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No era exactamente el tipo de fiesta que Amanda Lowe tenía en mente. Otra decepción. Pero bueno, la mayoría de las cosas lo era.

¿Por qué ocurría?

Ahí estaba ella, una de las mejores marchantes de arte en la mejor ciudad de artistas, en el mercado artístico más importante, en el que representaba a una docena de los mejores artistas jóvenes, bueno, ocho de los doce (y los otros cuatro no durarían demasiado en el mundillo) y aun así, se sentía… ¿cómo? ¿Insatisfecha? ¿Deprimida? ¿Sola? Quizá las tres cosas a la vez.

¿Cómo era posible? Tomaba el dichoso Zoloft religiosamente. Pero, aun así, seguía sintiendo ese leve malestar, una especie de hastío que parecía estropearlo todo.

Todo menos una buena venta. Eso sí que le gustaba. Incluso la hacía feliz. Durante un rato. Igual que el día anterior, cuando vendió dos cuadros de WLK Hand a la pareja alemana, sin que los hubieran visto, sólo por decirles que había lista de espera para la obra, cuando no la había. Si había algo que Amanda Lowe sabía hacer era crear un mercado. Se creía capaz de vender prácticamente cualquier cosa.

Entonces ¿por qué, esa noche, después de una fiesta de lo más in, en una sala privada del local más moderno del Meat Market, rodeada de todas las estrellas y coleccionistas del mundo del arte, y unos cuantos aspirantes para besarle el culo, Amanda Lowe se sentía tan mal?

No era sólo que cumplía cuarenta y siete años y se iba a casa sola. Joder, si hubiera querido echar un polvo, habría podido recurrir a algún joven artista en ciernes más que dispuesto a acompañarla a casa. No, no era eso. Entonces ¿qué era?

La calle Trece estaba bastante desierta, sólo unos cuantos veinteañeros en el otro extremo de la calle, riendo. Amanda Lowe los aborreció al instante, por su juventud, por la belleza que les suponía, por la prometedora vida que se extendía ante ellos. Le entraron ganas de gritar: «¡Ya veréis. Todo acabará siendo una mierda!» Pero se limitó a apartar la mirada, bajó la calle corriendo y conteniendo la respiración. Se preguntó cuándo esos horribles carniceros y abastecedores de carne al por mayor dejarían el barrio obligados por el aumento de los alquileres y… se llevarían su peste con ellos. No sería lo suficientemente pronto para ella.

Aunque no hacía mucho frío, un escalofrío recorrió el cuerpo escuálido de Amanda Lowe, como si, durante un instante, algo la hubiera atravesado. Un espíritu, o… Se arropó con su cazadora negra de Prada, se abrazó el torso huesudo con sus brazos delgados y aceleró el paso.

La persiana metálica, que protegía la enorme vidriera teñida de verde que revestía la fachada de su galería, estaba bajada durante la noche. Eso la entristecía. Como si lo único que le importaba, su negocio de arte, estuviera encarcelado, enjaulado.

Una vez en el interior se peleó con el viejo montacargas -una de las desventajas de ser la única propietaria del edificio- y por fin logró que quedara casi nivelado con su suelo de paneles de roble anchos.

Entró. Accionó un interruptor. La luz fría de las lámparas halógenas iluminó el espacio desnudo de trescientos metros cuadrados que sólo compartía con un gato siamés que guardaba un parecido considerable con su dueña. Consultó su reloj Piaget. Las diez y cuarto. Por lo menos llegaba a casa temprano.

Cuando regresó a su diminuto despacho, Kate siguió la orden de Mead: se puso a pensar que su madre estaba viva y que su vida dependía de ello. La idea la hizo entrar en calor, de hecho la impulsó.

Hasta el momento, Slattery y Brown habían encontrado media docena de cadáveres no identificados. Pero sólo uno relacionado con la obra de Kienholz: un aborto ilegal que parecía haber ido mal, la chica había acabado en un vertedero de Staten Island. Pero no había ningún ritual. Ninguna de las otras muertes tenía nada que pudiera atribuirse a la obra del artista de la muerte.

Kate había mandado ampliar la composición de Kienholz al doscientos por ciento y veía claramente el reloj y el calendario añadidos a la obra de arte, y también todas las hebras del mechón de pelo. Pero incluso en dos dimensiones, el hecho de saber que se trataba del pelo de Elena, bastaba para que se le formara un nudo en la garganta.

Contempló la imagen. ¿Cómo debía interpretarla? No había ninguna fotografía de una escena del crimen con la que compararla.

Había pedido que le enviaran a la comisaría el libro ilustrado de gran formato sobre la obra de Ed Kienholz y estaba pasando las páginas hasta que encontró la pieza que buscaba.


El cumpleaños, 1964. Retablo. 2x3x1,5 metros.

Maniquí, Lucite, camilla de reconocimiento del ginecólogo, maleta, ropa, papel, fibra de vidrio, pintura, resina de poliéster.


Observó la fotografía del libro y luego dirigió la vista a la ampliación.

¿Acaso las fechas tachadas, o las que estaban rodeadas con un círculo, eran el cumpleaños de alguien? Quizá. Pero ¿de quién? ¿Y la carta, el comodín, que estaba prácticamente oculto en el diseño de los azulejos blancos y negros?

Kate no lo sabía.

¿Damien Trip le había dejado aquello para volverla loca? Si era así, estaba surtiendo efecto. Pero ¿le habría enviado Trip un rompecabezas cuando acababa de interrogarlo, cuando estaba claro que estaba bajo sospecha?

Kate observó el comodín. A lo mejor Brown estaba en lo cierto, tal vez era un símbolo del asesino mismo, que se veía como un bufón, que jugaba con ella, con la policía.

Pero ¿qué más?

¿Suelos de damero? Kate reflexionó unos instantes. Los cuadros flamencos casi siempre tenían suelos de damero. ¿Qué más tenían? Símbolos. Todo lo que aparece en un cuadro flamenco simbolizaba otra cosa. ¿Qué podía ser el bufón del comodín?

¿Un comediante? ¿Un humorista?

No. Algo relacionado con el mundo del arte.

¿Un bufón? ¿Un naipe?

Nada de eso tenía sentido. ¿Qué más?

¿Una baraja de naipes? Cincuenta y dos. Números. Imágenes. Trajes. Apuestas. Transacciones.

Pensó en las víctimas: Elena. Pruitt. Ethan Stein.

Artista. Presidente de museo. Pintor minimalista.

¿Estaba ese tipo desarmando el mundo del arte? ¿Escogiendo a sus representantes? Pintor. Actriz… Kate observó las reproducciones. Un naipe. Tratos. Un comerciante. ¡Un marchante de arte!

Por supuesto. Tenía que ser eso. A Kate la adrenalina le subía al mismo ritmo que la frustración. ¿Qué marchante de arte? ¿Y cómo descubrirlo?

De vuelta a la ampliación. Estaba ahí. En algún sitio. Kate lo sabía. Lo notaba. El tipo estaba haciendo algo más que jugar con ella. La estaba poniendo a prueba. El reloj. El calendario. Algo que estaba por ahí.

Pero ¿qué?

No dejaba de darle vueltas a la cabeza, pero no conseguía nada.

Cerró de golpe el libro sobre Kienholz.

No quedaba demasiado tiempo… y alguien estaba a punto de recibir un regalo de cumpleaños muy desagradable.


– La obra se llama El cumpleaños. -Kate recorría la habitación de arriba abajo, los tacones bajos repiqueteaban en el duro suelo de cemento de la sala de reuniones-. Debe de estar indicando el cumpleaños de alguien.

– ¿Como quién? -Mead se sorbió los dientes.

– Un marchante de arte. No se limita a hacer arte. Elige a sus víctimas como representantes del mundo artístico: Elena Solana, actriz, Pruitt, el hombre de los museos, Stein, el pintor tradicional.

– ¿Los cuadros blancos le parecen tradicionales? -inquirió Slattery.

– En la actualidad, el que pinta, es tradicional -declaró Kate.

Mead exhaló un suspiro sonoro.

– Pero ¿cómo vamos a conseguir la fecha de nacimiento de cientos de marchantes de arte de Nueva York?

– Estará en sus biografías. -Kate reflexionó unos instantes-. Podríamos consultar el Quién es quién del arte americano. Por supuesto, habrá miles que repasar y no todos incluyen la fecha de nacimiento… sobre todo las mujeres.

– Vamos, chicos. -Mead se tiró de la pajarita-. No quiero perder otra víctima en manos de ese tipo.

– Está todo ahí. -Kate le dio un golpecito a la reproducción-. En la imagen. Todo es una pista visual.

– De acuerdo -dijo Slattery-. Entonces ¿qué significan las fechas rodeadas con un círculo?

– He intentado resolverlo. Si no es la fecha del crimen, y no creo que lo sea, puesto que ambas fechas han pasado, ¿entonces qué puede ser?

– ¿Una estadística? -conjeturó Brown.

– ¿O numerología? -propuso Slattery.

– No creo -dijo Kate-. El tipo parece ser más concreto. ¿Qué números son concretos?

– Los números de teléfono -dijo Brown.

– No son suficientes para formar un teléfono. -Kate estaba tocando con el pie una melodía nerviosa en el suelo de cemento-. ¿El diez y el trece?

– Diez trece -dijo Slattery-. La hora del asesinato.

– Yo me quedaría con las once -dijo Kate consultando su reloj.

Mead hizo lo mismo.

– Mierda. Son las diez y cincuenta, chicos.

– Un momento. ¿Y una dirección? -Kate dejó de dar golpecitos con el pie-. La calle Diez. ¿La calle Trece? No, un momento. La calle Trece con la Décima Avenida. El Meat Market. Chelsea. Por supuesto. Una galería. Tiene sentido si se va a cargar a un marchante de arte. -Se volvió rápidamente hacia Mead-. Randy. Tiene que enviar coches a la Trece con la Décima Avenida, a todas las galerías que haya en esa calle. Lo antes posible. -Se dirigió a Maureen acto seguido-: Maureen, ¿todavía tiene la guía de galerías?

Maureen ya la había sacado, recorrió con el dedo el mapa de la zona de Chelsea.

– Hay cuatro, no, cinco galerías a lo largo de la Trece.

– ¿Alguna en la Décima Avenida con la calle Trece?

– Eh… Sólo un restaurante.

– Regresa a la calle Trece. La obra de Kienholz es sobre la violación de una mujer. Así que lo más probable es que busquemos a una marchante de arte.

Slattery leyó el listado.

– Galería 505, podría ser hombre o mujer; Galería Valerie Kennedy, ésa es una; Art Resource International, quizá; Galería Amanda Lowe, seguro.

Mead ya tenía el móvil pegado al oído, dando instrucciones a gritos.

– Hay seis coches en camino -dijo cuando colgó-. Y una ambulancia.

– Que alguien se ponga en contacto con esa marchante lo antes posible -instó Kate-. Probablemente las galerías estén cerradas, así que conseguid los números y las direcciones del domicilio particular.

– Que alguien se conecte -ordenó Brown a un agente uniformado-. De esas galerías, vamos a ver de quién podría ser el cumpleaños y llamadnos en ruta.

– Voy con ustedes -dijo Kate.

– De acuerdo -accedió Mead-. Vaya con Slattery… y que conduzca ella.


Amanda Lowe apenas ha tenido tiempo de quitarse la cazadora de Prada cuando él la agarra y le susurra «Feliz cumpleaños», una mano en la garganta, la otra le presiona un trapo empapado con una sustancia que huele fatal en la nariz y en la boca.


La ambulancia había apagado la sirena pero las balizas de los coches de policía seguían enviando señales luminosas por la calle Trece.

El joven agente uniformado parecía conmocionado, tenía el rostro verde grisáceo, como si fuera a vomitar.

– Está ahí. Segunda planta. Encima de la galería.

– ¿La encontraste tú? -preguntó Brown.

– Yo y Diaz. -Asintió hacia otro agente que estaba sentado en las escaleras que conducían a la Galería Amanda Lowe-. Ahora hay un par de agentes arriba. -Se mordió el labio, parecía estar al borde de las lágrimas. Brown le dio una palmadita en el hombro antes de entrar en el edificio.

La escena era tan surrealista que Kate apenas era capaz de asimilarla.

Amanda Lowe estaba atada a su elegante mesa de comedor. Seis cuchillos largos en el vientre. Los mangos sobresalían exactamente igual que los cilindros de Lucite de la obra de Kienholz. Sangre en la mesa que goteaba sobre la alfombra, untuosa, como cascadas oleosas. Su cazadora estaba colgada en la pared situada junto a la mesa, igual que en la reproducción. Incluso había una maleta en el suelo.

Un agente estaba agachado al lado de la escena. Se volvió, asintió al reconocer a Mead y dijo:

– Mire esto.

Mead dio un paso. Kate miró por encima del hombro de él.

Justo al lado de la maleta, en la alfombra clara, unas letras temblorosas y desiguales.

Kate miró más de cerca. Estaban escritas con sangre.


ARTISTA DE LA MUERTE


– Dios mío -exclamó Brown-. Le gusta el nombre. -Sí -convino Kate-. Y ahora firma su obra.

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