros de Stein se asemejaban. De todos modos, bastó para ponerle los pelos de punta-. Tengo uno muy parecido.

– ¿Ah, sí?

– Lo compré hace unos cuantos años. ¿Cuándo compró el suyo?

Washington se tiró del cuello de la camisa y Kate calculó que la había comprado en una tienda de tallas grandes. Medía casi metro noventa. Y Kate era incapaz de imaginar la talla de la camisa.

– Oh, hace varios años -dijo-. Siento no haber comprado otro.

– ¿Y eso?

– Bueno, como he dicho, me gusta y… supongo que la obra de Stein va a cotizarse más. Siento decirlo, es un poco de mal gusto -reconoció Washington-. Bueno, ¿usted y Willie hace mucho tiempo que se conocen?

– Sí -respondió Kate, quien se había dado cuenta enseguida de que el hombre había cambiado de tema.

Se acomodó en uno de los lujosos sillones de cuero, admiró las vistas panorámicas -el río Hudson, Nueva Jersey, una gran extensión de cielo- y se dejó llevar durante unos instantes por la música hermosa y sencilla que sonaba con una claridad digna de una sala de conciertos.

– Philip Glass -dijo Washington como si le hubiera leído el pensamiento-. Uno de los grandes compositores modernos. -Se sentó en el sillón de enfrente-. Le sorprende, ¿eh? Se imagina que un tipo grandote y negro como yo va a escuchar a Stevie Wonder o a Bob Marley o a algún rapero de los duros, ¿no?

– Tampoco me había parado a pensar tanto, señor Washington, pero Willie me ha dicho que representa a algunos grupos de rap.

– Sí. Por dinero -afirmó Washington-. Mejor dicho, los representaba. Ahora trabajo por mi cuenta. Dejé esa compañía musical autocrática, FirstRate, hace un par de semanas. Ahora puedo dedicarme a todo tipo de música: rap, pop, jazz, moderna, clásica. Cualquier cosa. -Sonrió-. Estudié música y arte en la universidad. No pensé que tuviera el talento necesario para el arte, por lo menos mis profesores no lo creyeron. -Sonrió-. Pero estoy muy satisfecho dedicándome a la música. En particular, a mí me gustan Steve Reich, Glass, Meredith Monk, Stravinsky; Bach siempre.

– Yo soy una ignorante en música -dijo Kate-. Mi idea de los grandes es Mary Wells, Martha and the Vandellas, Sarah Vaughan, Ella.

– No está mal. -Levantó un puro fino de una taza de plata que había sobre la mesita y se lo colocó entre los labios carnosos-. ¿Le importa?

Kate sacó un Marlboro tan rápido que él se echó a reír.

Darton deslizó un cenicero de cristal tallado por la mesita y le ofreció un mechero a Kate. Le tocó las manos -que eran enormes y hermosas- para estabilizar la llama.

– Gracias. -Exhaló-. Me estaba preguntando… sobre el cede que estaba grabando para Elena Solana… si estaba acabado o no…

La sonrisa de Washington se desvaneció de inmediato.

– No. Nunca se acabó.

– ¿Qué ocurrió?

Encogió los hombros de jugador de rugby.

– Supongo que perdió el interés… lo cual fue una lástima.

– ¿Era bueno?

– Era muy bueno. -Washington apartó la mirada unos segundos y los ojos se le llenaron de… Kate no estaba segura-. La habría hecho famosa.

– No lo entiendo. Si era tan bueno, por qué Elena…

Washington aplastó el puro fino contra el cenicero con tal fuerza que parecía que el cristal se iba a romper. Kate observó al hombre vacilando en sus emociones como si estuviera pescando un tiburón asesino.

– Lo único que puedo decir es que… todo iba bien hasta que Elena pareció… perder el interés. Pero fue hace meses.

– ¿Entonces hace meses que no estaba en contacto con Elena?

– Exacto.

Kate desdobló una copia de los registros telefónicos de Elena y la deslizó hacia él.

– Según esta lista, ella le llamó días antes de su muerte.

Washington entornó sus ojos oscuros.

– ¿Sabe?, esto empieza a parecer un interrogatorio. Si la policía quiere interrogarme sobre la señorita Solana, no me importa. Pero doy por concluida esta conversación.

– No creo -dijo Kate al tiempo que colocaba su placa del Departamento de Policía de Nueva York sobre la mesita.

Darton se levantó del sofá como si le acabaran de pinchar, casi se echó hacia atrás en el suelo rojo brillante, guardando las distancias entre Kate y él.

– ¿Qué cono es esto? Llama y dice que es amiga de Willie y…

– Soy amiga de Willie, pero colaboro con la policía. -Kate se puso en pie-. Y responderá a mis preguntas, señor Washington, aquí o en la comisaría. ¿Qué prefiere?

Washington dio unos pasos hacia ella, con la mandíbula apretada, moviendo las manos en los costados. Estaban a un metro de distancia, el aire que los separaba zumbaba, electrificado. Kate colocó la mano cerca de la Glock escondida, pero conservó la calma.

– Mire, no estoy aquí para tratarle como a un perro. Sólo quiero llenar algunos vacíos sobre la vida de Elena.

– A mí nadie me trata como a un perro. Nadie. A mí no, y la gente que me importa, menos. ¿Entendido?

– A mí tampoco me trata nadie como a un perro, señor Washington. ¿Entendido? ¿Quiere contarme de qué hablaron usted y Elena cuando le llamó o quiere que envíe un coche patrulla a recogerle para llevarle a la comisaría de la Sexta? Usted decide. -Kate seguía mirándolo fijamente, pero permaneció alerta por si había algún movimiento.

Washington exhaló un suspiro.

– Estaba pensando en volver a trabajar… en el cedé.

– ¿Y?

– Y… yo no quería.

– Pensé que había dicho que era muy bueno. ¿Por qué no quería?

– Habían pasado varios meses. Había perdido el interés. Estaba ocupándome de otros proyectos. No iba a dejarlo todo para volver a retomarlo donde lo habíamos interrumpido.

– ¿Retomar qué, exactamente?

– El cedé. ¿Qué más?

– Dígamelo usted.

– Ya se lo he dicho. Pasaba del tema.

– ¿Pasaba del tema o de ella? Estaban liados, ¿no?

– Estábamos liados haciendo el cedé hasta que Elena dejó de colaborar.

– Y eso le sentó mal.

– Me molestó, sí. Que hubiera sido tan displicente. Que dejara pasar la oportunidad. Yo había invertido en ella. Pensé que temamos un futuro juntos… en el negocio. -Tensó los labios sensuales-. Lo reconozco. Hirió mi orgullo.

– Entonces ella le hirió.

– Se hirió a ella misma… y a su carrera.

– ¿Y también la suya?

– Mi carrera va bien. -Washington se cruzó de brazos-. Y no había forma de que yo lo dejara todo y empezara a trabajar con ella sólo porque entonces le apetecía.

– ¿Puedo escucharlas?

– ¿El qué?

– Las demos.

Washington se dio la vuelta, encendió otro purito, le dio una calada.

– Si las encuentro.

– Habrá perdido muchos ingresos por no acabar el cede de Elena.

– Tomé una decisión -dijo Washington-. Reducir las pérdidas.

– ¿Ah, sí? -dijo Kate-. No fue muy buen negocio, señor Washington.


«¿Washington y Elena?» Kate intentó imaginárselos juntos mientras recorría el pasillo blanco y frío. Sin duda el hombre encajaba con la descripción del gordito Wally, un hombre negro que parecía jugador de rugby o boxeador profesional. Tampoco es que Wally fuera lo que Kate consideraba un testigo fiable.

Washington había reconocido haber mantenido una relación profesional con Elena. Pero ¿había sido algo más? Kate quería presionarlo un poco más, pero también quería obtener más información antes de hacerlo.

Había demasiadas conexiones: Trip, Pruitt, las películas pornográficas, el hecho de que Washington tuviera un cuadro de Ethan Stein. Era como si acabara de tropezarse con un hervidero.

Kate consultó la hora. Había quedado con Richard para cenar y parecía que iba a llegar tarde. Otra vez.

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