17

Los tacones de Kate resonaron en el largo y oscuro pasillo. Catacumbas, pensó. Pintura desconchada, frío húmedo. El sótano de la comisaría de la Sexta. El laboratorio.

Hernandez deslizó la fotografía de la graduación en el artefacto de cristal y lo encendió.

Las dos mujeres observaron mientras los vapores se arremolinaban en torno al collage, en busca de huellas.

– Vaya desastre -dijo Hernandez mientras sacaba la fotografía con unas pinzas-. Huellas encima de huellas.

– Lo siento -dijo Kate-. No sabía lo que era cuando la vi. La toqué por todas partes.

La técnica la miró con expresión apenada, se quitó los guantes y los tiró a la basura. Tendría unos treinta y cinco años y la bata del laboratorio le quedaba pequeña.

Kate le tendió el bolígrafo envuelto en el pañuelo de papel.

– Aquí debería de haber menos huellas. Compruebe si son las mismas que las que se encontraron en la escena del crimen de Solana.

Hernandez suspiró.

Kate sacó un Marlboro.

– En el pasillo -dijo Hernandez-. No, mejor, vaya a dar una vuelta. Deme media hora para analizar las otras. Veré lo que puedo hacer.

Tras haberse tomado un café y fumado tres cigarrillos, Hernandez puso al tanto a Kate.

– En el bolígrafo hay varias huellas claras, pero no coinciden con las de la escena de Solana ni con ninguna otra.

– Era una posibilidad bastante remota -dijo Kate-. ¿Qué hay del collage?

– Poca cosa. Muy emborronado. Sólo he conseguido la cuarta parte de una huella.

– Tal vez mía, debo admitirlo.

– Se llaman guantes, McKinnon.

– No me pongo guantes para leer el correo.

– Bueno, debería hacerlo a partir de ahora. -Hernandez le entregó un par de páginas de listados mecánicos: números, símbolos, palabras-. No hay mucho que explicar. El pegamento empleado en el collage no tiene ácidos, pero, aparte de eso, es de lo más normal. El papel fotográfico es Kodacolor, tendrá cuatro o cinco años. El material que recubre los ojos es una especie de tempera, con base de agua, eso seguro. La otra, la Polaroid… -Negó con la cabeza-. Ni una huella. El asesino, a diferencia de usted, utiliza guantes.

– ¿Podría fotocopiarme el collage y la fotografía?

Hernandez señaló con la cabeza una fotocopiadora que había en un rincón.

– Usted misma puede hacerlas. Las imágenes ahora están plastificadas. Protegidas. -Le dedicó una sonrisa cáustica.

Al cabo de unos minutos, Kate observaba las fotocopias emergiendo de la máquina.

– Ah, McKinnon -le gritó Hernandez-, antes de que se vaya quiero estropearle la manicura. Archivaré sus huellas para reconocerlas en caso de que decida toquetear cualquier cosa.


Floyd Brown observó el informe entornando los ojos.


Nada forzado

Arma probable: cuchillo de cocina dentado de veintidós centímetros hallado en la escena (cajón de la cocina) coincidía con otros dos cuchillos del cajón

– ninguna huella


Contempló la fotografía. Diecisiete puñaladas. Brutal, sin duda.

Buscó indicios con la lupa. No había señales de mordeduras, nada de nada. Y los trofeos típicos -los pezones o los lóbulos de la oreja- estaban intactos. ¿Qué es lo que el tipo buscaba?


Debajo de las uñas: restos de aluminio ¿Una manicura? Incluso a Floyd Brown, que había visto de todo, le parecía extraño. ¿Algún ritual que todavía no habían descubierto o es que el asesino había sido lo bastante listo como para eliminar cualquier resto de carne que pudiera haberse quedado debajo de las uñas de la chica? En cualquier caso, Brown supo que el tipo se había tomado su tiempo.

Tres asesinatos.

¿Un asesino?

Tal vez.

Mead no quería creerlo… joder, ¿quién quería creer que un asesino múltiple andaba suelto por ahí? Brown se apartó del escritorio y se balanceó en la silla. Los veintitantos años en el cuerpo de policía le decían que aquello no era una coincidencia. Era probable que McKinnon estuviera en lo cierto. Además, aunque detestara admitirlo, lo que les había revelado le había impresionado. ¿Quién era ella, al fin y al cabo? Una señora de la alta sociedad con todas las respuestas.

Floyd se la imaginó apartándose el pelo de los ojos y recordó el perfume que había olido cuando se acercó para ver de cerca las imágenes artísticas. Dios, si había algo que no necesitaba, era pensar en McKinnon como mujer.

Aun así, se moría de ganas de contarle a Vonette que estaba trabajando con la señora entendida en arte de la tele. Le encantaría. Vonette, amante del arte, que le hacía grabar el partido de fútbol del lunes para ver Vida de artistas. Como si ver un partido grabado, cuyo resultado ya sabía, valiese la pena.

El mundo era un pañuelo, eso estaba claro. La mujer que le había robado su ansiada sesión televisiva trabajaba con él en un homicidio, quizás una serie de homicidios.

Hacía un mes, Vonette y él habían hablado sobre la posibilidad de que se retirase, pero no lo haría si había un asesino múltiple por ahí. Y tendría que hacerlo bien. No se trataba de cualquier asesora, no. Era una amiga de la comisaria.


En el cubículo apenas cabía el escritorio y una silla, pero ya era algo; Kate no había esperado nada. Desde luego, no la placa provisional del Departamento de Policía de Nueva York, sujeta en su jersey de cachemira. Encendió otro Merit. El día anterior había sido Marlboro. La semana pasada le había jurado a Richard que lo dejaría. Por enésima vez. Pero en ese momento no podía dejarlo.

Abrió la libreta por una página en blanco, dio unos golpecitos con el portaminas y comenzó a enumerar a las personas que debía ver de inmediato: los amigos de Elena, los compañeros de trabajo, su madre, aunque dudaba que la señora Solana quisiera hablar con ella.

Kate recordó el último año de Elena en el instituto, las lágrimas de la adolescente mientras le confesaba que Mendoza, el novio de su madre, llevaba meses insinuándosele y su madre haciendo oídos sordos. Fue entonces cuando Kate la ayudó a abandonar el hogar familiar, a encontrar el apartamento en la 6 Este e incluso le pagó el alquiler durante los dos primeros años. Ahora el recuerdo le dolía: ¿Si Elena se hubiera quedado en casa, seguiría con vida? Alejó el pensamiento, añadió el nombre de Mendoza a la lista y lo subrayó.

Kate le dio una calada al Merit: era como chupar un Tampax. Tendría que comprar cigarrillos de verdad; estaba fumando el doble de lo normal.

Se preguntó si los otros polis cooperarían con ella. Maureen Slattery le caía bien e incluso se veía reflejada en parte en la joven policía; estaba un poco resentida, eso seguro, pero no era tonta. Y ya le había ayudado al facilitarle el registro de llamadas de Elena. Kate lo repasó rápidamente y vio su propio número, el de Willie y otros que ya comprobaría. Tal vez fueran importantes.

Pero ¿qué había de Brown? Quizás había llegado el momento de visitarlo.

– ¿Su esposa? -Kate observó la fotografía de doce por diecisiete enmarcada, al final del escritorio de Brown-. Es guapa. ¿Intenta matarle?

– ¿Qué?

– Tiene almidón de sobra en el cuello como para cortarle el riego sanguíneo.

– Es muy especial. -Brown se esforzó por no reírse y sacó el archivo de Pruitt-. O sea que conocía a este tipo. ¿Enemigos?

– Seguramente en lista de espera. Era un puto lameculos, un falso, puede que incluso un chorizo.

– ¿Seguro que es usted de Park Avenue?

– Del West Side -replicó Kate, sin especificar de la zona de Central Park.

– ¿A qué se refiere con lo de «chorizo»?

– Existe la posibilidad de que comprara obras de arte robadas.

– Aquí no figura nada de eso -dijo Brown mientras señalaba el archivo de Pruitt.

– Acabo de descubrirlo.

– ¿Ha estado trabajando en los casos, McKinnon? ¿Sola?

– Tenía curiosidad. -Kate sonrió y le explicó lo que la madre de Pruitt le había contado sobre el cuadro desaparecido-. Me atrevería a decir que quienquiera que asesinase a Pruitt tiene el retablo.

– Hallado el cuadro, hallado el asesino, ¿no? -Brown anotó algo y luego sacó una hoja del expediente de Pruitt-. ¿Ha leído estas declaraciones? -Recorrió una lista de nombres con el dedo-. Richard Rothstein. ¿Alguna relación?

– Es mi marido. Estaba en una reunión del consejo de administración del museo con Pruitt la mañana del día en que fue asesinado.

Brown le clavó la mirada.

– Su esposo no le mataría, ¿no?

– ¿Richard? ¿Matar a Bill Pruitt? -Kate soltó una risotada-. Bueno, no me lo contó. Supongo que tendré que preguntárselo.

– Hágalo -dijo Brown. Se reclinó en la silla-. Vi su programa. Con mi esposa.

– Gracias.

– No he dicho que me gustara, sólo que lo vi. -La observó unos instantes y dio unos golpecitos en el borde del escritorio con las uñas.

Kate esperó. Sabía que tenía que darle tiempo. No debía de resultarle fácil. Un detective con más de veinte años de experiencia teniendo que trabajar con ella, una ex poli de la que no sabía nada salvo que tenía contactos en las altas esferas. Si fuera al revés, Kate estaría más que cabreada.

– No le ha contado a nadie sus teorías, ¿no?

– A nadie salvo a Tapell.

Brown torció el gesto.

– Sería nefasto que la prensa comenzase a hablar de un asesino múltiple, sobre todo ahora, justo después del francotirador.

– Si a la gente no le encantara leer cosas así, no las publicarían. -Kate miró el expediente de Pruitt-. Por cierto, la contusión en la mandíbula de Pruitt, ¿era reciente?

– No estoy seguro.

– ¿Qué hay de la médico forense?

– Demasiado atrasada. Tendremos que esperar un poco para tener el informe.

– Quizá -dijo Kate-, y quizá no.

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