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El agente de Homicidios Floyd Brown Jr. estaba sentado cenando, tres horas tarde, cuando sonó el teléfono. Su esposa, Vonette, respondió, le susurró «Mead» y le pasó el auricular.

Floyd dejó el tenedor en la mesa. Seguramente Mead lo llamaba para ponerle al tanto de alguna novedad sobre el francotirador de Central Park, el motivo por el que había llegado tres horas tarde a la cena. Floyd sospechaba que a Mead le preocupaba que no pudiesen demostrar que era culpable; el chiflado había disparado contra cinco personas en los últimos seis meses, pero ninguna de las víctimas había vivido lo bastante para realizar una identificación. De todos modos, Floyd no estaba preocupado. Esa tarde había pasado más de tres horas con el psicópata. Necesitaba confesarse, y Floyd le había ayudado a desahogarse. Ahora le darían las vacaciones que se merecía tras dos meses trabajando por la noche y los fines de semana.

– Brown… -A Mead le interrumpió alguien que preguntaba a gritos, y también se oían muchas voces apagadas de fondo-. Lo siento. Buen trabajo el de hoy. Me han dicho que lo has hecho mejor que de costumbre.

– Gracias. -Esperó. Pero Mead no dijo nada-. Estoy seguro de que es él -dijo finalmente.

– ¿Eh? Oh, sí. Lo siento. Slattery me está enseñando algo.

Brown volvió a esperar. La carne y las patatas asadas se estaban enfriando.

– ¿Necesita saber algo más sobre el francotirador, señor?

– ¿El francotirador? No. Mira, no te llamo por el francotirador; por supuesto, quiero felicitarte, has hecho un gran trabajo, pero eso ya lo sabes. -Mead suspiró audiblemente.

Había ocasiones en las que Brown casi se compadecía de Mead. Sabía que ponía nervioso al jefe de Homicidios. En parte porque Mead no estaba seguro de la influencia política que podría tener estos días un poli negro como Brown, y en parte porque Brown era un veterano, un detective experimentado que no disimulaba las dudas que tenía sobre su nuevo superior. Brown odiaba que tipos como Mead ascendieran tan rápido que ni siquiera cumplían con los mínimos.

– Necesito que vengas volando aquí. Estoy en Park con la Setenta y ocho. Número… mierda… ¿cuál es el número? ¡Slattery! ¿Cuál es la puta dirección?

– ¿Ahora mismo? -preguntó Brown.

– Mierda, claro. Ahora. Quiero que veas la escena del crimen antes de que los técnicos lo destruyan todo. Tenemos un fiambre en una bañera. Podría ser un accidente, pero el forense querrá hacer su trabajo. Así que te necesitamos aquí antes de lo que canta un gallo.

Floyd Brown observó la cena recalentada, enfriándose por segunda vez. Se preguntó si el hecho de bombardear la comida tantas veces podría producir cáncer o algo. Miró a Vonette, que sostenía la taza de café contra la mejilla, con la mirada clavada en la pared, seguramente tratando de explicarse por qué llevaba casada con un poli veintisiete solitarios años. Una mujer hermosa, pensó Floyd, y sólo faltaba un mes para que cumpliera cincuenta años.

Floyd quería quedarse en casa esa noche para disfrutar de un poco de amor y ternura, pero… Consultó la hora.

– Estaré allí dentro de una media hora.

Vonette lo miró, suspiró y apartó la cara.

Randy Mead colgó antes de que Brown dijera nada más. No estaba para que sus hombres le vinieran con cuentos, no después de varios meses de tensión por culpa del maldito francotirador psicópata, y de que la comisaria Tapell estuviera todo el día encima de él. Y ahora este tipo, muerto en la bañera, y lo cierto era que no parecía un accidente. Salió del salón y le gritó a un técnico que buscaba huellas. Había muchas obras de arte. Mead se fijó en un paisaje soleado y decidió que la firma de Monet tenía que ser real en un lugar tan elegante como aquél. Anotó rápidamente en un bloc que los agentes comprobaran en la compañía aseguradora que no faltase nada de valor. El asesinato, si es que lo era, podría enfocarse desde esa perspectiva. Casi nadie se muere ahogado en una bañera. Y el suelo del cuarto de baño estaba encharcado, como si el tipo hubiera estado chapoteando.

Además, era un potentado que se codeaba con la alta sociedad.

Por Dios. Sólo le faltaba eso.

Mead sabía que había gente haciendo cola para conseguir su trabajo y supuso que la comisaria seguramente querría a un negro. Tomó nota mentalmente de mostrarse más agradable con Floyd Brown, respiró hondo y confió en que la muerte del ricachón sólo fuera una especie de accidente raro.

– Eh, Mead. Échele un vistazo a esto. -Uno de los polis de Escena del Crimen, corpulento, con una calva incipiente, atravesó lentamente el salón decorado de forma lúgubre. De sus manos enguantadas colgaba un trozo de cuero negro flácido; una capucha de bondage, con puntadas toscas, agujeros recortados para los ojos, la nariz y la boca.

– ¿Dónde has encontrado ese juguetito?

– En el último cajón de la cómoda.

– ¿Algo más?

– Varias revistas porno, y seguimos mirando. Tal vez el tipo buscaba algo duro y se encontró con algo más duro de lo que se esperaba.

La idea de que el potentado fuera una especie de freak sadomasoquista hizo que Mead sonriera.

– ¡McKnight!

El poli fornido y medio calvo volvió sobre sus pasos pesadamente. Mead señaló la capucha de cuero con la cabeza.

– De esto ni pío, ¿entendido? Ni una palabra a la prensa. Nada de filtraciones. ¿Queda claro?

– Sí, clarísimo, jefe. -McKnight se encogió de hombros.

Mead le quitó de la mano un rotulador negro indeleble y escribió el nombre de la víctima en letras mayúsculas en la parte superior de la bolsa de plástico: WILLIAM MASON PRUITT.

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