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No había ni un árbol a la vista. Sólo un par de bloques de viviendas altas del estilo de las de protección oficial a ambos lados de un solar lleno de neumáticos viejos y botellas rotas entre la basura y los hierbajos. El resto de la calle estaba desolado, arrasado. Sólo quedaba un edificio solitario en pie.

– No parece habitable, ¿verdad? -El joven policía se atusaba nerviosamente las puntas del bigote mientras miraba por el parabrisas la devastada estructura de una planta, en la que faltaban la mayoría de las ventanas. El río no era más que una cinta de azul plomizo que pasaba por detrás.

Su compañero, de cara pálida y también joven, se limitó a encogerse de hombros, aburrido o intentando parecerlo con todo su empeño.

El edificio parecía desierto, pero los tenderos del otro lado de la calle habían identificado la fotografía y el dibujo de la policía.

Los policías tenían instrucciones de esperar refuerzos. No sabían quién era este payaso que perseguían, pero Mead y Brown les habían repetido insistentemente que «actuaran con precaución».

Al cabo de unos momentos, un segundo vehículo de la policía de Nueva York atravesó la calle en silencio, sin señales luminosas, sin sirenas, como si se deslizara al lado del primer coche. Bajaron la ventanilla y un agente se asomó y dijo:

– Los detectives están justo detrás, en un coche sin distintivos.

Entonces fue un sedán Ford azul, de un modelo de principios de los noventa, el que pasó por detrás de los otros vehículos. Las puertas se abrieron y dos agentes hicieron un gesto a los otros policías para que salieran de sus coches. Los seis avanzaron en grupo.

Uno de los detectives de Homicidios, un tipo de unos cuarenta años en mangas de camisa con un tic nervioso en el ojo derecho, preguntó:

– ¿Seguro que está ahí dentro?

El agente del bigote señaló con un gesto de la cabeza al colmado y licorería.

– Según los tenderos, dicen que lleva encerrado en el almacén más de una semana. Va a las tiendas una o dos veces al día. Tiene dinero para comprar sándwiches de mortadela y vino de garrafa.

– Muy bien -respondió el detective, dándose un manotazo en el ojo del tic-. Vosotros dos, id a ver si hay salida por detrás. Esperaremos vuestra señal y luego entraremos por delante.

Hizo un gesto a su compañero, que ya había desenfundado la pistola.

Los dos agentes iniciaron ese tipo de carrera con el cuerpo agachado famosa por las series de policías de televisión, llegaron hasta la triste calle y desaparecieron tras el almacén.

– ¿Sabéis quién es el sospechoso? -preguntó uno de los policías a la espera.

– No -respondió el detective de Homicidios con el problema en el ojo.

Pero era mentira. Había hablado con Brown y tenía una idea bastante clara de quién era, aunque no iba a decir nada. Si era quien él pensaba, su misión era mantener la calma y no hacérselo saber a los otros policías. De haberlo sabido, habrían disparado al cabrón nada más verlo.

El ambiente era denso; la tensión, palpable.

– Empieza a hacer calor -comentó su compañero, balanceándose sobre los talones.

El hombre del tic asintió.

La voz de un agente uniformado sonó en el receptor de radio:

– No hay salida por atrás -susurró-. La puerta está cerrada con tablas. Las ventanas, también.

El detective se frotó el ojo, hizo un gesto a los otros agentes para que estuvieran preparados.

– Vosotros dos, venid delante -dijo por la radio de mano-. Estamos justo detrás de vosotros. Y mucha calma. Despacito. No necesitamos ningún puñetero héroe.

Corrieron hacia la entrada del almacén, se encontraron con los otros dos uniformados y pasaron por la puerta con las pistolas en ristre.

Las ventanas rotas y las grietas del techo apenas dejaban pasar luz suficiente para iluminar la escena: cuatro o cinco tipos arracimados alrededor de un bidón de basura, fumando crack.

Todos los policías gritaron a la vez:

– ¡Manos arriba, hijos de puta! ¡No mováis ni un puto dedo! ¡Ni respiréis!

Los drogadictos salieron corriendo como ratas.

Pero los policías fueron más rápidos y los atraparon uno tras otro, aplastándolos contra las paredes de ladrillo y apretándoles la pistola en la espalda.

Cuando los sacaron a la calle, esposados y resoplando, los drogadictos parecían un puñado de niños perdidos y desolados.

Los agentes separaron a Henry del grupo justo cuando llegaba el furgón policial.

– ¿Qué queréis? -A Henry le temblaba el labio, aunque intentaba hacerse el duro.

Los dos agentes lo aplastaron contra el frío metal del furgón policial, le abrieron las piernas y lo cachearon. En un bolsillo le encontraron un cuchillo y en el otro un puñado de fotografías de una joven hispana.

El hombre del tic las miró y reconoció a Elena.

– Estás detenido.

Intentó empujar a Henry para que entrara en el coche de policía, pero Henry se dio la vuelta y le dio al policía con el pecho, como si fuera un jugador de fútbol americano.

El policía le propinó dos puñetazos en la barriga.

Henry se quedó doblado, cayó de rodillas y tuvo arcadas.

Los inspectores lo levantaron por las axilas y lo tiraron sobre el asiento trasero del coche. Dos agentes uniformados se sentaron a derecha e izquierda.


De vuelta en comisaría, Kate observó que los polis se habían cebado con Henry: tenía un ojo medio cerrado y amoratado y el labio roto. Aún estaba esposado y tenía los brazos estirados tras el respaldo de una silla de metal; la luz fluorescente de la sala de interrogatorios le otorgaba un tono grisáceo a la piel.

Mead estaba interrogándolo. La última media hora había estado presionando a Henry, pero realmente no había llegado a ninguna parte.

Mitch Freeman estaba junto a Mead, tomando notas. Había un par de robots del FBI a ambos lados de Henry, preparados para entrar en acción, como si de algún modo Henry pudiera de pronto reventar las esposas y matar a todos los presentes en la sala.

Kate y Brown observaban a través del falso espejo.

Mead extendió sobre la mesa las fotos que le había encontrado a Henry.

– ¿Quieres decirme de dónde sacaste estas fotos de Solana? -preguntó. Kate pensó que sería la décima vez que lo hacía.

Henry tenía la mirada perdida; estaba pensando. «¿De dónde las saqué?» No estaba seguro. Todo parecía tan antiguo, tan lejano…

– Esta tal Solana te gustaba -dijo Mead-. Eso ya lo veo. -Chasqueó los dientes-. ¿Y qué pasó? ¿Se te quitó de encima? No podías aceptarlo, ¿eh? Una chica así. ¿Quién se cree que es, verdad? Mujeres -añadió, con un guiño de camaradería-. Te dejan hecho mierda. Todas son iguales.

Henry no hacía más que observarle con la mirada perdida.

Kate se preguntaba cuándo le iban a conseguir un abogado al pobre desgraciado, algo que no le había preocupado cuando era ella la que interrogaba a Damien Trip. Pero ¿era posible que pensaran que Henry, este patético yonqui, era su hombre?

– No me lo puedo creer -le dijo a Brown-. Están perdiendo el tiempo.

– No lo sé -respondió Brown-. He visto cosas aún más raras: tipos con aspecto de bibliotecarios que han matado a familias enteras con niños. Se vienen abajo cuando los pillas.

Mead tomó un papel de encima de la mesa.

– Aquí dice que trabajaste como mensajero para el Servicio de Mensajeros de Manhattan. Una forma cojonuda de entrar y salir de los edificios con paquetes y sobres, ¿verdad, Henry?

Freeman sugirió que le soltaran las esposas y le ofreció a Henry un cigarrillo y una cálida sonrisa. También guiñó el ojo, pero no a Henry, sino a Mead, que asintió levemente.

Henry aspiró el cigarrillo como si fuera oxígeno.

– El modo en que dejaste a aquella chica, a Elena Solana -dijo Freeman-, qué bonito, colega. La verdad es que me impresionó.

Henry tenía los párpados medio cerrados. Estaba repasando la escena mentalmente, con el cuerpo de Elena ensangrentado. Pero estaba confuso. Realmente no recordaba la parte del asesinato. ¿Sería la droga? ¿El crack} Quizá sí. Todo lo que recordaba era la sangre en sus dedos y las fotografías que sacó del tocador. Sí, así es como las consiguió.

– Yo las tomé -dijo-. Las fotos, yo las tomé.

Mead levantó la cabeza.

– Así que fuiste tú quien hizo el trabajo artístico -declaró Freeman-. ¡Pues eres muy bueno!

Henry parpadeó, inseguro.

– Lo están confundiendo -dijo Kate-. Es absurdo.

– Así que tú tomaste las fotos de Solana -enunció Mead frente a una grabadora situada en la mesa, entre los dos-. Estabas allí.

– Por supuesto que estaba allí -dijo Freeman-. ¿Cómo habría podido hacer un trabajo tan genial si no hubiera estado allí? -añadió, de cara a Henry, y le dio un codazo, como si fueran colegas-. ¿No es cierto, Henry?

Henry casi sonrió.

– Dilo -insistió Freeman-. Estabas allí.

– Estaba allí -repitió Henry.

Kate ya no lo soportaba. No se quedaría viendo cómo arrollaban a Henry sólo porque necesitaran un chivo expiatorio.

– Ahora vuelvo -le dijo a Brown.

Al cabo de unos minutos, con las fotos en la mano, Kate irrumpió en la sala de interrogatorios.

– Ahora no, McKinnon -dijo Mead.

– Henry, soy Kate McKinnon. Nos conocimos hace mucho tiempo.

Henry levantó la vista.

– McKinnon… -Mead chasqueó los dientes y le lanzó una mirada amenazadora. Los dos robots, también.

– Sólo un minuto, Randy -respondió. Colocó una de las fotografías de la escena del crimen de Elena sobre la mesa-. Dime, Henry, ¿de dónde sacaste la idea? ¿En qué… te inspiraste?

Henry la miró con ojos inexpresivos.

– ¿Y en ésta? -Sostenía una foto de la escena del crimen de Ethan Stein frente a la nariz de Henry-. ¿En qué se basa?

Henry se apartó de la foto.

– ¿Qué quieres decir con… «se basa»?

Mead suspiró profundamente.

– Sólo quiero un par de nombres, Henry. Nombres de obras -dijo Kate.

Henry repitió las palabras como si no tuvieran ningún sentido:

– ¿Nombres de obras?

– Está colocado, McKinnon -dijo Mead.

– Eso está claro -replicó Kate-. Y tampoco sabe de qué estoy hablando. -Le dio a Henry una palmadita en el hombro-. ¿Verdad, Henry?

Henry le sonrió.

– Lo siento, muchachos -dijo Kate, negando con la cabeza-. Por mucho que queráis que lo sea, no es él.

– ¿Y entonces cómo consiguió las fotografías de Solana? -preguntó Mead.

Kate reflexionó unos instantes.

– La señora Prawsinsky dijo que había visto a un hombre negro en casa de Solana la noche del asesinato, y creo que tenía razón. Probablemente fuera Henry. ¡Le gustaba la chica, por Dios! Pero eso no lo convierte en nuestro asesino. -Dirigió la mirada a Mitch Freeman, que no podía disimular su decepción-. Venga, Mitch. Sabe que no es nuestro hombre.

Freeman suspiró.


Kate estaba cansada y a punto de volver a casa cuando Brown le colocó el collage sobre la mesa.

– Sin sellos. Nada. Según el poli de la entrada, lo trajo un niño de la calle. Se lo había dado otro niño de la calle al que no podemos localizar.

– Dios -dijo Kate, mirándolo-. Otro.

– ¿Qué significa?

– Significa que el artista de la muerte aún está ahí fuera. -Kate estudió la imagen y se quedó pensando unos instantes-. Bueno, básicamente tenemos dos imágenes superpuestas. Una de un hombre negro. La otra, un paisaje. El personaje es fácil. Es un Basquiat.

– ¿Un qué?

– Jean-Michel Basquiat. Un artista célebre de los ochenta. Murió por sobredosis de heroína antes de cumplir los treinta. Estoy casi segura de que lo que tenemos delante es uno de sus autorretratos.

– ¿Y el paisaje?

– Eso es fácil. Frederic Church. Formaba parte de la Escuela del río Hudson, un grupo de paisajistas del siglo XIX. Diría que esto es una vista del Hudson.

– Un momento -intervino Brown-. Tenemos un autorretrato de un tío negro y un panorama de un río. Eso suena a Henry Handley.

– Pero no lo es -dijo Kate. Estaba segura.


Willie empezaba a disfrutar de su paseo. Cogió el ritmo y se abrió paso entre los ciclistas y los patinadores que llenaban el estrecho paso entre la carretera y el río. Todo el mundo estaba aprovechando la cálida noche.

En el muelle de Christopher Street, una escena de El rito de la primavera: una orgía de hombres musculosos paseando por el malecón. Willie se dio por aludido y pensó que quizá debería pasar un poco más de tiempo en el gimnasio. Pero en el siguiente muelle, o lo que quedaba de él -un entramado de tablones y algunos postes saliendo del agua verdosa- no había hombres guapos, sino sólo vagabundos pasándose una botella, y la idea de las pesas o de los bancos de abdominales parecía absurda allí.

Willie se apoyó contra la valla y se quedó mirando un puñado de postes que salían del agua. Le recordaron Venecia, sólo que sin el glamour y la belleza decadente, y el tiempo pasado con Charlie Kent, que le había dado plantón el día antes y no le devolvía las llamadas. Aparentemente, ya había conseguido lo que quería de él: su obra.

Miró la costa de Nueva Jersey, al otro lado del río, los bloques de apartamentos de las Palisades, una serie de inhóspitos edificios que destacaban contra el cielo oscuro.

Frente a él, unas obras de construcción paradas hasta el día siguiente; justo detrás, lo que parecía ser un viejo edificio portuario construido sobre un muelle.

Willie comprobó sus notas. Acababa de pasar Jane Street.

Debía de ser allí.


Mead se sujetaba la cabeza con las manos y apoyaba los codos sobre la mesa de reuniones.

– Henry Handley está en un calabozo -dijo, sin gran entusiasmo-. Sólo hasta que estemos seguros.

Mitch Freeman se sentó frente a él, y los dos robots se sentaron a ambos lados de Mead.

Clare Tapell tenía los brazos cruzados sobre el pecho.

– Muy bien -dijo-. Así, entiendo que no es Henry Handley. Entonces, ¿quién?

Kate pasó a Tapell, Mead y Freeman unas copias que había hecho del último mensaje del artista de la muerte: la figura del hombre negro pegada sobre una vista de un río, y Brown y ella miraron el original.

– Tradúcemelo, Kate, por favor. -Los ojos negros de Tapell miraban a Kate con un atisbo de desesperación-. Acabo de llegar del despacho del alcalde -añadió. Suspiró y negó con la cabeza-. No me preguntéis.

– He comprobado las obras para estar completamente segura -dijo Kate-. El paisaje es sin duda de Frederic Church. Es una vista desde Olana, cerca de Hudson, en el estado de Nueva York, donde vivía el artista. Lo pintó hacia 1879, justo antes de que la artritis le obligara a dejar de pintar.

– ¿Y eso qué nos dice? -preguntó Freeman.

– Yo diría que nos da el emplazamiento -dijo Kate-. Hudson es la pista, por lo del río del mismo nombre. Creo que se trata sobre todo de eso. Quizás haya más, pero si lo hay, no caigo. Por ahora. -Señaló la figura, que era casi del todo negra, con grandes manos, pelo de punta, óvalos blancos en lugar de ojos y una boca en tablero de ajedrez. El artista de la muerte había añadido un gran cuchillo rojo, pintado sobre la figura negra, clavado en su pecho-. Es una obra de Basquiat. De 1982. Es un autorretrato, pero no se le parece -continuó Kate-. He visto muchas fotos de Jean-Michel Basquiat, y no se le parece en nada. -Se paró a pensar unos instantes-. Supongo que representa a los jóvenes negros en general. Podría ser cualquier chico con rizos al estilo rasta.

Al instante reaccionó ante sus propias palabras: «Cualquier chico con rizos al estilo rasta.» -¡Oh, Dios mío! -Se llevó el teléfono móvil a la oreja.

– ¿Qué pasa? -preguntó Tapell-. ¿Qué?

– Espera un momento. -Kate levantó una mano para. detenerla, mientras con la otra se apretaba el teléfono contra la oreja. Apretó un botón de marcado automático-. Maldita sea. Una máquina. Maldita sea.

El contestador se conectó. Todos -Mead, Tapell, Brown, Freeman e incluso los robots- estaban esperando, pendientes de sus palabras.

– Willie -dijo Kate-. Willie Handley.

Levantó de nuevo la mano, volvió a apretar la tecla y esta vez dejó un mensaje:

– Willie, soy Kate. Si oyes este mensaje, quiero que me llames enseguida. ¿Me oyes? Enseguida. No vayas a ningún sitio, Willie.

Colgó el teléfono y suspiró.

– Creo que el artista de la muerte tiene a Willie Handley en su punto de mira.

– ¿Por qué? -preguntó Brown.

Kate se recogió el pelo detrás de las orejas.

– Para llegar hasta mí -respondió-. El tipo ha estado siguiéndome los pasos desde el principio, acercándose cada vez más. Quiere llegar hasta mí, y ahora se le ha ocurrido un modo seguro de hacerlo: a través de alguien a quien quiero. -Las palabras le salían a borbotones. Se encogió de hombros-. Pero Willie no es más que el cebo. Me quiere a mí. -Kate agarró el collage del artista de la muerte-. Está todo aquí. Sencillo y claro. Lo que yo le había pedido. El río Hudson. Un joven negro. Él tiene que ser su próxima víctima. -Kate tomó aliento-. En Venecia se suponía que iba a ser yo, ¿os acordáis? El santo muerto tenía mi cara. Pero Slattery se interpuso. Ahora me está llamando, me está haciendo una señal. Esto es una puta invitación. Tiene que serlo. -Se quedó mirando la imagen. Se lo imaginaba ideando la escena: pensando en ella, en cómo descubriría el montaje, en el terror que sentiría al perder a Willie. Sí, desde luego, la conocía. Pero ella también lo conocía a él-. Debe de tener una casa junto al río.

– Su refugio -dijo Freeman.

Kate intentó llamar a Willie de nuevo. Seguía sin responder. Se dirigió a Mead:

– Lleven un coche a casa de Willie, por si vuelve. No le permitan salir. -Volvió a mirar el collage-. Esta imagen no da ninguna indicación temporal. Tenemos que ponernos en marcha.

– ¿Estás segura? -preguntó Tapell-. De lo de la casa en el Hudson, quiero decir.

Kate volvió a mirar la imagen.

– No puedo jurarlo, Clare, pero tengo la sensación. En el estómago. Aquí es donde está. Donde planea sus acciones.

Freeman asintió.

Kate miró una vez más.

– Y me está esperando. Tapell la contempló con cierto aire solemne.

– Bueno, de momento no te has equivocado -dijo, y se llevó el teléfono a la oreja.

– ¿Y si aún no tiene a Willie Handley? -preguntó Mead.

– Bueno, pues es el momento de encontrarlo, cueste lo que cueste. -Kate agarró su Glock y comprobó la munición-. Es una oportunidad de pillarle, Randy, tenga a Willie o…

– La quiero viva, McKinnon.

– Yo también -dijo Kate al tiempo que se guardaba la Glock en el bolsillo de la chaqueta. También cogió su 38, la introdujo en la pernera y se la sujetó al tobillo.

– Tengo que comunicar al FBI lo que está pasando -dijo Freeman.

Tapell asintió mientras abandonaba la sala con los dos robots pegados a sus talones. Empezó a llamar por dos teléfonos a la vez. Mead daba órdenes a toda prisa a un par de agentes.

Transcurridos diez minutos, trazaron el plan de acción.

– Están formando una patrulla de asalto -dijo Tapell-. Pero necesitan unos cuarenta y cinco minutos para movilizarse.

– El control de patrullas pone dos docenas de coches a nuestra disposición -dijo Mead-. La mitad de los coches empezará en Battery Park y buscarán hacia el norte. Los otros empezarán por el norte e irán bajando hasta encontrarse con los primeros.

Freeman llamó para comunicar que el FBI quería agentes en cada coche.

– Busquemos un helicóptero -propuso Brown- para examinar la orilla con focos arriba y abajo.

Tapell hizo la llamada.

– No puedo esperar más -dijo Kate a Brown-. Me voy.

– No sabe por dónde empezar -replicó Mead.

– Déjeme llamar a Ortega, de urbanismo -dijo Brown.

Kate consultó su reloj.

– Es demasiado tarde, ya hace tiempo que han cerrado.

Se estaba impacientando. No era posible esperar mucho más.

– Puedo llamarlo a casa -dijo Brown, con el teléfono ya en la oreja.

– El helicóptero despegará del helipuerto de la calle Treinta y cuatro en veinticinco minutos -anunció Tapell.

Kate daba vueltas por la habitación con paso nervioso.

Tapell volvía a estar al teléfono, movilizando a las patrullas.

– Ortega dice que hay un mapa informatizado de toda la ribera -dijo Brown, con el teléfono en la mano-. Podemos ver qué edificios son nuevos, cuáles viejos y todo lo que está en obras. -Tomó por sorpresa a un novato que acababa de entrar en la sala de reuniones-. Tú debes de saber cómo funciona esto. -Le arrastró hasta una silla frente a un ordenador y le pasó el teléfono-. Habla con Ortega.

Al cabo de unos minutos, el novato imprimió un mapa.

– No es gran cosa -dijo Kate.

– Es algo. Por lo menos sabemos que esto y esto -dijo Brown señalando el mapa con el dedo- son colectores de alcantarillado. No estará ahí.

– Vamos -dijo Kate-. Iremos en su Pinto.

– Las patrullas saldrán en cualquier momento -dijo Mead. Y les gritó-: Si encontráis algo, lo que sea, pedid refuerzos. ¿Entendido?

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