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Kate revistió una de las paredes del estudio de su casa con paneles de corcho de Gracious Home que le costaron cien dólares. Otros cien se los había quedado el tipo de la entrega a domicilio, que le había colocado los paneles de corcho. Podría haberlo hecho ella misma, sin duda, pero su idea era buena: repartir la riqueza.

Kate tardó apenas unos minutos en sujetar con chinchetas su colección de imágenes: la fotografía de la graduación con los párpados pintados, el collage de la Virgen y el Niño, las ampliaciones que Mert le había proporcionado, la Polaroid borrosa.

Lo estaba haciendo tal y como solía hacerlo en Astoria: fotografías, fragmentos de pruebas, notas, todo ello presentado como si de una exposición se tratara. Siempre necesitaba verlo todo. Mirar y mirar. Todavía recordaba la pared repleta de niños desaparecidos, aquellos rostros angelicales.

Pasó de una imagen a la otra. No se parecían en nada y, no obstante… Kate abrió el archivo de acordeón de cartón marrón, sacó tres carpetas color hueso con el membrete de la policía de Nueva York y las colocó en el escritorio. Recorrió con los dedos el borde de la primera carpeta. Si al menos indicaran el nombre de los casos en el exterior. No le apetecía abrir primero el de Elena.

Sin embargo, comenzaba a tener esa sensación, la adrenalina recorriéndole el torrente sanguíneo, las terminaciones nerviosas cosquilleándole, una mezcla de entusiasmo y miedo.


WlLLIAM M. PRUITT

Bien. Con este caso no tendría problemas.

Se fijó en el informe de toxicología, en el contenido del estómago de Pruitt: una mezcla embriagadora de drogas y alcohol. ¿Pruitt? Nunca habría imaginado que consumiera drogas. ¿Era suficiente para que se ahogara en la bañera? La hora de la muerte se había establecido entre la medianoche y las cuatro de la mañana.

Junto con el informe había un sobre repleto de asombrosas fotografías en color; Pruitt muerto en la bañera desde todas las perspectivas posibles. Un par de primeros planos de la cara: la boca desencajada por la desesperación, un cardenal en el mentón. Kate las sujetó en la pared con un alfiler, retrocedió unos pasos, avanzó, pasó de una fotografía a la otra. Había algo que no encajaba… ¿Qué era?

¿Qué es lo que tenía Pruitt en la mano?

Kate observó la fotografía con la lupa.

«¿Una factura de la tintorería?» Qué extraño.

No sabía cómo interpretar aquello.

Abrió la siguiente carpeta.


ETHAN STEIN

CAUSA DE LA MUERTE: DESANGRADO. RASTROS DE CLOROFORMO EN LOS ORIFICIOS NASALES Y LABIOS DE LA VÍCTIMA.

FIBRAS EN LA NARIZ.

TOXICOLOGÍA: pendiente.


Kate se imaginaba un trapo mojado en somníferos sobre la cara de la víctima, aunque no estaba muy preparada para las fotografías. El suelo del estudio era un mar rojo, al artista desnudo, boca abajo, con la pierna levantada hacia atrás, o lo que quedaba de la misma -parecía un palo ensangrentado-, la mitad del pecho de Stein también era de un rojo granate, y el músculo que se veía parecía un bistec de la carnicería. «¿Y eso es hueso?», se preguntó.

Kate recobró el equilibrio y apoyó una mano en el borde del escritorio para sostenerse. Recorrió el informe con la vista: «La pierna derecha de la víctima y el pectoral derecho, desollados.»

«¿Desollados?» Se obligó a mirar las fotografías de nuevo. La cara de Ethan Stein era una máscara de dolor insoportable. «Santo cielo. ¿Desollado… vivo?» El informe no lo especificaba, aunque la grave hemorragia -el corazón seguiría latiendo a toda velocidad- tal vez lo indicara.

¿Por qué semejante brutalidad?

Kate sujetó con alfileres las truculentas fotografías de la escena del crimen de Stein junto a las de Pruitt, y reparó en el drástico cambio de luminosidad: la mitad del cuerpo destrozado de Stein bañado en luz, la otra sumergida en la oscuridad.

Se detuvo de nuevo: había algo en aquella escena que también le resultaba familiar. Pero ¿qué era?

De acuerdo. La carpeta de Elena. Kate no podía seguir retrasando el momento.

Los detalles de la muerte de Elena -la temperatura corporal, varias contusiones faciales, las heridas de arma blanca- no le indicaban nada que no supiera. Dejó caer el sobre de fotografías en el escritorio. Se esparcieron como pequeños trineos sobre el hielo, y una de ellas resbaló hasta el borde y cayó al suelo trazando círculos. ¿Tenía que ser un primer plano de la cara de Elena? Kate contempló la extraña forma que la sangre adoptaba en la mejilla de la chica y luego una instantánea de todo el cuerpo desplomado al pie de la pequeña nevera.

Las colocó en la pared sin fijarse en ellas, luego retrocedió, encendió un Marlboro y agradeció la cortina de humo que serpenteó ante sus ojos. Entonces recordó uno de los grabados de Goya de la galería de Mert. ¿No estaría también demasiado cerca esta vez?

Kate apartó el humo soplando y observó la macabra galería de fotografías. Allí había algo. Pero ¿qué?

Cogió la lupa, la pasó por encima de todas las fotografías, se detuvo en la minúscula imagen de un violín pegada a la superficie de uno de los cuadros de Ethan Stein. Extraño. ¿Habría comenzado a experimentar con la imaginería? No tenía sentido.

Durante los siguientes veinte minutos Kate analizó todas las fotografías con la lupa, pero no reparó en nada especial. Lo único que había conseguido era un dolor de cabeza y que se le cansase la vista.

En el baño de mármol de Carrara, Kate ajustó los antiguos grifos de latón, vertió tres tapones de gel de aromaterapia en la enorme bañera. Se quitó la ropa, la arrojó a la cama y cogió el último New Yorker de la mesita de noche. Estar en remojo le sentaría bien.

El baño ya estaba empañado y el aire húmedo estaba impregnado del olor a jacinto. Kate probó el agua con el dedo gordo del pie y se paró en seco.

«¡La bañera!», pensó.

Se puso el albornoz y corrió pasillo abajo.

En la biblioteca, sacó varios libros de las estanterías, los lanzó hacia el sofá de cuero y algunos se cayeron al suelo. Finalmente, dio con el que buscaba, un tomo viejo y venerable. Se lo colocó bajo el brazo, corrió de vuelta al estudio y comenzó a pasar las páginas tan deprisa que se rasgaban.

«Vale. Cálmate.» El índice. De acuerdo. Las manos le temblaban tanto que apenas podía pasar las páginas. Pero allí estaba, el famoso cuadro histórico, uno que Kate había estudiado en la universidad y sobre el que incluso había hecho un maldito trabajo: La muerte de Marat, de Jacques-Louis David.

«Bingo.»

Marat, el hombre del cuadro, muerto, con la cabeza envuelta con una toalla e inclinada sobre el borde de la bañera. Los ojos de Kate rebotaron de las fotografías de Bill Pruitt sujetas en la pared a la imagen del libro. Las dos cabezas -la de Pruitt y la de Marat- se hallaban en la misma posición; a Pruitt el brazo le colgaba por fuera de la bañera exactamente igual que a Marat. Los ojos de Kate iban y venían sin parar. Pruitt tenía incluso un trozo de papel en la mano, como Marat. «Dios, ¿cómo es que no me había dado cuenta?» Kate arrancó la página del libro.

A continuación observó las grotescas fotografías de Ethan Stein. Sí, también le sonaba, pero ¿a qué, exactamente? Hojeó más páginas, pero no reparó en nada.

Recorrió de nuevo el pasillo hasta la biblioteca y, durante unos instantes, ante tantos libros, se quedó paralizada. «Piensa, piensa.» Echó una ojeada a todas las filas -libros, diarios, revistas, publicaciones periódicas-, pero no se le ocurrió nada.

Regresó corriendo al estudio, arrancó de la pared dos de las fotografías de la escena del crimen de Ethan Stein, cogió el informe, lo releyó mientras regresaba rápidamente a la biblioteca. Había algo, sin duda. Pero ¿qué? ¿Qué?

Todos aquellos libros comenzaban a parecerle más intimidantes que útiles.

Kate respiró hondo, se apoyó en el pequeño sofá de cuero del estudio. Necesitaba descansar un rato para pensar con claridad. Contempló las fotografías que tenía en la mano; el artista boca abajo, desnudo, la pierna y el torso desollados. «Desollados. ¡Eso es!» Descalza, sobre el escabel, forcejeó con el enorme volumen, Pintura renacentista italiana, que estaba en el último estante, y se lo llevó al estudio. Luego dispuso todas las fotografías del crimen de Ethan Stein en el suelo en forma de abanico, junto al libro, y pasó las páginas tan rápido que parecía bailar el twist. Allí estaba de nuevo. Tiziano, el gran pintor renacentista italiano, Marsias desollado. Una escena horripilante, el hombre desollado vivo, igual que Ethan Stein. Kate se fijó en la fotografía de la escena del crimen de Stein, luego en el cuadro, ambas figuras desnudas, colgadas, la pierna desollada. Y el violín. Por supuesto. Eso lo resolvía todo. En el cuadro de Tiziano, Apolo toca el violín mientras despellejan a Marsias.

Santo Dios, el asesino no se pierde un detalle.

«Mierda.» Kate se incorporó, lo observó todo. El arte era la clave.

Si estaba en lo cierto en lo que a Stein y Pruitt se refería, Elena también seguiría la misma suerte. Pero aquello le costaría lo indecible. Las fotografías de la escena del crimen de Elena sólo le provocaban dolor.

De vuelta a la biblioteca, Kate repasó los estantes; libro tras libro sobre pintura, historia del arte, artistas individuales, y los títulos comenzaron a volverse borrosos.

Necesitaba otro descanso y se acomodó en uno de los sofás del salón, cerró los ojos e intentó no pensar en nada, poner la mente en blanco. «Bien. Respira. Eso es.» Abrió los ojos y recorrió lentamente uno de los montajes de Willie, un par de retablos religiosos de Richard, un cuadro abstracto grande y finalmente reparó en su preciado Picasso, el autorretrato de un solo ojo.

«¡Hostia puta!» Kate corrió por el pasillo, cogió el primer plano de la cara destrozada de Elena, regresó a toda velocidad y sostuvo la fotografía de la escena del crimen junto al Picasso con una mano temblorosa. Idénticas. El perfil del Picasso reproducido -frente, nariz y mentón- con un reguero de sangre en la mejilla de Elena.

Kate se quedó paralizada. «Dios mío, ¿ha estado aquí, en mi casa, y ha visto el cuadro?»

Abrió el enorme catálogo Picasso y los retratos del antiguo atril de latón situado justo al lado del retrato y pasó las páginas hasta que dio con la reproducción: «Autorretrato. 1901. Óleo sobre lienzo. Colección del señor y la señora de Richard Rothstein.»

Kate dejó escapar un pequeño suspiro de alivio. «Por supuesto.» Richard y ella figurarían como los propietarios del retrato en cualquier libro reciente sobre Picasso.

«Pero entonces eligió la imagen sabiendo que era mi cuadro. ¿Por qué?»

Desconocía la respuesta. Por el momento. Tenía la sensación de que le habían puesto un goteo de adrenalina. Quería llamar a Richard y contarle cómo lo había averiguado. Pero estaba acelerada. Le llamaría más tarde. Recogió todo para enseñárselo a Tapell.


Un par de minutos para colocar las fotografías de la escena del crimen junto a los cuadros que había elegido. Diez minutos para explicar su teoría con todo lujo de detalles.

Tapell asimiló la información.

– ¿Estás completamente segura? -preguntó sabiendo la respuesta, pero sin querer admitirla.

Kate asintió.

– Completamente, Clare.

Las dos se miraron de hito en hito.

– De acuerdo. -Tapell exhaló-. Tendrás que explicárselo de nuevo al equipo especial de homicidios. -Observó las fotografías y las páginas que Kate había arrancado de los libros-. Los llamaré.

Le había subido tanto la adrenalina que casi no escuchó la conversación telefónica de Tapell.

– Arreglado -dijo Tapell mientras colgaba-. Trabajarás con la brigada de Mead… extraoficialmente. Por supuesto, la idea no le entusiasma, pero no le he dado elección. Tendrás que mostrarle lo que puedes aportar a la investigación.

– Gracias, Clare…

– Tendrás que respetar las normas de Mead. Y nada de heroicidades, ¿vale?

Kate asintió.

La comisaria la miró con gravedad.

– No quiero que la prensa se entere de esto. Ni una palabra, Kate. Acabamos de zanjar el asunto del francotirador de Central Park. Lo que menos necesitamos en la ciudad es otro asesino múltiple.

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