27

La luz del mediodía iluminaba las casas de pisos y viviendas subvencionadas mientras Floyd Brown giraba con el coche por la Avenida D.

– Bueno, McKinnon, ¿buscamos algo en concreto?

– Cualquier cosa que resulte incriminatoria -declaró Kate, intentando rehuir la pregunta.

– ¿No puede concretar más?

– Un registro rutinario -dijo ella al tiempo que abría la puerta y se encontraba cara a cara con un joven negro de pelo enmarañado y apelmazado.

– Bella dama… ¿qué tal está?

– Estoy bien -dijo Kate. Sacó un par de billetes de un dólar.

Brown la tomó del brazo con brusquedad y la condujo hacia el edificio.

– ¿Por qué le ha dado dinero a ese hombre? ¿Cree que es Rockefeller, dando limosna a los pobres?

– Es que hacía tiempo que no me llamaban bella, ¿pasa algo?

Brown negó con la cabeza.

– La gente como usted no se entera.

– ¿La gente como yo?

– Eso es. Los ricos. Los blancos. Los liberales. ¿Cree que ayuda a ese tío? Y tanto que le ayuda… le ayuda a seguir estando como está. Pero mientras a usted le haga sentirse bien, ya vale, ¿no?

– Se equivocó de profesión, Brown. Tendría que haber sido uno de esos predicadores que salen en la tele los domingos por la mañana.

– Los negros no necesitan que hagan por ellos lo que ellos no pueden hacer por sí mismos, McKinnon. Cada vez que da una limosna a alguien que debería ocuparse de sí mismo, le impide levantar cabeza.

– De acuerdo, lo reconozco. Me declaro culpable de la acusación de liberalismo blanco en tercer grado. -Kate extendió las manos hacia Brown con las muñecas juntas-. Espóseme, agente.

El portero les dijo que Trip acababa de salir y les entregó las llaves de la casa. Kate y Brown subieron los cuatro tramos de escaleras.

El apartamento estaba vacío. El aire del despacho exterior estaba viciado por el humo de los cigarrillos. Kate echó un vistazo a algunas de las facturas que Damien Trip había intentado ocultar, todas para vídeos o equipos de vídeo. Nada incriminatorio. De todos modos, guardó unas cuantas y luego rebuscó entre las postales artísticas de Trip. No había más reproducciones de Ethan Stein.

Tras la segunda puerta de acero encontraron un espacio enorme y blanco. Las ventanas estaban cerradas con tablas y reinaba un silencio absoluto. En el centro había una cámara de vídeo profesional que enfocaba una cama de matrimonio grande con unas sábanas arrugadas color azul lavanda, flanqueada por un par de lámparas de pie halógenas.

Lo que Kate buscaba, aunque lamentó encontrarlo.

En un rincón había una mesa de madera destartalada llena de cintas y revistas; al lado, dos televisores con sus correspondientes aparatos de vídeo.

– Parece ser que los gustos del señor Trip no son exactamente literarios -declaró Brown mientras tomaba unas revistas porno de la mesa: Parejas amateurs, Jóvenes y vírgenes, Intercambio de pareja.

Kate contuvo el aliento.

Brown le tendió a Kate un par de guantes de látex y se puso otro antes de levantar una cuchara de la mesa e introducirla en una bolsa de plástico. A continuación embolsó el contenido de un cenicero. Kate rescató una jeringa de debajo de la cama. Se la pasó a Brown sin mediar palabra.

Trabajaron en silencio y se desplazaron por la estancia recogiendo muestras como si fueran astronautas en la Luna.

Al final de un pasillo había un cuarto de baño minúsculo. El agua azul verdosa del inodoro podría haber sido desinfectante pero era más probable que fuera moho; el lavabo estaba resbaladizo por los pelos y la grasa. El espejo del botiquín estaba resquebrajado. En el interior Kate encontró unos cuantos frascos prometedores y se los llevó en una bolsa.

Detrás de una pared baja Kate y Brown encontraron unas estanterías metálicas repletas de cintas de vídeo. Ella extrajo una. En la tapa había una rubia con pechos de silicona. Extrajo unas cuantas más: En busca del polvo perdido, Las zorras de Eastwick, El retorno del conejito rosa, todas ellas cortesía de Películas Amateur. Estudiantes de cinematografía, claro. En otro momento y en otro lugar quizá se habría echado a reír. Pero no ahí, no en esa situación, teniendo en cuenta lo que buscaba.

– Echemos un vistazo, a ver qué encontramos -propuso Brown, cargado con una brazada de cintas.

Kate tomó aire porque quería impedírselo, pero ¿cómo iba a hacerlo?

Sin mediar palabra colocaron decenas de cintas al lado de los televisores. Brown introducía las cintas en el vídeo.

Las imágenes eran un poco granuladas y el color estaba gastado. Conocido, pensó Kate. Demasiado conocido.

Los dos televisores estaban en marcha. Cinco minutos en modo de avance rápido para ver una película de sesenta minutos, Kate apenas respiraba.

Al cabo de quince minutos y tras visionar varias cintas, vio a Janine Cook, desnuda pero con unas botas de tacón negras hasta los muslos dando latigazos a un tipo gordo de mediana edad que llevaba una capucha de cuero. Kate detuvo el avance rápido.

– Es la amiga de Elena Solana, Janine Cook. -Kate observó la pantalla-. Espere un momento. Ese tipo… -Pulsó la tecla de avance rápido, pero no varió gran cosa: más latigazos y marcas rojas que iban apareciendo en el pecho flácido del hombre.

– ¿Qué hay? -preguntó Brown.

– No estoy segura -dijo Kate-. Me refiero a que con la capucha y tal, pero («joder»), ¡creo que podría ser Bill Pruitt!

Brown se acercó para verlo más de cerca.

Kate pulsó la tecla de rebobinado y se fijó cuando el tío se quitaba la capucha, una milésima de segundo en la película, justo antes de que la cinta se quedara en blanco.

– ¿Era él? -inquirió Brown.

Reprodujeron ese fotograma una y otra vez.

– Creo que sí -dijo Kate.

– Bueno, está claro que podría ser la capucha que encontramos en su casa.

– ¿Y el reloj y el anillo que lleva? Podemos hacer una ampliación de la imagen. -Kate se detuvo a pensar un momento-. Pruitt llevaba un anillo de Yale. Y deberíamos tener información sobre el reloj en algún sitio… si lo llevaba cuando murió.

– Los efectos personales se los quedó su madre.

– Cierto. Entonces podemos comprobar lo del anillo y el reloj a través de ella. Así lo confirmaríamos. -Kate miró la película con ojos escrutadores, en esta ocasión a cámara lenta. El látigo de Janine serpenteaba perezosamente en el aire-. El tipo tiene una cicatriz en el apéndice. Podemos comprobar el historial médico de Pruitt para ver si le extirparon el apéndice, o preguntarle a la forense.

Una vez más, Kate contempló las fracciones de segundo en que el hombre se despojaba de la capucha.

– Estoy prácticamente segura de que es él -dijo.

Brown extrajo la cinta, la introdujo en una bolsa y escribió COOK y luego ¿PRUITT? en la parte superior.

– Esto podría relacionar a Trip con el asesinato de Solana y de Pruitt -manifestó.

A Kate se le agolpaban las ideas en la cabeza. Tenía que hablar con Janine Cook. Pero antes debía ver más de esas dichosas películas, y lo sabía. Se recostó en el asiento, encendió un Marlboro, rezó una oración en silencio… tal vez eso fuera todo lo que iba a descubrir.

Pero no. Bastaron cinco películas y veinte minutos para ver lo que no quería ver. Saltó hacia delante y pulsó con brusquedad el botón de parada.

Brown miró a Kate y luego a la pantalla vacía. Conocía la respuesta, pero de todos modos formuló la pregunta.

– ¿Solana?

Kate se limitó a asentir.

– ¿Le importa si…? -dijo luego con voz queda.

Brown se levantó y se alejó.

Kate volvió a poner la película. Elena delante de la cama. La que tenía allí mismo.

Esta vez estaba demasiado claro. Kate casi era capaz de imaginar que Elena estaba en la habitación con ella, no sólo en esa pequeña pantalla con el color desvaído y con una mala iluminación. Elena sonreía, nerviosa, quizá. No era la típica escena de reina del porno, pero no había duda de que se trataba de ella. A Kate le costó identificar sus sentimientos. Pero cuando lo logró, se dio cuenta de que no sentía nada.

Entonces Elena empezó a desnudarse, bamboleándose, casi bailando, despojándose de la falda. «Dios mío, la falda mexicana.» A Kate le había empezado a doler la cabeza. De todos modos, se obligó a mirar. Los movimientos de Elena le resultaban insufriblemente lentos, como si el tiempo mismo estuviera ebrio. Cinco minutos insoportables, una eternidad hasta que Elena estuvo desnuda. Kate pulsó el botón de avance rápido. Ahora Elena estaba en la cama y apareció la figura en la sombra de un hombre. Kate reprodujo la película a velocidad normal. El hombre era Trip. Miraba a la cámara mientras Elena le practicaba una felación y sonreía con esa asquerosa cara de monaguillo.

Otra vez avance rápido. Elena y Trip follando. La cámara enfocó el rostro de la joven, ojos cerrados, cabeza echada hacia atrás. Más cerca. El sudor de su frente. Los labios separados. Kate observó la imagen hasta que se convirtió en una abstracción, una serie de puntos borrosos.

– ¿Ése era Trip? -Brown la ayudó a ponerse en pie e hizo ademán de guardar la cinta en una bolsa.

– Sí. -Kate agarró la cinta con mano temblorosa-. Espere. -Durante unos instantes estuvo convencida de lanzarla contra la pared de cemento y de verla romperse en pedazos. Pero no lo hizo. Había visto el título: Lesbos es más.

– ¿Y significa?

– Buscamos un artista, ¿recuerda? O alguien que finja serlo. Trip fue estudiante de arte aparte de cineasta. -Kate reflexionó al respecto-. «Menos es más» no sólo fue el credo del movimiento alemán de la Bauhaus sino que los artistas minimalistas lo retomaron aquí en Estados Unidos. Se convirtió en su lema. Ethan Stein era un artista minimalista. Tal vez esto también dé a entender algo sobre Stein.

De pronto a Kate le entraron ganas de vomitar, consiguió recorrer el pasillo hasta llegar al baño, se lavó la cara con agua fría, evitó mirar el lavabo mohoso, lo cual sin duda le provocaría decididamente el vómito. Tenía ganas de gritar, de darle un puñetazo a alguien, de dar una patada. Y eso hizo. Primero a la pared, luego al tocador de madera que sostenía el lavamanos, que se astilló. A sus pies cayeron unas bolsitas de polvo blanco; las jeringuillas desechables repiquetearon en el suelo.

– ¡Brown!

Kate sonrió cuando le mostró el hallazgo.

– Un motivo de peso para detener a Trip.

Brown asintió y guardó las pruebas en una bolsa.

– Tiene un aspecto terrible, McKinnon. Váyase a casa. Emitiré una orden de búsqueda y captura.

– Me iré a casa -dijo Kate-. Después de que vea a Janine Cook.

No estaba seguro de cuánto sabían o de qué habían descubierto exactamente, pero Damien Trip tenía una idea bastante aproximada. «Hija de puta, maldita hija de puta.» Rondó por la calle, entró en el colmado y fue echando vistazos por la ventana, esperó a que el coche de Kate y Brown dobló la esquina. No cabía duda de que eran polis. Lo había presentido el otro día. Ahora tenía que pensar, decidir qué cabos sueltos empezar a atar. Estaba prácticamente seguro de adónde iría Kate, de con quién hablaría. Pero eso no le preocupaba. No le suponía ningún problema.


Kate agarró la cinta de vídeo con fuerza.

– ¿Por qué no me lo contaste?

Janine Cook se encogió de hombros, señaló la cinta con la mano.

– Si no te gusta, no mires.

– Janine. -Agarró a la joven por los hombros. Las lentejuelas púrpura del ajustado mono parecían escamas de pez bajo los dedos de Kate. No tenía paciencia para andarse con sutilezas-. ¿Sabes quién es el tío de la película?

– ¿Qué tío? -dijo Janine, aburrida-. ¿De qué película hablas?

Kate le enseñó la funda.

– Una escena de sadomaso. Tú dándole latigazos a un hombre de mediana edad que lleva una capucha de cuero.

– Oh, ya. -Janine fingió un bostezo.

Kate sintió ganas de darle una bofetada, pero se contuvo, conservó la calma.

– Creo que ese hombre es William Pruitt. Fue asesinado, Janine. A-se-si-na-do. Por la misma persona que mató a Elena. Y tú podrías ser la próxima. -Kate dejó que asimilara la información unos momentos-. Dices que eras amiga de Elena. Pues, sé su amiga, por amor de Dios.

Janine se mordió el labio inferior como una niña pequeña.

– ¿Conocías a ese hombre?

– No. Pero… -Estiró el brazo para apoyarse en el sofá violeta, como si estuviera a punto de perder el equilibrio-. Damien grabó la escena personalmente. El tío le dio un buen fajo de billetes. Cientos.

– ¿Era dinero para rodar la película o… para qué?

– No lo sé. Nunca había visto al tipo, ni volví a verlo.

Kate intentó reflexionar al respecto. ¿Pruitt subvencionaba el negocio de vídeos de Trip o fue una sola vez? La cabeza le daba vueltas.

– Janine, ¿sabías que Elena hacía películas para Trip?

Janine asintió lentamente.

– Necesitaba dinero.

Kate se quedó sorprendida. ¿Por qué Elena necesitaba dinero? Y en tal caso, ¿por qué no había recurrido a ella?

– ¿Acaso Trip la chantajeaba con las películas?

– No lo sé. -Janine se soltó, chocó contra la mesita auxiliar, hizo que un delicado jarrón de cristal acabara hecho añicos en el suelo. Se agachó lentamente y recogió un fragmento de cristal de color violeta claro-. Ya sé lo que piensas. -Ladeó la cabeza para alzar la vista hacia Kate con el rostro crispado y esforzándose por contener las lágrimas-. Que yo soy una puta y que ella era una santa. Crees que le tenía celos, que quería hacerle daño porque le iba mejor que a mí. Pero no es cierto. Nunca le habría hecho daño.

Kate le tendió la mano, pero era demasiado tarde. La joven cerró el puño alrededor del trozo de cristal.

– Oh, mierda. -Kate se acercó a Janine y la tomó del brazo-. ¿Dónde está el fregadero?

Janine señaló débilmente con la cabeza hacia una puerta de vaivén situada al lado de la entrada del extravagante apartamento.

Janine se inclinó sobre el fregadero, llorando en voz baja. Observó el trapo de cocina con el que Kate le había envuelto la mano; contempló las pequeñas manchas de sangre que afloraban como nenúfares.

– ¿Cómo conoció Elena a Trip? ¿A través de ti? -preguntó Kate con delicadeza.

Janine se limitó a asentir. Mientras hablaba, las lágrimas le humedecían las mejillas.

– Sí -gimió Janine. Los nenúfares rosas estaban empezando a volverse escarlatas-. Intenté advertirle, pero…

– ¿Tienes alguna idea de por qué Damien querría eliminar a Elena?

– Crees que es culpa mía, ¿verdad? -Janine intentó que Kate la mirara a los ojos-. Le presenté a Trip y ahora está muerta. Culpa mía. Eso es lo que piensas.

– Yo no sé de culpas, Janine, y no me dedico a culpar, pero… -El trapo de cocina parecía una rosa arrugada, color bermellón brillante.

Kate encontró un poco de gasa y le envolvió la mano con cuidado, haciendo que la mantuviera por encima de la cabeza.

– Por favor, dime qué dominio ejercía Trip sobre ella… sobre Elena. ¿Me lo puedes explicar?

Janine negó con la cabeza.

– Lo único que sé es que Elena quería librarse de él, pero él no se lo permitía.

– ¿Por qué no?

– Quizá porque Elena fue lo mejor que tuvo en su vida.

Kate acabó de vendarle la mano; mientras tanto le era imposible dejar de pensar: Trip y Elena haciendo películas; Trip y Ethan Stein yendo juntos a la escuela de bellas artes; Bill Pruitt protagonizando una de las pelis porno de Trip. Todo empezaba a darle vueltas en la cabeza. Alzó la vista hacia la mano de Janine. La sangre le estaba empapando las capas de gasa.

– Dios mío. Será mejor que vayamos a urgencias.

Cuatro horas en el hospital Lenox Hill para seis dichosos puntos. Cuatro horas dándole vueltas a la misma información: Elena controlada por completo por Trip.

Kate ayudó a Janine a salir del coche, consciente del vendaje blanco recién puesto que la joven llevaba en la mano.

– ¿Quieres que llame a alguien? -preguntó Kate, mientras las dos mujeres recorrían el buen trecho que las separaba del alto edificio de Janine.

– Sí, puedes llamar… Estaba a punto de decir que podías llamar a Elena. Qué curioso, ¿no?

– No -dijo Kate con voz queda-. Pienso en llamarla media docena de veces al día.

– Después de la muerte de mi hermano, lo hice durante casi un año. Incluso ahora, a veces se me olvida. Es como si… -Los enormes ojos pardos de Janine se estaban llenando de lágrimas-. Todas las personas a las que quiero… se mueren.

Kate rodeó a Janine con los brazos y la joven se apoyó en ella y lloró como una niña pequeña.


¿Y ahora qué? Kate no podía irse a casa así, sin más. No cuando se sentía de aquel modo, seguía teniendo en la cabeza las imágenes de Elena y Trip que nunca había querido ver y que sabía que vería. Tenía que hacer algo, ver algo, cualquier cosa, para borrar esas imágenes. Necesitaba alejarse de ellas, pensar con claridad.

Sacó el móvil y llamó a Richard.

– ¿Sería mucho pedir que salieras con una mujer de mediana edad, cansada, al cine y a tomar una hamburguesa? -Se esforzó por no parecer demasiado desesperada y añadió una broma-: ¿Quién sabe? A lo mejor tienes suerte.

– Ningún problema -dijo-. Dame su número.


La había seguido hasta allí y no sabía muy bien qué hacer.

Se mezcló entre la muchedumbre con facilidad. Le echaría el ojo desde cierta distancia, eso era todo. En el interior pidió un café con leche y un cruasán que no parecía recién hecho, pero se le había abierto el apetito, por culpa de esa entrega especial a la amiga de Elena, esa puta bocazas, a la que no le quedaba demasiado tiempo para hablar. No se merecía un regalo tan generoso, pero, joder, eso es lo que era, un tipo verdaderamente generoso. Vivas o muertas, todas eran iguales: ¡malditas zorras hijas de puta chupapollas!

Se tranquilizó con un trago de café con leche tibia. Debía conservar la calma.


El gentío que circulaba por la acera y obstruía la amplia escalinata que conducía al Angelika Film Center del SoHo era el sueño de cualquier empresa de sondeos de opinión: artistas originales y modernos, grunges del Lower East Side y creativos de los medios de comunicación del Upper East Side, ejecutivos de Wall Street y publicistas de Madison Avenue, homosexuales, heterosexuales, bisexuales, negros, blancos, amarillos y de todos los tonos intermedios. Todos estaban allí. ¿Por qué? Porque Angelika era un centro artístico, uno de los últimos de su estilo y nuevo al mismo tiempo. Era el lugar obligado para los modernos o bohemios, o los que intentaban serlo; los listos, la gente guay, o los que intentaban serlo; y seguían pasando películas de verdad.

Richard se aflojó la colorida corbata de seda cuando por fin llegó a la diminuta taquilla situada en lo alto de las escaleras. Kate le esperaba a un lado, apurando con desesperación un Marlboro.

– Se han acabado las entradas -le gritó Richard-. Pero esa película danesa empieza a la misma hora.

– Cualquiera -dijo ella.

El interior del espacioso vestíbulo del Angelika se asemejaba más a una cafetería de los años cincuenta que a un cine. Lástima que los sándwiches de jamón de Westfalia y Brie fueran tan caros y el espresso algo mediocre. De todos modos, la dispar fauna neoyorquina comía, bebía, reía y charlaba. La escena podría haber pertenecido a una película de arte y ensayo, uno de esos filmes existencialistas franceses en los que hay mucha actividad pero ninguna trama.

Kate se apoyó en Richard. Él le acarició la nuca.

– Cielos, tienes los músculos como una roca.

– Estoy más que tensa. Espero poder aguantar sentada toda la película. Hoy ya he visto una que preferiría no haber visto.

Imágenes de Elena y Trip, en aquella cama enorme. No conseguía detener la imagen. Lo más que conseguía era pasar a Janine dándole latigazos al tipo gordo, Bill Pruitt. Estaba a punto de contárselo a Richard cuando un triángulo azul, coronado con una masa de rizos enmarañados, se abrió paso entre la muchedumbre.

– ¡Kate! ¡Richard! -Amy Schwartz, la directora del Museo de Arte Contemporáneo, con uno de sus vestidos tipo tienda de campaña gigante (éste era azul cielo con pequeños topos blancos), besó a Kate en la mejilla.

– ¿Dónde te has comprado ese vestido? -preguntó Kate-. El azul te combina muy bien con los ojos.

– Entré en el depósito de cadáveres la noche que murió Mama Cass. ¡Se lo robé a esa zorra!

Kate se echó a reír.

– Cielos, me alegro de verte. ¿Qué has venido a ver?

– ¿Quién sabe? Roberta ha comprado las entradas. Creo que es una de esas tenebrosas películas escandinavas. Una especie de triángulo amoroso posmoderno: hombre, mujer y perro.

– Oh, perfecto. -Kate miró a Richard-. ¿Es la que vamos a ver nosotros?

– No me eches la culpa. No hablo danés.

Amy hizo una seña con la mano a una mujer con el pelo corto y gris acero.

– Roberta, aquí.

– Tengo que mear. A lo mejor no es más que el síndrome premenstrual, pero tengo la impresión de que voy a explotar.

Kate se volvió y de algún modo el gentío se dividió, abriendo un pasillo. De repente se quedó quieta. Allí estaba, justo al final del camino, asintiendo junto a la cafetería, comiéndose un cruasán. Y él también la había visto. Durante unos instantes pareció que iba a salir disparado, pero no, se quedó ahí, sonriendo.

Kate no estaba segura de qué haría cuando llegara allí, pero aquello implicaba tomar una decisión y, por el momento, esa parte de su psique estaba cerrada. En ese preciso instante, era todo instinto. El ruido -conversaciones, risas, anuncios por el altavoz del comienzo de las sesiones- la rodeaba, pero ella seguía avanzando. Estaba a escasos metros de distancia de Damien Trip, quien la miró a los ojos, le dedicó su sonrisa de cabrón y se pasó el dedo por la cicatriz que tenía en el mentón.

– Vaya, vaya… qué sorpresa -dijo él mientras se tragaba el último pedazo de cruasán y antes de lamerse el índice mantecoso. Recorrió lentamente con su mirada azul claro el cuerpo de Kate-. ¿No puedes estar lejos de mí, Kate? ¿Se trata de eso?

– Oh, vas a desear que me hubiera mantenido alejada…

Y entonces él dijo algo más y ella también, pero las palabras le sonaron como si procedieran de muy lejos, la sangre le bombeaba con fuerza en los oídos. Lo único que veía era su lengua rosada lamiéndose el dedo huesudo y su sonrisa burlona -la misma que había reflejado la cámara-, nada más. Ella echó el brazo hacia atrás y lo lanzó hacia él. Pero Trip también actuó con rapidez. Se giró y se agachó. El puño de Kate fue a parar a un póster enmarcado de La mort aux Tousses, la versión francesa de Con la muerte en los talones de Hitchcock. La sangre dejó un reguero en el cristal y le manchó el hoyuelo del mentón a Cary Grant y la dentadura perfecta a Eva Marie Saint.

– ¿Te has vuelto loca? -gritó Trip.

Kate no sentía el dolor de la mano, ni veía la sangre. Estaba cegada. Ahí estaba: la parte de su personalidad que le resultaba aterradora, la que descubrió la primera vez que se sujetó una cartuchera.

Trip se lo vio en la mirada. Utilizó lo que pudo, aquello en lo que hacía años que confiaba: la sonrisa, los hoyuelos.

– Tranquilízate, Kate -le instó mientras le posaba una mano sobre el hombro, casi como si le hiciera un masaje.

– Oh -dijo ella con una voz que era poco más que un susurro-. Eres… eres… hombre… muerto.

Trip se revolvió y enseguida se escabulló entre la multitud. Pero el brillo de su cabello rubio reapareció durante un instante en el estrecho pasillo que conducía a los pequeños baños unisex del Angelika.

– ¡Trip! -gritó Kate por encima del gentío-. ¡Detente!

Un grito -«¡La mujer lleva una pistola!»- y la multitud se dispersó.

Kate no recordaba haber extraído la Glock pero estaba ahí, en su mano.

Richard apareció entre la gente y vio a su esposa cruzando a la carrera el vestíbulo del cine, empuñando una pistola y con la ira reflejada en la mirada. La llamó. Pero no le oía. Iba directa hacia el estrecho pasillo.

Le dio una patada a la puerta del baño. Las bisagras se desprendieron del yeso. La madera se astilló.

– ¡Dios mío! ¡Ayuda! -gritaba Trip-. ¡Esta tía está loca!

La fuerza de su propio puntapié impulsó a Kate al pequeño baño en el que Trip estaba literalmente encogido de miedo entre el inodoro y el lavamanos.

Una voz gritaba el nombre de Elena, fuerte y desconocida. Pero hasta que llegó Richard, y los separó, Kate no se dio cuenta de que era su propia voz, y que estaba agarrando a Trip por el cuello con una mano y con la otra le presionaba la pistola contra la sien.

– ¡Vamos, basta ya! -Dos policías, con las pistolas al aire, entraron rápidamente por el pasillo. Les seguían otros dos.

Un agente con sobrepeso, resoplando como si acabara de correr un maratón, apartó a Richard. Apuntó a Kate en la cara.

– Pertenezco al Departamento de Policía de Nueva York -afirmó ella-. Este cabrón ha opuesto resistencia cuando iba a arrestarle.

– ¡Joder! -Amy Schwartz se abrió camino entre el gentío, se fijó bien en la puerta del baño reventada, en los uniformados, en Kate jadeante, con la adrenalina todavía a tope-. ¡La Mujer Maravilla está viva! Olvidaos de la película. ¡Por esto sí que vale la pena pagar! ¡Uau, mi madre!

Kate se tocó la mejilla, porque de repente notó un dolor punzante; se miró la mano, vio que le sangraban los nudillos y, cuando dio un paso, perdió el equilibrio.

– Los zapatos de trescientos dólares a la mierda -refunfuñó al tiempo que escudriñaba el suelo del pasillo-. ¿Alguien ha visto el tacón en algún sitio?


Richard dedicó una mirada a Kate que ella no acabó de comprender.

Era casi medianoche. Dos agentes uniformados arrastraban a un adolescente, que iba soltando pestes, por el lado del diminuto cubículo de Kate.

Encerraron a Damien Trip en un calabozo después de que un médico le hiciera un reconocimiento. El mismo médico que le limpió los nudillos a Kate y le vendó la mano.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó Richard.

– Sobreviviré.

– Bueno, menos mal. Voy a buscar un café. ¿Quieres uno?

– Te arrepentirás -dijo Kate negando con la cabeza-. Me refiero al café. Está asqueroso.

Una vez neutralizada la subida de adrenalina, a Kate le entraron ganas de acurrucarse en el suelo.

Floyd Brown llevaba unos pantalones de chándal grises y unas Nike, y la expresión de su rostro no era demasiado agradable.

– Menuda nochecita la suya, ¿eh, McKinnon?

– Las he tenido mejores -dijo ella mientras se tocaba la mejilla con los nudillos magullados.

– Había emitido una orden de arresto para Trip. Podía haberme llamado.

– Lo sé. No sé qué me ha pasado.

– ¿Que no lo sabe? ¿Quiere que repasemos las normas? ¿Que le haga una lista con todo lo que no debería haber hecho? Como que no llevaba refuerzos, no cumplió con el uso razonable de la fuerza. ¿Quiere que siga? -Pero Brown sabía lo que la había hecho explotar. Exhaló un suspiro-. Ya tenemos a Trip. ¿Algún testigo de su supuesta resistencia a ser arrestado?

– Sólo si conseguimos que el inodoro y el lavabo testifiquen…

– Esto no es una broma, McKinnon. Necesitamos pruebas.

– Lo sé -apuntó Kate-. Tenemos las drogas…

– Pero no hay forma de relacionarlo con los asesinatos sin las huellas o el ADN.

– ¿Y el detector de mentiras?

– Sólo si su abogado acepta.

– Toma uno de éstos -dijo Richard al tiempo que entraba en la sala con una taza de poliestireno humeante en cada mano-. Se me están quemando los dedos. -Alzó la mirada-. Oh…

Kate tomó una taza.

– Floyd Brown. Mi esposo, Richard Rothstein.

Los dos hombres se sopesaron con la mirada antes de estrecharse la mano.

– El agente Brown me ha estado leyendo la cartilla.

– No me parece mala idea -comentó Richard.

– Menuda mujer la suya -dijo Brown.

– No está para bromas -comentó Richard.

Kate miró a uno y luego al otro.

– Bueno -dijo Brown, que parecía incómodo-. Mañana, McKinnon. Temprano. Tenemos que trabajar en lo de Trip, rápido. -Negó con la cabeza-. Qué curioso, no encuentro la moneda de veinticinco centavos que Trip necesita para llamar a su… -Se calló de repente y miró a Richard.

– No se preocupe por mí -dijo Richard-. No voy a representarle.

– ¿Es consciente -dijo Brown- de que Trip podría presentar cargos contra usted, McKinnon?

– No creo que Kate tenga que preocuparse por eso -declaró Richard-. Está claro que el hombre opuso resistencia. Kate actuaba teniendo en cuenta la información obtenida a través de una investigación policial legal. Ha sido un arresto con todas las de la ley.

– ¿Es su abogado?

– Si lo necesita, sí.

– Gracias por tomar cartas en el asunto -dijo Kate cuando Brown se hubo marchado-. No estaba preparada para otra pelea.

– No ha sido más que jerga legal, pero qué coño. -Lanzó la taza de café a la basura-. ¿Qué ha pasado exactamente con ese tal Trip?

– Era el novio de Elena. Pornógrafo y traficante de drogas.

– ¿Me estás tomando el pelo?

– Ojalá.

– ¿Cuándo has descubierto todo esto?

– Hoy mismo.

– A lo mejor tenías que habértelo cargado. Hace tiempo que no llevo un caso de asesinato.

– Como si lo viera -dijo Kate-. «Marido defiende a esposa lunática.» -Y siempre la defenderé. -Sonrió.

Kate entrelazó los dedos con los de él. La alivió unos segundos. Pero la adrenalina se le había agotado. Sólo pensaba en dormir.

Загрузка...