PRÓLOGO

Ya antes de que todo se torciera ella tuvo el presentimiento de que sería un día nefasto. Le echó la culpa al dolor de cabeza con el que se había levantado. Pero incluso más tarde, a medida que el dolor de cabeza remitía, la sensación, casi una premonición, seguía presente. Aun así, logró llegar al final del día. Quizá, pensó, la noche sería mejor.

Se equivocaba.


– ¿Y si nos tomamos algo, un café, por ejemplo? -Él sonríe.

– Debería ir a casa.

Él mira el reloj.

– Sólo son las ocho y media. Venga. Te invito al mejor capuchino de la ciudad.

Ella acepta, quizá porque el dolor de cabeza ha desaparecido por completo, o porque el día ha salido mucho mejor de lo que esperaba o porque no le apetece estar sola, al menos no ahora.

– Caminemos un poco.

El aire nocturno es fresco y un poco húmedo. Ella tiembla bajo la fina chaqueta de algodón.

– ¿Tienes frío? -Él le rodea los hombros con el brazo. Ella no está segura de que quiera eso. Suspira de forma audible-. ¿Qué?

Ella sonríe débilmente.

– Nada, no lo entenderías – dice ella.

El comentario le irrita. ¿Por que no lo entendería? Él le aparta el brazo de los hombros -ella se pregunta por qué- y ambos recorren otra manzana repleta de restaurantes y edificios de piedra rojiza, en silencio, hasta que ella habla.

Quizá sería mejor que buscase un taxi para volver a casa.

Él la toma del brazo, la retiene con suavidad.

– Venga. Sólo un café.

– Creo que debería irme.

– Vale, pero te acompaño a casa.

– No seas ridículo, puedo volver sola.

– No. Insisto. Cogemos un taxi y nos tomamos un capuchino en tu barrio. ¿Qué te parece?

Ella suspira, no tiene fuerzas para discutir.

En el taxi, ninguno de los dos habla; él mira por la ventana y ella se observa las manos.

El Starbucks de la esquina está cerrado; dentro hay un chico fregando que les hace un gesto con la mano para que no entren.

– Mierda. Me apetecía tomarme un café. -Él la mira, triste, como un niño, y luego le dedica la mejor de sus sonrisas.

– Oh, vale. Tú ganas. -Ella también sonríe-. Pondré una cafetera.

Ante el portal, ella busca a tientas la llave y la introduce en la cerradura, pero la puerta se abre antes de que la gire.

– Todo se está viniendo abajo. Están construyendo y no paran de romperlo todo. Me quejaría al portero, pero no serviría de nada.

En la segunda planta tienen que rodear varias pilas de madera y suministros eléctricos.

– Creo que están uniendo dos apartamentos explica ella-. Supongo que para pedir un alquiler más alto. Llevan semanas así, el ruido me está volviendo loca.

En la tercera planta, descorre el cerrojo convencional y luego el de seguridad.

Él entra en el apartamento, se quita el abrigo de inmediato, lo deja caer en una silla. Ella piensa que se está poniendo demasiado cómodo. Él se sienta en el sofá: una capa de espuma gruesa cubierta con un llamativo estampado y cojines, que ella compró en la Catorce, uno con un retrato dibujado de Elvis, el otro con la imagen de Marilyn. Él pasa el dedo por los labios exageradamente rojos de Marilyn, hacia delante y hacia atrás, hacia delante y hacia atrás.

Ella se da cuenta de que todavía lleva el abrigo puesto, se lo quita, lo cuelga en un gancho que hay en la parte interior de la puerta principal, gira el pestillo y el cerrojo de seguridad.

– Pura costumbre -dice.

Sonríe, nerviosa, y se dirige a la kitchenette, un pequeño espacio rectangular del tamaño de un armario adosado al salón. Tira de una cadenita y una bombilla ilumina la minúscula nevera, una cocina de dos quemadores, un fregadero diminuto y un estante con una tostadora y una cafetera de filtro. Levanta la tapa de la cafetera, saca un viejo filtro marrón y lo tira al pequeño cubo de basura de plástico.

– ¿Te ayudo?

– No, gracias. Casi no hay sitio.

Ella nota que él la observa mientras prepara el café y toma conciencia de sus propios movimientos, del balanceo de su pelo. Quizá no ha sido buena idea invitarlo a tomar café.

Cuando ella regresa al salón se sienta en la silla de respaldo rígido que utiliza para la mesa del ordenador y se coloca frente al sofá.

– Enseguida estará el café.

Él la mira y sonríe, pero no dice nada. Ella juguetea con un hilo suelto del puño de la blusa e intenta encontrar una forma de romper el silencio.

– ¿Qué tal si pongo música? -Ella se incorpora, se dirige hasta el reproductor de cedés, colocado en el suelo en uno de los rincones-. Es mi único lujo.

Él cruza la habitación, se arrodilla junto a ella y saca un disco de la pila ordenada. -Por éste.

– Billie Holiday -dice ella mientras le quita el cedé de la mano-. Me mata.

«Me mata me mata me mata me mata me mata me mata…», las palabras resuenan dentro de él.

Por los dos pequeños altavoces se oye un clarinete y luego el gemido conmovedor e inimitable de Billie Holiday. Los primeros versos de God Bless the Child llenan la habitación de una tristeza inefable.

El la observa arrodillada a su lado, tarareando la canción con la cabeza ladeada y el pelo cubriéndole parte de la cara. Lleva toda la noche observándola, pensando en esto, planeando. Pero ahora no está seguro. ¿Volver a empezar? Ha pasado tanto tiempo… Ha sido tan bueno… Pero cuando alarga la mano y le toca el pelo, sabe que ya es demasiado tarde.

Ella echa la cabeza hacia atrás y se levanta de inmediato.

– Lo siento. No quería asustarte -dice él sin alterarse mientras ella lo mira.

Él disfruta viéndola moverse como una gata, nerviosa y asustadiza, pero cuando ella lo mira desde arriba, como si él fuera un ser inferior, ya no le parece para nada una gatita. Una descarga de ira le recorre el cuerpo; está preparado.

– Iré a por el café. -Ella se vuelve, pero él le agarra el brazo-. Eh -dice-, ¡basta ya!

Él la suelta, alza las manos en señal de tregua e intenta sonreír de nuevo.

Ella cruza los brazos.

– Creo que deberías marcharte.

Sin embargo, él vuelve a acomodarse en el sofá, entrelaza las manos detrás de la cabeza y esboza una sonrisa.

– No es necesario hacer una montaña de un grano de arena, ¿vale?

– A veces sí. Pero no me apetece hablar de eso ahora. No creo que lo entendieras.

– ¿No? ¿Y eso? Oh… un momento, creo que ya lo pillo.

– Vete, eso es todo. -Ella adopta una pose desafiante.

– Ya lo entiendo -dice él-. Yo soy el tipo malo y tú eres la víctima inocente. Oh, claro. Completamente inocente. -Se pone en pie-. Pues bien, te diré algo…

– Eh, cálmate -dice ella, intentando controlar la situación-. No pasa nada.

– ¿Nada? -repite la palabra como si careciese de significado.

«¡Hazlo!» -¡Un momento! -grita él.

– ¿Qué? -pregunta, aunque se da cuenta de que no le está hablando a ella y de que mueve rápidamente los párpados, como si estuviera en una especie de trance.

El da un paso hacia delante, con los puños cerrados.

Ella abandona la pose desafiante y corre hacia la puerta. Mientras lucha por descorrer los cerrojos, él se abalanza sobre ella. Intenta gritar, pero él le cubre la boca con la mano.

Entonces le tira de los brazos, le grita, le farfulla en un tono duro, irreconocible. Le extiende los brazos por encima de la cabeza. A ella le sorprende la fuerza de él, pero logra liberar una mano y golpearle en la boca. Un hilillo de sangre le brota del labio. Él no parece percatarse, la derriba, le aprisiona ambas manos bajo las rodillas para así tener los brazos libres y rasgarle la blusa y manosearle los pechos. Ella intenta golpearle, pero sus patadas se pierden en el aire.

Entonces él le sujeta la barbilla, se inclina hacia ella y presiona su boca contra la suya. Ella prueba la sangre de él. Logra zafarse y escupirle en la cara.

– ¡Te mataré! -grita ella.

Él la golpea con fuerza en la cara, luego se aparta y se queda de pie junto al sofá, mirando hacia abajo.

– ¿Cómo lo haremos? ¿Agradable… o no tan agradable?

Ella lo ve todo doble, no puede erguirse y tiene ganas de vomitar.

Entonces él vuelve a colocarse encima de ella y se frota contra su cuerpo, insultándola. Ella muerde el cojín de Marilyn y se concentra en Billie Holiday.

Ahora él se mueve con frenesí, la insulta más fuerte, pero ella se percata de que no ha habido penetración y se siente aliviada.

Él se aparta.

– No me has puesto cachondo. -Se sube los pantalones. Ha sido un error.

«Claro que es un error. Cíñete al plan», piensa.

Ella se baja la falda.

– La nueva mujer es… tan dura -dice tratando de encontrar las palabras que aplaquen su ego herido- que no sabe satisfacer a un hombre.

Ella intenta pensar con calma, sólo quiere que él se marche.

– Sí -dice-. Tienes razón. Lo… Lo siento. No ha sido culpa tuya, yo…

Él le sujeta la cabeza y se la gira hacia él.

– ¿Qué? ¿Qué acabas de decir? -Ella intenta apartarle la mano, pero no puede-. ¿Me estás tratando con condescendencia? ¡A mí! ¡Maldita zorra!

Le suelta la cabeza y la abofetea tan rápido que se queda aturdida durante unos instantes; luego chilla.

– ¡Vete! ¡Vete de aquí, joder!

Ella corre hacia el teléfono, pero él es más rápido. Lo arranca de la mesita de un tirón. El cable sale despedido del enchufe. Entonces él la sujeta por el pelo y la cintura y la arrastra hasta la cocina; el cristal ardiente de la cafetera le quema en la espalda desnuda. La empuja contra la pared. La cafetera se cae; el café hirviendo salpica los tobillos de ella. Ella intenta arañarle la cara, yerra y él le propina un puñetazo.

Recuerda el día en que, de niña, se puso el traje blanco de la confirmación; después el blanco da paso al gris y el gris al negro.

Él apenas recuerda haber encontrado el cuchillo en el fregadero, pero la chica ya no se mueve. Está en el suelo, con una pierna doblada bajo su cuerpo y la otra extendida hacia delante, y hay sangre por todas partes, en la cocina, en los armarios, en el suelo. Ni siquiera recuerda el color de la blusa; está manchada de un hermoso rojo oscuro. Por la comisura de los labios le borbotea un poco de saliva rosada. Tiene los ojos bien abiertos, con expresión de sorpresa. Él le devuelve la mirada perdida.

¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Les habrá oído alguien? Aguza el oído intentando escuchar sirenas, televisores, radios o señales de vida procedentes de otros apartamentos, pero no oye nada. Se siente afortunado. «Sí, siempre he tenido suerte», piensa.

– ¡Qué desorden! -dice con voz ronca.

Encuentra un par de guantes de goma junto al fregadero, introduce las manos ensangrentadas, lava el cuchillo a conciencia y lo guarda en un cajón; luego se quita los zapatos para no dejar huellas de pisadas manchadas de sangre y los coloca en el estante, junto a la tostadora. Arranca varias toallas de papel de un rollo, las enrolla hasta formar dos bolas, les echa un chorro de detergente líquido y comienza a limpiar todo aquello que recuerda haber tocado en el apartamento. Saca incluso el disco de Billie Holiday del reproductor, lo guarda en la caja y lo coloca en el centro de la pila de cedés. Inspecciona el sofá en busca de cualquier cosa que se le pueda haber caído o desprendido, botones o incluso pelos. Ve varios cabellos que le parecen de mujer, pero, por si acaso, descuelga la aspiradora de mano de la pared de la kitchenette y la pasa varias veces por el sofá, luego la limpia con un trapo y la vuelve a colgar.

Sin darse cuenta, se toca el labio. Siente el dolor y recuerda el beso.

De vuelta a la kitchenette, toma una esponja del fregadero, le echa un poco de detergente, limpia la sangre de los labios de la chica muerta y luego introduce y saca la esponja de la boca varias veces.

Le levanta una mano inerte. «¿Esmalte de uñas?» No, sangre. «¿Mía o suya?» La esponja no limpia bien, los restos de rojo se aferran tenazmente debajo de las uñas. Se mete la esponja en el bolsillo del pantalón, justo sobre las toallas de papel mojadas, y la humedad atraviesa la tela y le llega al muslo. Entonces extrae del bolsillo interior un pequeño estuche de manicura, siempre lo lleva consigo, y comienza a trabajar con sus buenas herramientas metálicas. Al cabo de diez minutos, las uñas de la chica están impolutas y arregladas a la perfección. Se queda unos minutos admirando su pequeña obra de arte. Luego, valiéndose de las tijeras para cutículas, le corta con cuidado un mechón de pelo y se lo guarda en el bolsillo de la camisa, justo encima del corazón.

Se acerca a ella, le toca la mejilla. Separa el dedo enguantado, manchado de rojo escarlata. «¡Eso es!»

Comenzando por la sien, desliza el dedo color cereza mejilla abajo, lenta y minuciosamente, deteniéndose sólo una vez para hundir el dedo en el charco de sangre que hay en el pecho de la chica. Luego prosigue por detrás de la oreja y traza una pequeña curva antes de acabar en el saliente del mentón de la chica muerta.

«Perfecto.»

Ahora necesita algo útil.

En el minúsculo dormitorio, piensa en llevarse el cuadro que está sobre la cama. Demasiado grande. ¿Tal vez el crucifijo que cuelga de una pesada cadena de plata? Se lo pasa de una mano enguantada a la otra, antes de volver a guardarlo en el cajón del aparador.

Luego echa un vistazo a un pequeño álbum de fotografías y decide que es eso lo que necesita.

Al volver a la puerta, descorre los cerrojos de seguridad, se pone los zapatos y luego el impermeable.

En el pasillo, fuera del apartamento, titubea. En la primera planta oye la cantinela de un diálogo televisivo, «Laura, cariño, ya estoy en casa…», y luego las risas grabadas. Avanza a hurtadillas por el pasillo y sale al rellano. Cierra la puerta tras de sí con un golpe seco.

Ya en la calle, con las manos enguantadas bien hundidas en los bolsillos, se esfuerza por caminar de manera normal, con la cabeza gacha. A seis o siete manzanas del apartamento de la chica muerta, logra quitarse uno de los guantes dentro del bolsillo y con la mano libre le hace señas a un taxi.

Le indica su destino al taxista y se sorprende al oír el tono tranquilo de su propia voz.

«¿Ha ocurrido de verdad? ¿Se trata de una alucinación?» No está del todo seguro. Quizás haya sido un sueño. Pero entonces siente la humedad en el muslo y el guante de plástico en la otra mano… y sabe que ha sido real.

Los músculos de la nuca y la mandíbula se le tensan; durante unos instantes, todo su cuerpo se estremece.

¿Es esto lo que él quería? Apenas lo recuerda.

Ya es demasiado tarde. Está hecho. Acabado.

Ve su reflejo en la ventanilla del taxi.

No, piensa, apenas ha comenzado.

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