25

Un coche de policía pasó como un rayo con las luces ámbar encendidas y la sirena a todo volumen. A Willie le temblaron los oídos del dolor.

Harlem: calle Ciento veinticinco con Martin Luther King Jr. Bulevar. Willie le echó un vistazo al nuevo letrero de la calle: AFRICAN SQUARE. Tuvo la impresión de que ésa era la idea que tenían los blancos sobre lo que querían los afroamericanos.

En ese momento se oyó el coche de los bomberos, atronador. Willie se tapó las orejas cuando pasó por su lado a toda velocidad. ¿Iba en la misma dirección que el coche de policía? Todavía se lo estaba preguntando cuando, transcurridos unos segundos, pasó otro con las sirenas al máximo. Willie lo siguió con la mirada, se preguntó si algún niño se había caído por la ventana de una casa sin barrotes porque el casero pensaba que no le descubrirían si no los ponía ahí arriba, o si toda una familia había perecido porque no había ni un puñetero detector de humo ni salidas de incendio útiles. El sonido de las sirenas se fundió con música rap a todo volumen: un chico con los vaqueros caídos y holgados, mostrando los calzoncillos tipo short y con un equipo de música portátil pegado a la oreja. Oh, sí, qué guay, pensó Willie, eres un tío guay. Sólo que cuando tengas cuarenta tacos ya no estarás moviendo el esqueleto por estas calles de mala muerte.

Luego un par de tipos blancos, encorvados, observando la calle, buscando rollo. Buscando problemas también, pensó Willie, mejor que esperéis a mañana, muchachos, y os unáis a los grupos de visitas dominicales guiadas para blancos, que van con las cámaras preparadas para captar la vistosidad de la gente de color de Harlem.

Willie se introdujo las manos en los bolsillos de la chaqueta de cuero, que había llevado dos veces a la tintorería. Ya no olía a muerte, ni a cuero, sólo a sustancias químicas. Olisqueó la manga: con o sin sustancias químicas, el movimiento lo transportó a aquella noche, y al cuerpo destrozado de Elena.

– Mierda.

Lenox Avenue estaba más concurrida: hombres sobre todo, jóvenes en su mayor parte, algunos emperifollados para la noche que tenían por delante. Otros, para quienes la noche del sábado era igual que cualquier otra, se dirigían hacia el este, donde los edificios abandonados abrazaban el margen del metro elevado como cascaras vacías: andrajos en la cabeza, botellas envueltas en bolsas de papel arrugado que se llevaban a los labios.

Una jarra de café que cae al suelo estrepitosamente. Líquido marrón salpicado a cámara lenta. Fragmentos de cristal que emiten destellos plateados, acto seguido se morfosean en un cuchillo que raja el espacio. Los brazos de Elena entrecruzados frente a su rostro que grita.

Luego había otra cara. Pero una lámpara de cocina colgada de una cadena la disolvió en un entramado de sombras fracturadas, una abstracción irreconocible.

Willie se esforzó en conservar la visión, en identificar el rostro. Pero fue en vano. El rojo sangre se fundió en la fachada de color violeta del bar de la esquina, el Lenox Lounge.

Un lugar que Willie conocía, un recuerdo.

Reservados de terciopelo afelpado. Cerveza de sabor amargo. Él tratando de aparentar más de dieciséis años. Henry a su lado. Y la conversación. Willie apenas escuchaba las conversaciones en el barrio de viviendas subvencionadas de South Bronx. Pero en el Lenox Lounge era distinto. No había conversaciones inflamadas. Ni diálogos asustados. Sólo hombres que hablaban y también reían. El brazo de Henry alrededor de los hombros, más padre que hermano. A Willie recordar todo aquello le resultaba demasiado doloroso.

Al otro lado de la calle, el neón del Apollo anunciaba PIONEROS DE MOTOWN: los Four Tops, Smokey Robinson and the Miracles. La música preferida de Kate. Mierda. No quería pensar en ella. No en ese momento.

Mantuvo la cabeza gacha, caminó con determinación. Sabía adónde se dirigía, esperaba no equivocarse. Se levantó viento con una ligera neblina. Willie se estremeció bajo la chaqueta rota. ¿Llegaría algún día la primavera?

En ese momento estaba con los parias, al lado del ferrocarril elevado, esquivando a los perros flacos y sarnosos que buscaban comida del mismo modo que los parias andaban al acecho de drogas y alcohol; igual que Willie rondaba la calle oscura donde nunca se invitaba al sol, marginado por la mole oxidada que formaban las vías de metal elevadas. Dio una patada con sus Doc Martens a la basura y unos cristales rotos, empujó un carrito de la compra abandonado, como si fuera un símbolo maldito, un cuerno de la abundancia que se había secado para sus hermanos de esta zona de Harlem.

¿Era la Ciento treinta y dos? Tal vez. No estaba seguro. La calle parecía a la espera de que ocurriera algo: no había actividad suficiente; los hombres apiñados en los portales, rostros ocultos por la oscuridad. Pero no, no era aquella calle.

Al otro lado de la avenida había un cartel con caracteres que habían sido blancos y ahora eran amarillos y estaban desportillados, con un fondo azul cobalto: la Gran Iglesia Baptista Central. Vidrieras, fragmentos de flores hechas con cristales de colores que enmarcan una cabeza de Jesús extraña. Sabía que al día siguiente las señoras practicantes estarían ahí con sus mejores galas dominicales y sería un mundo completamente distinto. Quizás él también tendría que haber esperado hasta el domingo. Pero no. Lo que lo había llevado hasta allí no podía esperar.

En la esquina de la Quinta, al otro lado de la iglesia, se alzaba un edificio de ladrillos encalado al que no le habría venido mal una segunda capa de pintura blanca, pues era color gris paloma. Un letrero de metal oxidado colgaba torcido sobre las puertas dobles: HUÉSPEDES. POR SEMANAS. Valía la pena mirar.

– ¿Me estás tomando el pelo, tío? -La piel que rodeaba los ojos del propietario era rosa claro, como la carne cruda. Era esa enfermedad, pensó Willie, la que supuestamente padecía Michael Jackson-. Aquí no nos quedamos con el nombre de nadie. ¿Qué te crees? ¿Que pagan con un cheque con su nombre impreso? -El hombre se rascó el cuello de dos colores.

Willie miró con ojos escrutadores la escalera que tenía a su derecha. El papel de la pared -flamencos rosas sobre un cielo azul gastado-, aunque estaba medio despegado parecía pintado a mano, como si tal vez, en otro tiempo, el hotel hubiera tenido cierta categoría. Claro que Willie no era capaz de imaginar cuánto tiempo hacía. Él no había nacido, eso seguro. Preguntó si podía ver las habitaciones, pero en cuanto las palabras brotaron de sus labios se dio cuenta de lo absurdas que sonaban.

El señor Dos Tonos ni siquiera miró en su dirección, se limitó a encender un cigarrillo torcido y lanzó la cerilla a la cara de Willie.

La neblina se había convertido en lluvia. Los halos de luz amarilla de las farolas se derramaban sobre las aceras húmedas como miel pálida.

En la siguiente esquina estaba la Escuela Pública 121. El otoño anterior él y Elena estuvieron allí con los alumnos de séptimo: un nuevo grupo de la fundación. El maestro los hacía callar mientras Elena interpretaba unos cuantos riffs asombrosos: la poesía como música abstracta.

Luego, Willie había llevado a los chicos a un pequeño patio, para que recogieran las hojas que habían caído de los pocos árboles que había. En cinco minutos y, después de un par de broncas, los muchachos habían borrado todo rastro de otoño del cemento. Luego les hizo pegar las hojas en una cartulina de colores, pintar encima y alrededor de ellas o utilizarlas como plantillas.

Willie alzó la mirada en ese momento y vio que, tantos meses después, las ventanas de la segunda planta seguían moteadas con las mismas cartulinas. Se le encogió el corazón.

Recorrió otra manzana y ahí estaba. La verja de dos metros y medio de chapa de aluminio que rodeaba el edificio de la esquina. Primero, un hombre con la chaqueta levantada para taparse la cara lo miró por encima del hombro y se escabulló detrás de la verja. Luego, al cabo de un minuto, apareció otro.

La farola otorgaba un tono amarillo agrio al edificio de ladrillos y, a través de las ventanas rotas del piso de arriba y del tejado hundido, los fragmentos irregulares de cielo azul oscuro formaban un cuadro abstracto fantástico.

Otro hombre se escurrió lentamente por la verja.

Willie paseó un poco, intentando armarse de valor. Observó que otros dos hombres desaparecían tras la verja.

«Bueno, tío, ha llegado el momento. Hazlo.» Tomó aire para sentirse con fuerza y luego, rápidamente, casi sin pensar, pasó al otro lado del metal, pisó las piedras grises medio desmoronadas que en otro tiempo habían sido las escaleras delanteras y pasó bajo un arco abierto que hacía las veces de puerta. Las tablas del suelo estaban levantadas y Willie aminoró el paso.

Extendió los brazos en la oscuridad para buscar algún apoyo, pero no había paredes.

En el espacio abierto resonaban susurros.

Entre la oscuridad se distinguía una masa brillante de color naranja rojizo y siluetas.

Tardó unos segundos en asimilarlo: el horno improvisado, un cubo de basura tumbado, y ¿cuántos hombres? -¿cuatro, cinco?- todos apiñados a su alrededor, con jeringuillas de cristal en las manos y un parpadeo de luz blanca en las cucharas metálicas.

Otra inspiración, y Willie surgió de entre la oscuridad.

– ¿Qué coño…? -Una figura negra, la silueta anaranjada de un hombre que se acercaba en la oscuridad.

Willie notó el calor del fuego en la cara. ¿O se trataba de miedo? Se vio las manos, que brillaban como lámparas de Halloween delante de él, y se dio cuenta de que era el único que estaba iluminado.

Pero entonces habló otro hombre, un espantapájaros con cuchara que derretía crack sobre las llamas.

– ¿Will? ¿Eres tú?

– Henry. -Willie exhaló un suspiro-. Tienes que venir conmigo.

– ¿Qué? ¿Estás loco o qué, tío? ¿Qué coño estás haciendo aquí?

– Estás metido en un lío, Henry. En un buen lío. -Willie no le veía los ojos, pero los dedos de su hermano le agarraban el brazo.

– Espérame fuera, hermanito.

– Va muy en serio, Henry. Tienes que…

– Espérame fuera. -Henry empujó a Willie hacia la puerta; su fuerza siempre sorprendía a Willie, teniendo en cuenta su aspecto frágil. Henry se sumergió de nuevo en la oscuridad hasta que el fuego volvió a otorgarle un tono anaranjado, y colocó la cuchara de nuevo sobre las llamas.

En el exterior, Willie dio puntapiés a los pedazos de vidrio roto, alzó la vista hacia las tristes ventanas escolares con las hojas de otoño. La lluvia le rociaba la cara, el pelo. Cambió el peso del cuerpo de un pie al otro. Los diez minutos le parecieron horas.

Cuando Henry salió todo ufano, erguido, sonriente y descarado, Willie pensó que tenía ganas de matarle.

– Estás metido en un lío muy jodido -dijo al tiempo que se sacaba el retrato robot, arrugado y húmedo, del bolsillo.

Henry contempló la imagen, le temblaba la mano cuando la tomó, pero habló con voz de gallito.

– Maldita sea, tío. Vaya puta mierda. Joder, podría ser cualquiera.

– Eso es lo que tú te crees -dijo Willie haciendo un esfuerzo por controlar su ira-. Entonces ¿por qué coño he tardado medio segundo en reconocerte? ¿Te crees que los polis no te reconocerán?

La farola ofrecía luz suficiente para que Willie viera la mirada de desesperación que de repente animó el rostro otrora apuesto de su hermano, pero bastó para suavizarlo, al menos por el momento.

– Por favor, Henry, dime. ¿Qué hacías en casa de Elena?

Henry flaqueó.

– So… sólo quería verla. Nada serio, tío. Pues… tomar una copa, quizá, ¿sabes? Estar con ella.

– ¿Por qué?

– Yo… -Henry bajó la mirada hacia la acera húmeda-. La conocía desde el colegio, tío. Desde antes de que lo dejara. Ya lo sabes. Me gustaba. ¿Qué tiene eso de malo?

– Y esa noche… ¿la noche que fue asesinada? Estabas allí.

– Pero yo no hice nada, Will. Tienes que creerme. -Caminó a un lado y a otro bajo la enfermiza luz amarilla, con las manos hundidas en los bolsillos-. Cuando llegué, no había timbre pero la puerta de la calle estaba abierta de par en par. Así que subí y… la vi, apuñalada. En… entonces salí de allí, a toda prisa. Me crees, ¿verdad?

– Te creo… pero hay un asesino por ahí y la poli cree que eres tú.

– ¿Cómo? ¿Creen que soy el puto artista de la muerte? -Henry se quedó boquiabierto y luego esbozó una sonrisa burlona.

– ¿Te parece divertido? -Willie lo agarró por los hombros.

Las manos de Henry fueron rápidamente a cerrarse en torno al cuello de Willie.

Willie jadeó, los músculos de su garganta se contrajeron en busca de aire. Su hermano mayor, por muy cascado que estuviera por las drogas, todavía podía más que él. Willie tiró de las manos de Henry, intentó hablar, pero no podía. La farola amarilla que tenía encima giraba como un torbellino que iba arrastrándole.

Al cabo de un minuto, ¿o había sido una hora?, Willie estaba sentado en la acera húmeda, acariciándose los tendones doloridos del cuello, el rostro de Henry iba cobrando nitidez a pocos centímetros del suyo.

– Tío, oh, tío. Perdóname. -Henry abrazó a Willie-. No quería hacerlo. Ha sido el crack, tío. Yo te quiero, Will. Lo sabes, ¿verdad?

Willie miró a su hermano con gravedad. ¿Estaba bajo el efecto de las drogas la noche que fue a ver a Elena? Examinó el rostro de Henry, la cara de aquel yonqui que había sido el hermano mayor que tanto quería.

– Sí, Henry. Lo sé.

– ¿Y me crees?

– Te creo. -Sí, conocía a su hermano. No era capaz de matar. No lo era. Willie repitió la frase «no lo era» en su cabeza, intentando convencerse, casi creyéndoselo. Pero ¿le creería alguien más?-. ¿Por qué no me lo dijiste antes, Henry?

– Lo intenté, tío. La última vez que te vi, pero…

Willie obligó a su hermano a aceptar el sobre con dinero.

– Tienes que marcharte de la ciudad. Antes de que te encuentre la pasma.

Henry se humedeció los labios secos, tocó los billetes.

– Hay quinientos dólares -explicó Willie-. Toma un tren, un avión o un autobús, pero lárgate.

– No tengo por qué huir -dijo Henry, recuperando parte de la chulería-. Tengo un sitio donde esconderme. Allí nadie me encontrará.

– Pues entonces vete. -Willie exhaló un suspiro-. Y no te pulas el dinero en drogas.

– Ya casi estoy limpio -dijo Henry suavizando la expresión-. Un poco de crack, eso es todo. Hace semanas que no tomo jaco. Me crees, ¿verdad?

Willie pensó en lo que su madre, Iris, diría: «Estás desperdiciando un dinero útil, hijo», pero también lo hacía por ella. La vergüenza la mataría. Culpable o no, Henry era el chivo expiatorio perfecto. Tomó a su hermano de la mano, la que hacía tan sólo unos momentos había estado a punto de quitarle la vida. Henry se la apretó, esta vez con ternura. Luego Willie se volvió y bajó la calle a toda prisa.

«Perdóname, Kate. Es mi hermano.»


Richard estaba en la última mesa de Joe Allen's, en el lado de la barra del antro poco iluminado y perdidamente pasado de moda. Kate no oía lo que decía, pero él le estaba dedicando su mejor sonrisa a la periodista, acompañada de su medio guiño característico.

¿Se consideraba atractivo? Oh, sí. Se inclinaba hacia la joven rubia -¿por qué siempre tenían que ser rubias?-, la señora Kathy Kraft del puto New York Times, que estaba riéndose, con la cabeza de un rubio decolorado echada hacia atrás como si Richard le acabara de contar el mejor chiste del siglo.

Sin duda no era lo que Kate esperaba.

Pero Kate no iba a permitir que su estado de ánimo le ganara la batalla. No. Iba a divertirse un poco.

Se miró en el espejo antiguo del bar. Sí, había estado mejor pero tampoco estaba tan mal. Se arregló el pelo, se pavoneó por medio bar, vaciló un segundo hasta estar segura de que Richard la había visto. Luego, un recorrido rápido de la barra con la mirada. Dio unos cuantos pasos, apoyó una mano en un traje de Calvin Klein y la otra en uno de Armani y luego se inclinó entre ambos hombres.

Se ahuecó el pelo, una sonrisa de alcoba, su mejor voz susurrante a lo Lauren Bacall.

– Oh, siento molestarles, caballeros, pero me he olvidado los cigarrillos. -Los tipos trajeados iniciaron una torpe competición en busca de cigarrillos y encendedores.

Don Armani casi estuvo a punto de saltar del taburete.

– Eh, siéntate con nosotros.

– Por favor -saltó el señor Klein-. Camarero. -Hizo un gesto-, una copa para la señora.

Kate les recompensó con otro destello de sus ojos color avellana antes de lanzar una mirada rápida en la dirección de Richard.

– Me encantaría, pero… -Se colocó girada hacia la izquierda para que Richard pudiera gozar del espectáculo en su totalidad, luego añadió otra deslumbrante sonrisa-. La verdad, me encantaría, pero… -Otra sonrisa más-. Gracias, caballeros. -Dejó que se la comieran con los ojos mientras cruzaba el local con parsimonia.

Richard ya se había levantado.

– Querido -dijo ella, incapaz de disimular una sonrisa picara.

– Ah, por fin -le dijo él a la sonriente periodista-. La tardona señora de Richard Rothstein. Mi esposa, Kate.

Kate estrechó la mano de la periodista.

– ¿Llego muy tarde? Cuánto lo siento.

– No pasa nada -dijo la reportera-. Su esposo ha sido una compañía de lo más agradable.

– Siempre lo es. ¿Verdad, querido? -Kate alzó una ceja en dirección a él.

– Pero la verdad es que tengo que marcharme. -La periodista se puso en pie, estrechó la mano de Richard-. Y no te preocupes por el tono de mi artículo, Rich.

«¿Rich?», Kate arqueó la otra ceja.

– Gracias, Kathy. -Richard sonrió e hizo otra vez el medio guiño.

– ¿Te pasa algo en el ojo, querido? ¿No estarás otra vez con conjuntivitis, no? -Kate se volvió rápidamente hacia la joven periodista-. Oh, fue horrible. Le supuraba, agh, bueno da igual. Es demasiado asqueroso para hablar del tema.

Richard despidió a la joven periodista, la acompañó hasta la parte delantera del restaurante, agarrándole la mano demasiado tiempo mientras se despedían.

No, no se enfadaría. Él sólo se estaba vengando por su actuación. De todos modos, no podía resistirse a servir un aperitivo con su mejor voz de Walter Cronkite.

– No, de veras, señoría. Sólo somos buenos amigos.

Y, sinceramente, no tenía ni idea de que tenía trece años.

– ¿Y tú cuántos tienes… dieciséis? ¿Señora ligona de las barras?

– Sólo estaba gorreando un cigarrillo.

– Ya. Has dejado a los pobres capullos babeándose el traje de mil doscientos dólares.

Kate lo besó y le apartó los rizos de la frente.

– Siento llegar tarde. De verdad. De todos modos, así has tenido tiempo de babear con la señorita New York Times. -Sonrió-. ¿Me perdonas?

– Por esta vez.

Le hizo una seña al camarero para que le trajera una bebida.

– ¿Qué tal el día? ¿Alguna magulladura más?

– Sólo en el corazón. -Kate se bebió el martini de un trago en cuanto se lo trajeron.

Richard la miró preocupada.

– ¿Estás bien?

Kate hizo un gesto para que le trajeran otra copa, el estado de ánimo coqueto y atolondrado que se había fabricado hacía un momento se iba desinflando.

– No me gusta lo que estoy descubriendo sobre Elena… -En su mente se sucedieron una serie de imágenes: Trip, Washington, Elena bailando desnuda. Se tragó la mitad de la segunda copa, intentando ahogar esa última imagen.

– ¿Como por ejemplo?

– Es como si no la conociera -afirmó.

– Hay ciertas cosas que nunca llegamos a saber de las otras personas, por muy unidos que estemos a ellas. -Richard clavó la mirada en su vaso de whisky escocés-. Quizá no estemos hechos para revelar cada resquicio de nosotros mismos.

– No me gusta cómo suena eso, abogado. ¿Me está ocultando algo?

Richard no levantó la mirada de su bebida.

– No seas tonta.

– ¿Elena te habló alguna vez de novios?

– Ése era tu ámbito, ¿no?

– Parece ser que no.

Durante unos instantes, Kate notó que las lágrimas le escocían en los ojos. ¿A quién le importaban los novios sobre los que Elena le habló, o dejó de hablar? Estaba muerta. Se había ido. Para nunca volver. Tomó otro trago del martini.

– ¿Te encuentras bien, querida? -Richard le tocó la mano.

– Sobreviviré, espero.

– Cuento con ello.

– Por cierto, Bill Pruitt quizá tuviera una vida social más interesante de lo que nadie sospechaba.

– ¿A qué te refieres?

– Posiblemente sexo sadomasoquista.

– Nada de ese tipo me sorprendería. -Richard puso mala cara y estiró la mano hacia el whisky escocés-. ¿Alguna noticia sobre la obra de arte robada?

– Todavía no. ¿Te sorprende? Me refiero a que podría estar implicado en el robo de obras de arte…

– Sí y no. Nunca confié en ese tío.

– Ni te cayó bien.

– ¿Conoces a alguien a quien le cayera bien?

No, no conocía a nadie. Pero en aquel momento, nada de todo aquello tenía demasiado sentido. Pruitt, Elena, Ethan Stein… ¿por qué habían sido asesinados los tres? Pero tenía muchas cosas en las que pensar. Tenía la mente sobrecargada. Mañana, igual que Escarlata O'Hara, pensaría en eso mañana.

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