18

Era posible que en el despacho de la médico forense hubiera mucho trabajo, pero una llamada a la comisaria Tapell le abrió las puertas.

La etiqueta de plástico -«Rappaport, Sally»- estaba sujeta, ligeramente torcida, en el bolsillo superior de la bata de laboratorio de la médico forense, entre grupos de manchas color vino, seguramente sangre seca y no pinot noir. Rappaport tendría treinta y tantos, de estatura media, delgada. A juzgar por el color de la piel, no había visto la luz del día en años.

– Siento retenerla hasta tan tarde.

– ¿Está de broma? -Rappaport se encogió de hombros-. Acaba de empezar mi turno.

El pasillo que conducía a la principal sala de autopsias era de un horrible color verde grisáceo desde el suelo hasta la altura de la cintura, y luego color hueso hasta el techo. Kate siguió las Adidas de suela gruesa de Sally Rappaport. Crujían en el suelo de baldosas de cerámica color menta.

Un antiguo balneario romano. Varios arcos lo suficientemente grandes como para que Cleopatra realizase su entrada triunfal en Roma. Baldosas blancas relucientes y acero inoxidable. Tan frío que era posible verse el aliento. El olor a formaldehído era veinte veces peor que una clase de biología del instituto.

El depósito de cadáveres de Astoria, al que Kate había acudido en los viejos tiempos, pertenecía al hospital de Queens y se reducía a una sala con tres o cuatro camillas.

En la que se hallaba cabría perfectamente una docena.

Rappaport condujo a Kate por entre un par de camillas, los cadáveres eran de color céreo y los pies de venas azules sobresalían por debajo de las sábanas de plástico verde. La forense le tendió una mascarilla a Kate, se puso una sobre la nariz y la boca y se colocó bien el pelo castaño y rizado, que se aguantaba con dos pasadores azules de plástico con forma de pez. Kate se preguntó si Rappaport los conservaría desde la infancia o si se los habría comprado a algún vendedor ambulante de mal gusto. Pero ¿qué más le daba, allí, de todos los sitios posibles, en esa gélida casa de la muerte donde estaba a punto de ver el cadáver de la joven que había sido lo más parecido a una hija que había tenido? No necesitaba que un terapeuta le explicara nada en este caso. ¿Pasadores de pelo? Cualquier distracción serviría.

Rappaport sacó un par de guantes de plástico de un dispensador y le indicó a Kate con la cabeza que hiciera otro tanto. Se desplazó hasta la mitad inferior de una de las paredes, repleta de compartimentos metálicos, todos ellos con un tirador de plástico grande y una ranura con una ficha con números escritos con rotulador negro. Una biblioteca de cadáveres gigantesca. La médico forense consultó su portapapeles, sujetó el tirador del compartimento S-17886P y tiró. El cajón se abrió con un chirrido.

El cadáver de Elena se asemejaba a los muchos cadáveres que Kate había visto; carne del color de unas teclas de piano viejas, indicios del corte torácico en Y de la autopsia, puntos donde le habían vuelto a coser la coronilla…; pero para ella no era cualquier cadáver. Kate apenas respiraba bajo la mascarilla. ¿Cómo lo haría? ¿Se había vuelto loca? No, quería hacerlo. Debía hacerlo. Una melodía, eso era lo que necesitaba. Un viejo truco -concentrarse en alguna letra banal- para poder afrontar y ver las peores escenas.

Baby Love.

Nefasta elección, pero ya era demasiado tarde para echarse atrás. Diana Ross y las Supremes -con el pelo cardado, faldas enormes y señalando con el dedo- ya se habían instalado en su interior justo cuando Rappaport comenzaba a mostrarle los cortes violeta oscuro, casi negros, en el pecho de Elena.

– … dos, tres, cuatro… diez en el torácico superior. Uno, dos, tres… estos tres parecen uno porque se confunden entre sí, pero son tres cortes distintos. -Levantó la vista y miró a Kate-. ¿Lo ve? -dijo mientras los tocaba con un bisturí-. El informe original del forense decía que eran diecisiete heridas de arma blanca, pero en realidad son veintidós.

Kate oía una y otra vez el estribillo de Baby Love.

Rappaport pasó del bisturí a los rayos X, y señaló con la intensa luz fluorescente.

– Estos dos de aquí… -indicó- atravesaron los pulmones. Estos otros dos penetraron directamente en el corazón. Son los que la mataron.

– Lo que mata no es el arma -susurró Kate.

– Cierto -convino Rappaport. Desplazó los rayos X hasta el muslo grisáceo de Elena-. Estas otras heridas, en el abdomen, son más bien superficiales.

– ¿La violó? -logró preguntar Kate a pesar de que la canción continuaba sonando en su interior.

– No hay semen, pero sí varias heridas vaginales.

– ¿Es posible que se produjera un intento de violación y el agresor no eyaculara?

Rappaport estaba a unos quince centímetros de los muslos de Elena, rebuscando por entre el oscuro vello púbico con una sonda metálica.

– Es posible. Sí. Lástima que no haya semen para identificarlo por el ADN.

Kate levantó una de las manos de Elena con cuidado. Estaba helada y parecía gomosa.

– ¿Heridas defensivas?

La médico forense asintió.

– ¿Y debajo de las uñas? -preguntó Kate.

Rappaport observó el portapapeles, pasó una página.

– Nada. Sorprendentemente limpias.

Kate contempló la mano inerte entre las suyas. ¿Qué era lo que no encajaba? Las uñas. Exacto. Había leído el informe.

– ¿Cree que el agresor le limó las uñas una vez muerta?

– No sabría decirle. -Los ojos marrones cansados de la médico forense parecían aburrirse por encima de la mascarilla.

– Elena llevaba las uñas largas -dijo Kate-. Debió de hacerlo él.

– Bueno, pues lo hizo bien. No hay nada debajo de las uñas. Ni pelos, ni carne, nada de nada.

– ¿Hay partículas o pelos en alguna otra parte?

– De momento, sólo pelos de la chica. Tenemos los resultados preliminares del estómago, el hígado y los riñones. Los análisis tardarán una semana.

¿Una semana? Kate tuvo ganas de gritar, pero mantuvo el tipo. Quizá llamara a Tapell.

– ¿Podría hacérmelos llegar cuando estén listos?

– Los resultados del análisis se enviarán al despacho de Randy Mead. -Miró a Kate entornando los ojos-. El ayudante de Tapell dijo que está trabajando con él, con Mead. -Por el tono, parecía una pregunta.

Kate no se molestó en responder.

– Me llevaré esos resultados preliminares ahora, veré el resto después. -Se dispuso a coger el archivo y se dio cuenta de que todavía tenía la mano de Elena entre las suyas. Durante unos instantes, no quiso soltarla, como si así pudieran mantenerse unidas.

– Nos espera el otro cadáver. -Rappaport bostezó-. Será mejor que vayamos a verlo.

Kate soltó con suavidad la mano de Elena.

Rappaport empujó con fuerza el compartimento metálico, que se cerró con un ruido sordo.


La carne de Pruitt parecía cérea y gomosa. -¿Qué hay de la contusión del mentón? -inquirió Kate.

Rappaport se inclinó sobre el cadáver y tocó la mandíbula de Bill Pruitt con el dedo enguantado. En menos de tres segundos, la carne pasó del violeta al blanco, de ahí al amarillo pálido y luego al violeta de nuevo.

– A juzgar por la lividez, diría que ocurrió durante el asesinato o la misma tarde del asesinato como muy tarde.

O sea que había sido el artístico sujeto desconocido quien había golpeado a Pruitt. A Kate no le cuadraba.

– ¿Por qué pegar a alguien mientras lo estás ahogando? Un poco exagerado, ¿no?

Rappaport se encogió de hombros.

– ¿Qué hay de Ethan Stein?

– La autopsia todavía no ha acabado -dijo Rappaport-. Eso sí que es exagerado. -Negó con la cabeza-. Le enviaré esos informes en cuanto estén listos.

Kate guardó en el bolso los informes preliminares sobre Pruitt, junto a los de Elena. Estaba ansiosa por salir de allí y, en ese momento tenía ganas de disparar.


El olor a pólvora flotaba en la sala de techo bajo como una nube de lluvia ácida. Kate apretó el gatillo, y otra vez, y otra, y otra. El arma le saltaba en la mano y la vibración le recorría los brazos. Casi había olvidado lo emocionante que era disparar… todo ese poder concentrado en la mano. El blanco se deslizó hacia ella. Ninguna diana, pero todos los disparos habrían causado heridas graves. No estaba mal teniendo en cuenta los años que llevaba sin practicar. Volvió a cargar el arma y vació todas las balas. Se concentró en mantener el brazo inmóvil y la mente relajada. No pudo evitar preguntarse qué pensarían sus amigas, Blair y las otras, si la vieran en ese momento. ¿Ésas? Abrirían fuego antes de que tuvieras tiempo de decir «acuerdo prematrimonial».

Kate estaba acabando la cuarta tanda cuando vio a Maureen Slattery, varios puestos más allá. Revitalizada tras haber destrozado unos cuantos cartones, Kate recorrió tres puestos hasta llegar al de la joven policía.

Slattery se quitó los protectores de oídos y retrocedió para encontrarse con Kate.

– Buena puntería -dijo Kate al observar la tanda casi perfecta de Slattery mientras se deslizaba hacia ellas.

– Gracias. ¿Qué tal usted?

– Algo oxidada.

– No se tarda mucho en recuperarla. Es como nadar.

– O follar.

Slattery la miró.

– Vaya vocabulario el suyo, McKinnon.

– Me especialicé en insultos en Saint Anne's.

Maureen esbozó una sonrisa.

– Saint Mary's. Bayonne, Nueva Jersey.

Kate le dedicó una mirada de complicidad.

– ¿Uniforme?

– El típico modelito a cuadros.

– ¿Era muy corta la falda?

– Digamos que me preparó para los minishorts de Antivicio. ¿Y usted?

– Exactamente dos centímetros y medio por debajo de las bragas. -Kate se persignó-. Me era imposible agacharme. Si se me caía el lápiz, ya estaba, perdida para siempre.

Las dos se rieron como colegialas.

Maureen guardó el arma en la pistolera mientras se encaminaban hacia el vestuario.

– ¿Alguna novedad en los casos? -preguntó Kate.

– He comprobado lo de Perez. Sus compañeros de cena, un par de artistas del centro, dicen que lo dejaron en casa justo después de cenar.

– Pero ¿se quedó en casa?

Slattery se encogió de hombros.

– Ni idea. También dice que no estaba en la ciudad cuando asesinaron a Ethan Stein.

– Estoy esperando que me entregue su agenda laboral, y también tendré la de Schuyler Mills. Entonces veremos lo que dicen que estaban haciendo en esas fechas y lo comprobaremos con otras fuentes.

– Bien.

– ¿Qué hay de Mendoza? -inquirió Kate-. ¿Se ha comprobado su coartada?

– La señora Solana sigue diciendo que pasó toda la noche con él.

Kate asintió. Se alegraba de que Maureen se hubiese ocupado de la señora Solana y Mendoza. No le apetecía tratar con la madre de Elena.

– ¿Algo más?

– Los efectos de Pruitt están en la sala de pruebas, en la tercera. Écheles un vistazo. Luego le contaré el resto. Ah, póngase guantes, y no lo digo porque pueda echar a perder las pruebas. La sala es una pocilga.


Archivos metálicos del suelo al techo. Cajas de cartón. Algunas llevaban tanto tiempo allí que había telarañas tan gruesas que servirían de jersey.

La sala de pruebas. Kate estuvo a punto de arrepentirse de que el empleado se la hubiera abierto.

– Por aquí -le dijo, sorbiéndose la nariz. Era joven, de unos veintidós años y aún tenía acné en las mejillas-. Todos los casos nuevos están en este rincón, en el estante inferior. -Señaló y luego se frotó la nariz-. Tengo alergia. Al polvo, creo.

– Chico, parece que te has equivocado de trabajo. -Kate le ofreció una mirada comprensiva.

– ¿Le importa si salgo? -La nariz le temblaba.

Kate observó la deprimente sala y vio una araña avanzando por la pared. Si se quedaba allí un buen rato empezaría a picarle todo.

La caja de Pruitt era triste. Una pastilla de jabón en una bolsita de cierre hermético; una toallita, también en una bolsita. Una más grande con artículos de baño: espuma de afeitar, maquinilla, un frasco de colonia de agua de rosas.

Dentro de la caja de cartón había otra más pequeña. Kate se puso los guantes.

En la parte superior había una bolsa de cierre hermético en la que habían escrito «William Mason Pruitt» con rotulador negro. Kate la abrió, observó la capucha de sadomasoquismo, las puntadas toscas en torno a los agujeros para los ojos, la nariz y la boca. ¿Sería verdaderamente de Bill? Si su nombre no estuviera escrito en la bolsa, no se lo habría creído. Rebuscó en la caja, sacó una pila de revistas, sobre todo pornográficas. Varias de adolescentes, chicos y chicas, no lo bastante jóvenes como para calificarlo de porno infantil, pero casi. Kate estaba indignada y luego se quedó un tanto asombrada al ver las cuatro o cinco dedicadas exclusivamente a travestidos negros jóvenes, otro grupo de porno sadomasoquista que hacía que la capucha pareciese inofensiva.

Debajo de las revistas había más de una veintena de vídeos porno. Las típicas imágenes de mamadas y folleteo en las fundas, pero ésas parecían de presupuesto ajustado y le hacían justicia al nombre de la empresa -Películas Amateur-, deletreado en negrita. Quizá valiese la pena verlas algún día, si es que se veía con fuerzas.


Kate se inclinó hacia el cubículo de Slattery.

Maureen le dedicó una sonrisa.

– ¿Ha visto el equipo? ¿La capucha?

– Sí. Y, créame, me ha sorprendido bastante. Bill Pruitt. -Kate negó con la cabeza-. Nunca se sabe.

– Prepárese para más sorpresitas -dijo Slattery-. Fui de bar en bar, pasé por el Branding Iron y el Dungeon, en la zona de los muelles. -Hizo una mueca e imitó un escalofrío-. ¿Ha estado alguna vez por ahí?

– Oh, claro. Todos los sábados por la noche le pongo un collar de perro a mi marido y lo arrastro hasta allí. -Kate arqueó una ceja-. ¿Y?

– En la sala trasera del Dungeon había un tipo encadenado, suspendido en el aire para los clientes. Uno le había metido el puño por el culo y otro le estaba haciendo que le entraran arcadas al meterle la polla hasta la garganta.

– Uno de esos momentos que no se olvidan. -Eso mismo. De todos modos, nuestro hombre, ¿Pruitt?, les enseñé su fotografía.

– ¿Y?

– Era un cliente habitual. Ah, quizás esto le interese.

Una lista de lo que encontraron en el estudio de Ethan Stein. Algunos objetos de muy buen gusto.


1 tubo de óleo azul cerúleo (en el suelo, junto al cuerpo)

espátula (ídem)

carrete Polaroid – papel opaco (no se encontró ninguna cámara Polaroid en el estudio)

ropa de la víctima (quitada antes del asesinato)

camisa de trabajo azul de algodón, vaqueros Levi's negros, calzoncillos Calvin Klein, calcetines blancos

reloj de pulsera del ejército suizo (encontrado en una silla)

cuenco de cerámica – lleno de patatas fritas (marca Terra)

agenda

2 pares de esposas metálicas látigo de nailon negro

2 mordazas de seda

6 consoladores – 2 dobles

37 revistas (sadomaso)


Kate le echó un vistazo a la lista.

– Por Dios. No hay dignidad en la muerte, ¿no?

– No cuando se está metido en estas cosas.

– Un momento… -Kate se centró en el último grupo de objetos. Sabía de algunos artistas que reflejaban esos temas en sus obras, pero no Stein. Debía de tratarse de un uso exclusivamente personal.

– Esto es demasiado extraño. Quiero decir, Stein y Pruitt metidos en el mismo mundillo.

– Ajá. -Slattery le pasó un informe a máquina de una página-. Eso no es todo. Un informe de los agentes a los que envié con el carné de conducir de Ethan Stein. También enseñaron la fotografía de Stein en el Dungeon y en el Branding Iron. -Miró a Kate-. Pruitt no era el único cliente habitual.

– Por Dios. ¿Cree que Stein y Pruitt llegaron a conocerse allí?

– Nadie los ha visto juntos nunca, o no se acuerdan.

Kate intentaba asimilar aquella información.

– ¿Le parece una coincidencia que esos dos tipos tuviesen los mismos gustos, fuesen a los mismos locales y los dos estén muertos? -Kate negó con la cabeza-. ¿Dónde puedo ver los efectos personales de Stein?

– Brown tiene la agenda y la cartera. Pídaselas.

– Lo haré.

Slattery cambió de tercio.

– Por cierto, la anciana del primero, en el edificio de Solana…

Kate se remontó a la noche en que encontró a Elena, la visión fugaz de la cara de la anciana por la rendija de la puerta.

– Sí. Hablé con ella. Unos diez segundos.

– Bueno, dice que estaba en casa, viendo la tele. Un agente le tomó declaración esa misma noche. Dice que vio a un hombre negro en el edificio. Pero eso fue lo único que pudo sonsacarle. Ningún detalle. Nada de nada. Yo también lo intenté. Nada.

– Déjeme que yo pruebe suerte.

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