29

La enorme estancia era un hervidero: treinta, cuarenta agentes uniformados y detectives, todos al teléfono. Podría haber sido un local de corredores de apuestas, pero era Investigación General.

Kate encontró al detective tras un escritorio con montañas de papel, cuatro o cinco latas vacías de Fresca y lo que parecía un sándwich de atún con pan de centeno a medio comer con la lechuga picoteada y mustia en el papel encerado arrugado. El detective alzó la mirada y se pasó la mano por el pelo grueso y entrecano.

– Ha llamado. ¿Ha dicho que tenía algo para mí?

– Sí. -Empezó a cambiarlo todo de sitio con frenesí, las latas de Fresca, el sándwich de atún, las pilas de papel-. Está por aquí, en algún sitio. Lo juro.

– ¿Cómo es capaz de encontrar algo, Rizak?

– Tengo un sistema. -Tiró las latas vacías a una papelera que ya estaba desbordada-. Aquí está. -Le tendió a Kate una sola hoja de papel con un párrafo corto, mecanografiado-. Hemos introducido la cartera de valores de Pruitt en el ordenador junto con todos los nombres que me dio: Solana, Stein, Washington, Trip. Sólo una coincidencia. -Le dio un toquecito al papel, que ella ya tenía en la mano-. Darton Washington. Trabajó para FirstRate Music. Pruitt era uno de los principales accionistas. -Rizak removió más papeles, encontró lo que buscaba en un Post-it arrugado-. Mis notas -declaró-. He llamado a FirstRate, he preguntado por Washington. Lo despidieron hace tres semanas. Y según el director general, un tipo llamado Aaron Feldman, había mucha presión para deshacerse de la división de música rap. La consideraban demasiado obscena o algo así. -Rizak puso cara de «¿a quién le importa?»-. Y el que lideraba la batalla contra la música rap injuriosa era el mismísimo William Pruitt.

Kate le dio una palmadita en la espalda a Rizak.

– Muy buen trabajo. Haré que se enteren de su labor en Homicidios.

El agente sonrió, recogió el sándwich de atún con pan de centeno y le dio un buen mordisco.


Una biblioteca para esquizofrénicos: a un lado, pasillos estrechos y polvorientos con estanterías repletas de cajas; al otro, una hilera de escritorios con los ordenadores más nuevos y modernos. Kate intentó cumplimentar los impresos con la mayor rapidez posible. «Despiden a Darton Washington por culpa de Bill Pruitt.» Quería saber más, ver qué había sido el caso de delincuencia juvenil.

La empleada recorrió el mostrador con las uñas como si estuviera practicando al piano.

– Hace cinco minutos que debería estar haciendo un descanso -dijo alegremente con el acento nasal típico de Brooklyn. Echó un vistazo a la placa de identificación de Kate y luego la miró a la cara, la repasó-. No me suenas.

– Trabajo con Mead -fue lo único que dijo Kate.

– Afortunada tú. -La empleada puso los ojos en blanco, le arrancó la petición a Kate de la mano y desapareció tras el ordenador.

Kate mató el tiempo observando una pared llena de anuncios de la policía: una fiesta para la organización benéfica, el anuncio del cásting de Gran Hermano, un par de peticiones de los novatos para compartir apartamento.

La tez pálida de la empleada reapareció enmarcada en la ventana, con un tono verdoso debido al destello del ordenador.

– Tenemos a unos doscientos Washington en microficha. De ellos, sesenta y tres empiezan por D.

– Oh, lo siento. Su nombre de pila es Darton. D-A-R…

– Sí, sí, sé cómo se escribe. -Volvió a desaparecer y reapareció, se sentó, suspiró, introdujo un nombre en el ordenador-. Bueno, Washington, Darton. Sí, aquí está. -Colocó con brusquedad otro impreso en el mostrador.

– ¿Para qué es esto?

– ¿Quieres la copia impresa? Tienes que firmar la petición.

– ¿Lo has encontrado?

– Washington, Darton. Dos detenciones. Agresión y relaciones sexuales con una menor.


Kate miró detenidamente por el espejo bidireccional de la sala de interrogatorios, observó a Darton Washington mientras le daba vueltas a un ostentoso anillo de oro que llevaba en el índice, y su cuerpo fornido estaba apretado en una silla de madera que parecía a punto de reventar.

Su primera idea había sido echar a correr a toda velocidad por Washington Street, pero estaba demasiado cansada y, sinceramente, le gustaba la seguridad que le infundía el hecho de encontrarse en una comisaría, pues notaba algo más que un poco de rabia tras el barniz respetable de Washington.

Kate hizo acopio de las pocas fuerzas que le quedaban cuando entró en la sala.

– ¿Qué pasa? -Washington tenía los ojos encendidos por la ira.

– Necesito hacerle unas preguntas.

Movió su masa muscular y la silla crujió.

– No voy a decir ni una palabra hasta que llame a mi abogado.

Kate le pasó copias de los antecedentes penales.

– ¿Esto? ¿Está de broma? Tenía diecisiete años cuando ocurrió esa pelea. Agresión, y un huevo. Y esta otra… ¿se ha molestado en leer toda la información? Me absolvieron.

¿Entendido? No hubo condena. ¡Esa chica parecía mayor que yo! ¿Quince años? ¡Aparentaba treinta! -Abría y cerraba los puños como si los bombeara de forma mecánica-. Mi abogado hizo que lo desestimaran. -Le dio un golpe a la mesa-. ¿Por qué existe siquiera? Quiero ver a mi abogado.

Kate habló con voz desapasionada.

– Por supuesto. Hable con su abogado. Si tenía diecisiete años, esto tendría que haber sido eliminado. Y el otro, no sé. Pero sigue en los antecedentes y en ningún sitio dice que se desestimara. -Extendió las manos sobre la mesa-. Mire, Darton. Esto no me importa.

– ¿Entonces por qué estoy aquí?

– Era propietario de un cuadro de Ethan Stein…

– ¿Y existe una ley que lo prohíba?

– Fue al estudio del artista una semana antes de que fuera asesinado.

– No, no fui.

– Su nombre está en la agenda de Ethan Stein.

Washington cambió de postura con incomodidad.

– Cancelé esa cita. Tenía mucho trabajo.

Kate no tenía forma de discutírselo, puesto que Stein estaba muerto.

– Había pensado comprarle otro cuadro, sobre todo porque el mercado estaba bajo. Me gustaba su obra. Ya se lo dije.

– Pero no me dijo que tenía previsto visitarle una semana antes de que fuera asesinado.

– No me pareció importante.

– ¿Ah, no? Asesinan a un hombre, un hombre con el que tenía una cita, ¿y no le parece importante?

Washington ardía de furia, pero no dijo nada.

– ¿Conocía a William Pruitt?

– No.

Kate dejó que transcurrieran unos segundos y siguió hablando con total naturalidad.

– ¿No dejó su trabajo en FirstRate Music voluntariamente, verdad, señor Washington? Lo despidieron.

– ¿Y eso a qué viene?

– Eso viene a que William Pruitt poseía una cantidad considerable de acciones de FirstRate Music. Y según su jefe, Aaron Feldman, perdió el trabajo por culpa de Pruitt.

A Washington le brillaban los ojos oscuros.

– Un puñado de capullos santurrones a los que les da miedo un poco de música. Pero ¿sabe qué? Pruitt me hizo un favor. Soy mucho más feliz por mi cuenta, ya se lo dije la última vez.

– Cierto. Sólo que omitió mencionar que conocía a Bill Pruitt.

– No le conocía. -Washington miró a Kate con desprecio-. Sabía quién era, sabía que era el que dirigía el pelotón de linchamiento contra los negros locos a los que nos gusta el rap. -Washington lo dijo con desdén-. Pero nunca nos presentaron.

Kate lo miró a los ojos.

– Saber que Pruitt fue el hombre que hizo que le despidieran es motivo suficiente.

– Ya se lo he dicho. Me hizo un favor. Estoy mejor solo.

– Puede ser -dijo Kate-. Supongamos que decido creerle al respecto. ¿Será sincero conmigo… sobre Elena?

Washington cruzó los brazos sobre el enorme pecho.

– ¿Sobre qué?

– Estaban liados.

Washington la miró sin decir nada.

– Darton. -Kate se inclinó hacia él-. Encaja con la descripción de un hombre que según el casero de Elena Solana era algo más que un visitante ocasional. ¿Quiere que haga venir al casero, lo ponga en una rueda de reconocimiento o prefiere decirme la verdad?

– De acuerdo. -Washington dejó caer sus enormes hombros-. Estábamos liados.

– ¿Y qué pasó?

– La cosa iba bien, al menos es lo que yo creía, y entonces, bum, me dejó por otro tío.

– ¿Sabe quién era?

Washington apartó la mirada de Kate y la dirigió a la pared gris y anodina.

– La vi una vez con el tío, ella no me vio. Era un tipo rubio, alto, delgado, tendría unos treinta y cinco años, la rodeaba con el brazo. -Washington volvió a cerrar los puños-. Me dejó por un blanco. La vida es así, ¿no? -Se echó a reír, con ironía, sin atisbo de alegría-. Les seguí. Vi dónde vivía. También me quedé con su nombre. -Adoptó una expresión de odio-. Damien Trip.

– Pero usted y Elena volvieron a hablar. Y Darton, por favor, recuerde que tenemos los registros telefónicos para demostrarlo.

– Sí. No. Le colgué. Quería que la ayudara pero… -Bajó la mirada hacia sus manos.

La voz de Kate adoptó un tono insistente.

– ¿Por qué le pidió ayuda?

– Creo que Trip la tenía asustada, pero… -Negó con la cabeza-. No lo sé. No quería escucharla. Pensé: «Oh, ¿ahora quieres que te ayude?» Me había hecho daño, ¿sabe? Y ¡joder! ¿Por qué no la escuché? -Tensó el cuerpo de nuevo, pero tenía lágrimas en los ojos-. Joder -repitió, pero esta vez no fue más que un susurro.

– Hemos hablado con Trip.

Washington se enderezó en el asiento.

– Gracias a Dios.

– Bueno, mejor no dar las gracias todavía. Trip tiene una abogada muy buena.

– ¿Lo han soltado?

– No teníamos elección. -Kate exhaló un suspiro.

Darton Washington flexionó los hombros, los músculos nudosos del cuello grueso le sobresalían cuando se mostró aliviado.

– Tienen que pillarlo.

– Lo estamos intentando.

– No lo intenten. -Retorció la boca enfurecido-. Háganlo.

Kate sentía su rabia. Pero ¿acaso estaba intentando desviar la sospecha de su persona hacia Damien Trip?

– Quiere a Trip fuera de juego, ¿no es eso, Darton?

– ¿Usted no?

– Eso no es lo que le he preguntado. -Kate arrastró una silla más cerca y se sentó-. Recapitulemos, ¿de acuerdo? -Contó con los dedos-: Uno: Elena Solana le llamó. Al cabo de unos días murió. Dos: Ethan Stein tiene su nombre en la agenda. Al cabo de unos días murió. Tres: Lo despiden. Al cabo de un par de semanas el hombre que instigó su despido murió. Voy a decirle una cosa, Darton. Desde mi punto de vista, no tiene muy buena pinta.

– Y desde mi punto de vista, parece una coincidencia. No pasé por el apartamento de Elena Solana durante semanas. No fui al estudio de Ethan Stein, porque estaba editando una demo. Y nunca conocí a Pruitt. No tiene nada concreto para relacionarme con estos crímenes.

– Todavía no -dijo Kate-. Pero me estoy dedicando al tema.

Washington se miró las manos y habló en un susurro:

– La quería, a Elena.

¿Amor no correspondido? Cielos, ese motivo era todavía más fuerte.

– Así que la quería y ella lo rechazó -declaró Kate.

– Yo no la maté. -Washington levantó la mirada y tenía los ojos humedecidos-. Ya se lo dije, la quería.


Kate dio un golpecito a la mampara del cubículo de Maureen Slattery.

– ¿Tiene un mensaje para mí?

– Oh, McKinnon. -Maureen alzó la vista con las manos sobre el teclado del ordenador-. Sí. Tengo un mensaje de Brown. Está en Brooklyn. Algo sobre el caso del francotirador, de hace meses. Me pidió que le dijera que se reuniría con usted en el apartamento de Trip, junto con un equipo de técnicos, a las seis de la tarde. Además, debería llevar la orden de registro, por si Trip está en casa.

– Gracias.

Maureen ladeó la cabeza hacia el tablón de anuncios que tenía encima del escritorio, donde había clavado una reproducción de La muerte de Marat.

– Oiga, me estaba preguntando… pues que… ¿por qué este pintor…, cómo se llama, David, decidió pintar este cuadro?

– Era el pintor de la corte de Napoleón -explicó Kate-. Pintó muchas escenas históricas. Ésta era una más. En aquella época, si querías que algo se documentara o recreara, hacía falta un pintor. Por supuesto todo eso cambió con la invención de la fotografía. -Echó un vistazo a la reproducción y pensó en el pobre Bill Pruitt como una mala imitación de Marat-. Le traeré un libro con los cuadros de David. Prepárese para cuando vea su Coronación de Napoleón y Josefina, es impresionante.

– Este artista de la muerte acabará por convertirme en una amante del arte. -Slattery se echó a reír.

Kate también rió, pero luego se puso seria e informó a su colega de la charla mantenida con Darton Washington.

– ¿Cree que nos estamos precipitando con Trip y que Washington podría ser un sospechoso?

– Es completamente posible -dijo Kate planteándose la pregunta-. Pero le creí cuando me dijo que amaba a Elena.

– Eso siempre ha sido un motivo de peso para asesinar.

– Estoy de acuerdo -dijo Kate-. Pero no tenemos nada que demuestre que estuviera en la escena de Solana. Ninguna huella. Nada de ADN. Dice que estaba fuera de la ciudad cuando Elena murió, solo en casa la noche que ahogaron a Pruitt, editando una demo en un estudio cerca del centro desde última hora de la tarde hasta casi las dos de la mañana la noche que Ethan Stein murió. Estoy verificando todas las coartadas, pero le hemos tenido que dejar marchar… por ahora.

– Deberíamos mantenerlo vigilado. A Trip también. Hablaré con Mead sobre el tema.

– Buena idea. -Kate estaba dando golpecitos con el pie, la adrenalina le empezaba a subir ante la expectativa del registro. Consultó su reloj. Tenía una hora libre-. ¿Le apetece una taza de café?

– Me encantaría. Pero no puedo. Mead quiere los informes de los interrogatorios de la galería y el museo en su mesa lo antes posible. -Repasó a Kate con la mirada-. Parece cansada, McKinnon. ¿Por qué no descansa un poco antes del registro?

A Kate no le iría nada mal un descanso, un mes en una isla caribeña, para empezar. Comprobó lo que llevaba en el bolso para asegurarse de que la orden de registro del apartamento de Damien Trip seguía allí.

– Quizá más tarde -respondió.


Mira el bodegón, que está al otro lado de la habitación, la bandeja de fruta podrida, unas cuantas lonchas de pavo a las que les ha salido moho verde y azul, todo bañado en veneno para ratas, y las ratas… en varias etapas de descomposición, por aquí y por allá: una atragantándose, ahogándose, sus diminutos ojos rojos preparados para salirle disparados del cráneo.

¿Debería enviarle una a ella?

Se recuesta en el asiento, se la imagina abriendo el paquete, imagina el olor, la expresión de su rostro. Le estaría bien empleado.

Pero no, no forma parte del juego, en realidad no demuestra nada.

Baja la mirada hacia la reproducción. Acaba de terminar su última obra, la tarjeta de cumpleaños, admira sus añadidos: el reloj, el calendario totalmente desconcertante, el mechón de pelo verdadero que le ha pegado. Se resiste al impulso de acariciarlo, sabe lo que ocurrirá si lo hace.

Camina de un lado a otro de la habitación. Está preparado. Más que preparado.

Tiene todo lo que necesita. Seis cuchillos, una pecera de plástico, la vieja maleta que encontró en el mercadillo. La levanta para ponerla encima de la mesa. No es exactamente como la del cuadro, pero se parece lo suficiente. Coloca los cuchillos en el interior con cuidado, advierte el forro gastado, intenta imaginar a las personas a las que perteneció en el pasado, los lugares a los que viajaron. ¿Era una familia, una familia atormentada y odiosa? Le empieza a doler la cabeza. Pero al ver lo bien que encajan los cuchillos y la pecera en la maleta se siente aliviado.

Abre Quién es quién en el arte americano por la página que había marcado, fija la mirada una vez más en la biografía que ha escogido. Especialmente en la fecha de nacimiento.

¿Podría haberle salido mejor? Imposible.

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