6

Dos terribles días en los Hampton. Kate nunca sabría cómo era posible que Richard la hubiera convencido de que le vendría bien marcharse unos días y pasear por la playa paradisíaca enclavada junto a las dunas de su casa de East Hampton. Cuando no estaba llorando, la cólera la consumía. Otro día más allí y habría empezado a disparar contra los granjeros del mercado local.

Dos días. ¡Dos días! Mierda, conocía perfectamente el valor del tiempo en la investigación de un asesinato. Aunque Richard había insistido en que poco o nada podría hacerse durante el fin de semana, a Kate le preocupaba que, a pesar de la promesa de Tapell, nunca se hiciese nada. Era la clase de caso que no trascendía lo más mínimo a no ser que alguien presionase, y mucho.

Al menos, una vez en Manhattan, se sentiría más activa.

Después de que Richard se hubiera marchado al despacho -ella le había asegurado que estaría bien-, Kate había comenzado a organizar su pequeño estudio, apilando de forma metódica los documentos que habían estado esparcidos por el escritorio de madera de estilo Biedermeier. Primero, la investigación sobre historia del arte. Copias impresas de todas las conferencias que había dado, decenas de reproducciones con notas escritas a mano, revistas de arte, publicaciones periódicas y revistas, y cientos de postales de arte. Gracias a Dios que tenía el armario archivador. No es que pensara organizar todo aquello, pero al menos era un lugar idóneo para guardarlo.

Sin embargo, ¿qué hacer con una década de información de todo tipo? Una carpeta sobre los mejores restaurantes de Nueva York con los nombres y el número de teléfono de todos los maîtres, una lista de empresas de catering para cualquier posible eventualidad, información sobre las mejores floristerías de Nueva York y de las principales ciudades de Estados Unidos, catálogos de invernaderos suramericanos especializados en orquídeas de venta por correo, artículos y recortes sobre los más destacados viñedos nacionales y franceses.

Todo aquello parecía completamente absurdo. Tiró los papeles a la papelera de plata antigua, uno de los muchos regalos que Richard le había hecho cuando montó el estudio. Había sido después de su segundo aborto espontáneo, después de que los globos mimeografiados en las paredes y las nubes blancas pintadas en el techo fueran tapados con látex y la cuna devuelta para siempre.

¿Qué era lo que le resultaba familiar de la escena del crimen de Elena? Kate cerró los ojos e intentó reconstruirla, pero fue en vano.

Se centró en las dos cajas de cartón repletas de libros que habían estado apiladas en un rincón durante años, y eligió La máscara de la cordura, de Hervey Cleckley, Los trastornos mentales y el crimen, de Sheilagh Hodgins, y La psicopatía, de Robert D. Hare. Desempolvó la portada de Delito y psique, de David Abrahamsen, lo hojeó, vio sus propios Postit amarillos y descoloridos y las notas garabateadas en los márgenes. Sin duda alguna, habría nuevos hallazgos, nuevos estudios. Habían pasado diez años desde la última vez que miró esos libros.

Tenía que llamar a Liz. Si había alguien que lo supiera, ésa era Liz.

Por supuesto, Liz estaba mucho más interesada en el estado de ánimo de Kate que en ayudarla en asuntos de criminología. Pero Kate no soportó más de cinco minutos de preguntas sobre cómo se encontraba. Otro segundo más y sabía que se vendría abajo.

– Basta -dijo finalmente-. Finjamos que estoy bien, ¿vale? -Luego, en voz baja, añadió-: Tengo que sentirme útil, Liz.

– ¿Crees que es una buena idea?

– Seguramente no. Pero ¿qué puedo hacer?

– ¿Dejar que la policía se encargue del caso?

– No pedí que esto volviera a aparecer en mi vida, pero, mierda, ha entrado arrastrándose por la puerta principal.

– Vale -dijo Liz, resignada-. ¿Qué quieres que haga?

– He redactado una lista. Supongo que con tu situación en el FBI conseguirás la información mucho más rápido que yo.

– ¿Qué clase de información?

– Estudios recientes sobre asesinatos sexuales así como las últimas novedades sobre crímenes violentos que puedan ayudarme a ver el caso con más claridad.

– Kate, ¿tienes idea de cuánta información sobre crímenes violentos ha generado Quantico en los últimos años? Suficiente para llenar la biblioteca del Congreso.

– Por eso te he llamado. Este fin de semana he hecho varias anotaciones sobre lo que vi en la escena del crimen de Elena. -Kate empleó los siguientes cinco minutos poniendo a Liz al corriente-. ¿Podrías echar un vistazo a través del Programa de Detención de Criminales Violentos y el Centro de Información Criminológico Nacional y ver qué resultados salen en el ordenador?

– Dices que no había indicio alguno de que fuera un robo. Tal vez fue un intento de violación.

– Aunque fuera cierto, Elena está muerta. Es un homicidio. -Respiró hondo.

– Cierto. Veré lo que puedo conseguirte.

Kate le dio las gracias a su amiga, colgó, rebuscó el tabaco en el bolso y encontró una cajetilla vacía. «Mierda.» Volteó el bolso: llaves, chicle, pintalabios, peine, un vaporizador relleno de Bal a Versailles, pañuelos de papel y una docena de cigarrillos, la mitad rotos; desparramó todo por el escritorio, junto con la fotografía en color.

Esta vez, Kate la observó con detenimiento. Elena con birrete y toga, Kate a su lado; el día de la graduación del instituto, hacía cinco, no, seis años. Una fotografía familiar. De hecho, Kate creía que tenía una muy parecida.

En la biblioteca hojeó una docena de álbumes encuadernados en piel hasta que la encontró. Idéntica.

Intentó recordar aquel momento frente al Instituto George Washington. Un día soleado. La cámara de Elena. Richard tomó la fotografía. Elena le envió una copia. Bien. Entonces, la que tenía en la mano debía de ser la original. ¿La de Elena?

Kate acercó la lámpara de brazo a la instantánea. Habían aplicado una película fina, del color de la piel, sobre los ojos de Elena de modo que parecía tenerlos cerrados, como si estuviera ciega, muerta, como un cuadro surrealista y espeluznante de Dalí.

Kate, como si hubiera recibido una descarga eléctrica, dejó caer la fotografía. Sin embargo, a los pocos segundos la estaba mirando de nuevo con una lupa. Sí, le habían pintado los párpados. Una obra minuciosa y detallista. Algo que debería analizarse en el laboratorio, aunque ahora las huellas dactilares ya se habrían emborronado. ¿Y en qué laboratorio? ¿A quién se la llevaría? ¿Y qué diría?: «Oh, esta fotografía apareció en mi bolso como por arte de magia y, fíjese, le han pintado los ojos a la chica, y, oh, sí, la chica está muerta.»

Sintió un escalofrío, como si una araña se arrastrase por su brazo. ¿O es que, sabiendo que alguien le había quitado la fotografía a Elena y la había puesto en su bolso, sentía miedo?

Kate sabía que algunos psicópatas sentían la necesidad de participar: estaban entre la multitud mientras la policía encontraba el cadáver, veían las noticias en la televisión para estar al tanto de lo que se decía de sus crímenes, tenían álbumes con recortes de periódicos. ¿Sería el asesino uno de ésos?

Kate tendría que contárselo a Tapell.

El teléfono la sobresaltó.

– Oh, Blair. -Kate no pudo disimular el hecho de que no estaba de humor para hablar con la copresidenta de las funciones benéficas.

– Kate, querida. No he dejado de dar vueltas en la cama todo el fin de semana. No he pegado ojo. He acabado con mis existencias de Valium. Estoy hecha un desastre. Oh, es terrible. Terrible, terrible, terrible. -Respiró hondo-. ¿Cómo lo llevas?

A Kate le apetecía decirle: «¡Esto no tiene nada que ver contigo, Blair! ¿Es que no lo comprendes?» Sin embargo, replicó con voz monótona:

– Supongo que voy tirando.

– Así me gusta, querida. Ésa es la Kate que conozco. -Se calló unos instantes-. Sabes que odio molestarte en un momento así, pero tenemos que atar un par de cabos sueltos. La función benéfica de Hágase el Futuro está a la vuelta de la esquina y todavía quedan muchos detalles por decidir.

Kate lo escuchó todo -la disposición de los asientos, los arreglos florales, las bolsitas de obsequios-, pero no registró nada en absoluto, no le importaba lo más mínimo. Desde luego, la función benéfica seguiría adelante, y otros chicos necesitaban su ayuda, pero ¡bolsitas de obsequios! Por Dios. Blair tenía suerte de que Kate no se le tirara a la yugular. Sí, era cierto, Blair había sido la primera en recibirla en la sociedad neoyorquina, con sus malos modales incluidos, en darle unos cuantos consejos prácticos, y la había apoyado cuando Kate eligió Hágase el Futuro, lo cual le otorgó una mayor distinción. Pero ¿arreglos florales? ¿En un momento así?

Ni hablar.


Daba igual el número de veces que Kate hubiera visto a Arlen James, porque el fundador de Hágase el Futuro siempre la impresionaba. Incluso apoyado en un bastón aquel hombre era inconmensurable.

De casi un metro noventa, el pelo completamente cano y ojos azules. El elegante traje de lana era inglés, los zapatos italianos, pero su pasado -hijo de un arrendatario pobre aficionado a construir aviones de modelismo que al hacerse mayor fundó una empresa de construcción de aviones y amasó una fortuna- era del todo americano. Sin embargo, Arlen James no era un capitalista al uso. Tenía conciencia y la ponía a trabajar. Hágase el Futuro era su compensación, su sueño de la infancia: dinero destinado a ofrecer enseñanza a cualquier niño pobre que la quisiera.

Hacía diez años, una lluviosa noche de sábado, apenas tres meses después de haberse convertido en la señora de Richard Rothstein, Kate había conocido a Arlen James en un cóctel. El lunes por la mañana ella acudió al despacho de James. El viernes ya estaba en South Bronx, caminando por la clase de séptimo curso, arrodillándose junto a los pupitres, preguntándole a cada niño qué le gustaría ser de mayor. ¿Las respuestas? Bueno, varios, Michael Jordan, pero a la mayoría de los niños aquella pregunta les desconcertaba. Hacerse grande ya era un auténtico reto. Por supuesto, Willie respondió. «Artista», dijo al tiempo que hacía un bosquejo con tanta fuerza que el lápiz se partió por la mitad. Elena también respondió. Kate esperó mientras la niña de doce años y ojos oscuros le daba vueltas a la respuesta.

– No lo sé -dijo finalmente mirando a Kate de hito en hito-, pero me gusta cantar y actuar.

Al final del día, había convencido a Richard para que adoptase a la clase entera, para ayudar a todos y cada uno de ellos durante el instituto y, con suerte, también en la universidad. La decisión cambió para siempre la vida de Kate.

Arlen James la rodeó con el brazo y Kate se sintió segura. Pero ése era todo el consuelo paternal que era capaz de aceptar. Los recuerdos de su propio padre la acosaron, las pataletas, las palizas. No quería pensar en eso en aquellos momentos. Se apartó.

– ¿Estás bien? -le preguntó con tacto.

Arlen asintió, aunque a Kate le preocupaba que no estuviera tan bien como aparentaba. Varias visitas recientes al médico y conversaciones sobre un marcapasos le habían hecho recordar, no sin dolor, la edad de Arlen, y el hecho inevitable de que ese hombre al que tanto quería no dirigiría la fundación eternamente.

– ¿Has visto esto? -Golpeó con tanta fuera el New York Post que el escritorio se movió.


¡JOVEN BECARIA ASESINADA!


James comenzó a toser y las venas de la frente formaron un relieve sobre el rostro enrojecido.

– Por favor, Arlen. Cálmate.

– ¡No me da la gana! -Abrió el Post-. Escucha esto… «La víctima, Elena Solana, era una estudiante de la fundación formativa Hágase el Futuro, creación del ambicioso filántropo multimillonario Arlen James.» -Negó con la cabeza-. ¿«Ambicioso»? ¿Yo? Y no soy multimillonario, por todos los santos. ¿De dónde sacan todas estas cosas?

– Da igual, Arlen. Sólo es un periodista…

– Y aquí dice… «La policía desconoce el móvil por el momento, pero parece el típico caso de mala suerte. Una de esas historias de Buscando al Sr. Goodbar. La mujer elige a un hombre. Al hombre equivocado.»

– ¿Qué? -exclamó Kate iracunda.

– Espera -dijo Arlen-. Eso no es todo. «El único sospechoso es otro estudiante de la fundación, pero su identidad no se ha revelado. El sospechoso ya no está detenido; la policía asegura que no hay pruebas suficientes para retenerlo. Una fuente policial no identificada ha sugerido que la fundación benéfica ha intervenido para proteger a uno de los suyos.»

– ¿«La fundación benéfica»? Déjame verlo. -Kate le quitó el periódico a Arlen de las manos y continuó con la lectura del artículo-. «¿O será posible que nuestro nuevo alcalde haya tapado el caso porque ha financiado la fundación como parte del presupuesto municipal?» -Kate arrojó el periódico sobre el escritorio-. ¡Por Dios!

Arlen James suspiró.

– Y he oído decir que esto no es nada comparado con lo que sale en el News.


ÚLTIMA ACTUACIÓN DE UNA ARTISTA DEL MUNDO DEL ESPECTÁCULO


«No es posible.» Kate pensó que los ojos le estaban jugando una mala pasada mientras observaba el Daily News sujeto en la parte superior del quiosco. Pero no, era verdad. En primera plana, nada menos. Quienquiera que dijera que una cultura recibe lo que se merece no andaba desencaminado.

Sabía que no debería comprarlo, pero, qué diablos, ya le habían fastidiado el día.

Debajo del titular rezaba: «Joven del East Village apuñalada. Artículo en página 5.» Kate pasó las finas páginas de papel de prensa.

Tres fotografías con mucho grano: el día de la graduación del instituto de Elena, Arlen James en una instantánea publicitaria y una de la contraportada del libro de Kate. «Katherine McKinnon Rothstein -explicaba en letra pequeña-, conocido personaje de las artes y la filantropía.» Luego había un par de frases copiadas de la sobrecubierta de Vida de artistas, una mención de la serie televisiva y la afirmación de que Kate había descubierto el cadáver de Elena. Sin embargo, la verdadera sorpresa era que el periodista se había documentado y mencionaba la vida pasada de Kate como policía e incluso su especialidad, los niños desaparecidos.

Oh, sí. El día podía empeorar.


Arrastra el dedo por el tablero metálico para crear una especie de camino en la gruesa capa de polvo.

Qué atento y considerado que lo hubiesen dejado ahí, de verdad, como si alguien lo vigilase y pensase en sus necesidades. «Un ángel de la guarda.» Le gusta cómo suena eso, y también la imagen. Alza la vista -varios rayos de luz se cuelan por el techo agrietado- e imagina un ángel alado y desnudo montando el rayo como un vaquero de rodeo. Sonríe.

Extiende los tres periódicos de Nueva York sobre el tablero metálico de la mesa, los abre por el artículo del asesinato de Elena Solana, el cual, desde su punto de vista, ninguno de los tres rotativos ha entendido bien. Hojea los periódicos para ver si han comentado algo sobre su firma. Se reclina, decepcionado.

«¡Idiotas!» Pero al cabo de unos instantes, ya tiene el cúter en la mano, recorta con cuidado la fotografía de Kate y le da vueltas y más vueltas a la imagen con grano. Luego, con el portaminas automático desechable y barato, comienza a dibujar unas alas en la espalda de Kate. Tras pensárselo un poco, añade un halo. Clava la hoja en la pared con una chincheta y se queda un rato admirando su obra.

Un ángel de la guarda. Sin duda.

Coloca los libros en la mesa y piensa en la chica.

La había estado vigilando. La manera en que se movía. Su extraordinaria voz. Entonces fue cuando se le ocurrió. No fue exactamente un plan. Más bien una improvisación. Pero se le daba muy bien. También el modo en que tuvo que improvisar con el hombre. ¿Bien? No. Excelente.

Pero ¿había comprendido Kate su mensaje?

La recuerda en los escalones de piedra rojiza con aquel aspecto tan frágil, destrozándose los pulmones con el alquitrán y la nicotina.

Había llegado el momento de dejar de improvisar, de comenzar a planear, de tomarse a sí mismo más en serio, como seguramente harían otros.

Vacía las bolsas de la compra sobre la mesa metálica y empieza a organizar las herramientas.

Huele a humedad. Se estremece, observa el espacio oscuro y tenebroso que hay más allá de las vigas y las paredes resquebrajadas, la hermosa y relajante luz del río.

Una rata corretea por los tablones de madera fríos y húmedos. Un giro de muñeca. El cúter vuela y, sí, el roedor queda atrapado en el suelo, chillando.

Siempre ha tenido buenos reflejos.

Observa las pequeñas garras de la rata moviéndose, la cola levantando una minúscula tormenta de polvo: la muerte, siempre tan fascinante.

Pero, basta. Hay mucho trabajo por delante.

Quiere crear otro mensaje, algo audaz, algo para convencerla de que están en esto… juntos.

Apoya en los libros su último souvenir, el pequeño retablo, y carga el carrete.

Cada vez que la lámpara de flash le ciega, una imagen parpadea en su interior: un cuchillo atravesando la carne de una mujer, el grito ahogado de un hombre agonizante, el chillido de una joven. Entonces se produce un fundido a las Polaroid que están colocadas frente a él, un nuevo grupo de imágenes revelándose ante sus ojos impacientes. Los detalles de la última fotografía apenas están perfilándose, pero ya ha comenzado a cortarlas en pequeños fragmentos. Las reordena al azar y luego las pega de modo que la imagen original sea del todo irreconocible.

Recoge la obra acabada con los dedos enguantados. ¿Debería enviarla? La idea es tan tentadora que se emociona sólo de pensarlo.

Por supuesto que la enviará. Ya no piensa detenerse.

Introduce el collage en un sobre, se reclina, contempla la fotografía del periódico con las alas y el halo hasta que los puntos grises que forman el rostro de Kate se desdibujan.


Lucille pasó una toalla de papel por las fotografías enmarcadas de Mapplethorpe que estaban en el pasillo color marrón topo: unas flores tan seductoras que la sirvienta evitaba mirarlas.

– Muy buenas tardes -dijo con su acento isleño cantarín-. He preparado pollo al limón para el señor Rothstein y para usted. Y un poco de ensalada fría de pasta. No estaba segura de si se quedarían a cenar esta noche.

Kate le dio las gracias y luego vio el paquete que Liz le había enviado por FedEx, se lo colocó bajo el brazo y se encaminó hacia el estudio.

Para cuando Lucille asomó la cabeza para despedirse, el cielo que se veía por la ventana del estudio de Kate se había tornado de un negro azulado. Kate ya había leído dos de las monografías que Liz le había enviado: Hombres que violan, de Nicholas Groth y Entrevista conductual a las víctimas de la violación: la clave para hacer un perfil. Había llenado medio bloc de notas.


Varias horas después, las imágenes continuaban repitiéndose. La cena fue más bien solemne mientras Kate se esforzaba por charlar de temas triviales.

Se sirvió el pollo al limón.

– ¿Te importa que te cuente algunas de mis ideas?

Richard rellenó las copas con el cabernet californiano.

– Cuéntame.

– Estoy intentando reconstruir lo que ocurrió esa noche. Primero, el intruso, la teoría de un yonqui vagabundo, no sirve. A Elena la mató alguien que ella conocía.

– ¿Y eso?

– Uno: no había indicios de robo. Dos: no forzaron ni abrieron con ganzúa la puerta principal. Tres: la ventana estaba cerrada con la reja. Y cuatro: ella le estaba preparando café.

Richard la miró entornando los ojos por encima del borde de la copa.

– ¿Cómo lo sabes?

– Había un paquete abierto de café colombiano en la encimera junto a una caja de filtros y una cafetera de cristal rota en el suelo. -Los ojos se le iluminaron-. Elena le prepara el café, pero no llegan a tomárselo. No hay tazas sucias por ninguna parte… ni siquiera en el fregadero.

– ¿Y si él las lavó?

– Quizá. Seguramente. Pero tengo la impresión de que la cosa pasó al sexo antes del café. -Kate alzó la copa, pero no bebió-. Tal vez empezara de forma consensual, pero no llegaron al dormitorio. La cama estaba hecha. -Respiró hondo y pareció sacar fuerzas del aire-. Obviamente, algo salió muy mal. -Kate dio golpecitos en la copa de cristal con los dedos-. Tengo que encontrar el modo de leer el informe forense para saber si violaron a Elena o no. ¿Conoces a alguien en el despacho del forense?

– Pues no. -Richard frunció el ceño-. ¿Y luego qué? Es decir, una vez que tengas la autopsia, ¿qué harás?

– Todavía no estoy segura. Pero sin duda sabré más sobre lo ocurrido.

Richard volvió a fruncir el ceño.

– Me preocupa que vuelvas a hacer de policía. Ahora eres mi esposa. Y te quiero.

– Entonces tendrás que ser paciente, ¿vale?

Richard logró sonreír.

Kate también sonrió. Sin embargo, en ese preciso instante la acosaron varias imágenes: fragmentos de cristal alrededor de los pies de Elena, el diseño geométrico del edredón del dormitorio, la sangre coagulada en el suelo de la cocina.

– Abrázame, ¿quieres?

Richard se incorporó de inmediato. Le rodeó los hombros con un brazo y la cintura con el otro. Durante unos instantes, Kate interpretó el papel de la niñita, un papel que había tenido que abandonar a una edad muy temprana. Por un momento pensó en enseñarle la escalofriante fotografía del día de la graduación, pero no, no en ese momento. No quería echarlo a perder.

Richard le acarició el brazo con los dedos.

– Si te pidiera que hiciéramos el amor, ¿te parecería raro? Quiero decir, ¿es demasiado temprano?

Él le tocó el culo juguetonamente.

– Nunca es demasiado temprano.

– Eres un tipo con clase, Rothstein. -Lo abrazó con fuerza-. Creo que necesito olvidarme de todo. -Le susurró al oído.

– Pues olvidémoslo -dijo Richard.

En el dormitorio, Kate pulsó el panel de mando musical, eligió a Barbara Lewis, su cantante favorita del sello Motown, y cantó al unísono Helio Stranger mientras se quitaba el jersey por la cabeza.

Richard seguía de pie. Se soltó el cinturón. Se bajó la cremallera y tiró de los pantalones, que se enredaron en los zapatos acordonados de cordobán.

– Creo que primero son los zapatos y los calcetines, y los pantalones luego. ¿Es que tu madre no te enseñó nada?

– De esto no. -Richard se rió, se desató los zapatos y los tiró al suelo.

Kate se quitó los pantalones de sport y se recostó sobre la nube blanca de almohadas.

– Estás guapísima -dijo Richard, con los calzoncillos y los calcetines marrones puestos.

– Y tú también. -Hizo una mueca-. Pero sin los calcetines.

Richard se arrancó los calcetines en un abrir y cerrar de ojos, le desabrochó el sujetador más rápido aún y le besó los pechos.

Barbara Lewis cantaba con voz suave que había pasado mucho tiempo desde la última vez.

– Estoy de acuerdo con Barbara -dijo Kate. Le levantó la cabeza a Richard con cuidado, lo miró a los ojos azules, lo besó en los labios.

La lengua de Richard se movió con suavidad dentro de su boca.

Kate cerró los ojos: una pantalla azul, violeta reluciente, luego roja. Richard tenía una mano en su pecho, jugueteando y endureciendo el pezón. El rojo pasó a color ciruela intenso, coagulado en forma de regueros verticales en el oscuro teatro de su imaginación. Un fogonazo… la luz estroboscópica de un fotógrafo. Blanco absoluto. Kate abrió los ojos compulsivamente. El rostro de Richard en primer plano: pestañas de medio metro, poros del tamaño de un cráter. Pero sus labios eran cálidos y su lengua no dejaba de danzar.

Kate volvió a cerrar los ojos. Oscuridad. Sí, así, eso es lo que quería. El vacío. Y el tacto. Sentirse viva. La mano de Richard le acarició el muslo, los dedos rozaron las bragas de encaje y luego se deslizaron por debajo.

Pero entonces la oscuridad se había iluminado. Primero ocre oscuro, luego siena, después el rosa grisáceo de los enfermos, que se transformó en un brazo, una pierna, una sobresaliendo, otra doblada; y alrededor, charcos de sangre tan rojos como tomates pasados, extendidos de tal modo que parecía que el corazón de ese torso profanado seguía latiendo. Kate se esforzó por escuchar la música, pero el ruido de los ventrículos y la aorta la ahogaban por completo, ¿o era el sonido de su propio corazón latiéndole en los oídos?

Richard estaba encima de ella, erecto, apretujado entre sus muslos, y sentía su cálido aliento en las mejillas.

Detrás de los ojos cerrados de Kate, las pupilas paralizadas de Elena no reflejaban nada.

Kate abrió los ojos de golpe. Un poco más allá de los hombros desnudos de su marido, las cortinas de hilo, apenas visibles, ondulaban como fantasmas. Se le cortó la respiración.

– ¿Estás bien?

– Sí -mintió y acercó más aún el cuerpo de Richard-. Estoy perfectamente.

Sí, no pasaba nada. No le pasaba nada. Mantendría los ojos abiertos, eso era todo. Escogería objetos en la oscuridad, los miraría hasta que las formas se tornaran visibles, claras: los antiguos tiradores de latón del armario; el frasco de Bal a Versailles que estaba sobre el tocador; el montaje de Willie: fragmentos de madera, alambres serpenteantes, empastes. Pero junto al cuadro una escultura abstracta de bronce oscuro pareció moverse sobre su base, luego se deslizó en forma de masa viscosa y avanzó rápidamente hacia el zócalo, donde se coaguló adoptando una forma vagamente humanoide. Una mujer con un traje pantalón marrón se materializó de la nada y apuñaló a la forma abultada con una mano enguantada.

Dio un grito ahogado cuando Richard la penetró. El cuerpo de él se movía con suavidad sobre el suyo y su pene era un pistón decidido.

Ojos abiertos. Cerrados. Abiertos. Cerrados. Ninguna diferencia. Regueros de sangre, fogonazos, bolsas para cadáveres.

Kate gritó.

Richard se detuvo en seco.

– ¿Qué pasa?

– Nada -replicó Kate abrazándose a él.

– ¿Estás segura?

– Sí. -Kate observó las pecas que Richard tenía en los hombros, los rizos detrás de las orejas; inhaló el olor de la loción para después del afeitado, cualquier cosa que exigiese su concentración; cualquier cosa que la hiciese sentirse viva.

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