40

– Ya sale -dijo Liz.

Kate se sentó en el pequeño cubículo que tenía Liz en la oficina del FBI en Manhattan y vio primero un número de expediente y luego un nombre («Pringle, Ruby») apareciendo en la pantalla del ordenador de Liz. Tenía los ojos irritados por la falta de sueño.

La noche anterior había tardado casi tres horas en volver de Sag Harbor con Mead, Brown y Slattery, dándole vueltas y más vueltas al asesinato de Nathan Sachs. Si hubieran interpretado las pistas más rápidamente, si hubieran llegado una hora antes, si hubieran…

Entonces el FBI pidió que se les informara con todo detalle. La única razón por la que no habían asumido el caso era que Mitch Freeman les había convencido de que Kate y su equipo estaban cerca. Kate no estaba segura de si eso había sido una suerte o una desgracia.

Cuando llegó a casa, lo único que fue capaz de hacer fue quitarse los zapatos de sendas patadas y tirarse en la cama. Estaba contenta de que Richard hubiera tenido que volver a Chicago para tomar más declaraciones. Ella no habría sido capaz de responder a una pregunta más.

– Querría tener todas las fotos posibles de la escena del crimen, todos los informes de laboratorio -dijo Kate, atenta a la pantalla de Liz-. Y debería haber algo sobre una huella que intentamos identificar hace tiempo, pero que no pudimos.

– ¿Probasteis con el SAID? -preguntó Liz, refiriéndose al Sistema Automatizado de Identificación Dactilar.

– Sí, pero la huella no apareció. Puede que fuera antes de que se empezara a utilizar ese sistema.

– Espera -dijo Liz, echando un vistazo al documento.

Una serie de imágenes en blanco y negro fue llenando la pantalla. El contenedor. Basura. Esa pobre chiquilla muerta. Kate lo tenía todo tan fresco en la memoria que incluso sentía el calor de aquel día de verano.

– Puedo mejorar la resolución.

Liz pulsó unas cuantas teclas y la imagen ganó tanta definición que Kate incluso distinguía las muescas en la laca de uñas rosa intenso de Ruby Pringle, de un color parecido al del lápiz de labios, del que tenía manchada toda la mejilla. Ruby Pringle tenía los ojos completamente abiertos, y miraba a Kate igual que lo había hecho antes. En la pantalla se veían oscuros, pero Kate recordaba que eran azules.

Al cabo de un momento, Liz sacaba imágenes por la impresora láser y se las pasaba a Kate.

– Dios mío, pensé que no tendría que volver a verlas nunca más -suspiró Kate. Pero se fijó en los detalles: el papel de aluminio arrugado sobre la cabeza de la chica, a modo de halo, las alas de plástico ondulado. «Sí que parece un ángel. Podría ser obra del artista de la muerte», pensó. Volvió a mirar a la pantalla y, tras pensárselo unos instantes, dijo:

– ¿Puedes mirar si hay alguna nota en el archivo? ¿Algún tipo de petición de rescate? Estoy casi segura de que estaba documentada.

Liz fue pasando el archivo del caso por pantalla. Ahí estaba: SÉ DÓNDE ESTÁ PORQUE SÉ DÓNDE LA PUSE.

– Eso es -dijo Kate-. Se quedó mirando el texto en la pantalla y luego se imaginó la nota en el asiento de su coche, dirigida a ella, atrayéndola a aquella horrible escena, tantos años atrás.

Le temblaban los dedos cuando desplegó su fotografía de periódico con alas y halo y con la palabra «Hola» encima.

– Obviamente el FBI dispone de un departamento de análisis caligráfico.

– Claro. Pero aquí no -respondió Liz-. Puedo enviarlo a Quantico por fax para que lo analicen.

– ¿Cuánto tardaría?

– Depende. Si mi amiga Marie trabaja hoy, podrías tener la respuesta enseguida.

Liz pasó las dos muestras de escritura por el fax y luego volvió al archivo informático de Ruby Pringle.

– Aquí tienes lo del laboratorio. Y tu huella dactilar ampliada. Te la imprimiré en acetato para que puedas superponerla a cualquiera de las impresiones recientes que tengas en vuestro laboratorio, para ver si encajan.

Kate observó cómo salía la huella dactilar de la impresora. ¿Le llevaría hasta él? ¿O a otro cadáver? Kate hizo unas cuantas respiraciones profundas de yoga.

– Cada vez se te da mejor esto, Liz.

– Gracias. -Liz le pasó la impresión en acetato-. Te avisaré en cuanto sepa algo de Quantico sobre la caligrafía.

Durante todo el camino de vuelta a la comisaría Kate no pudo dejar de pensar en ello. ¿Había escrito «Hola» como pista, para hacerle saber el tiempo que llevaba formando parte de su vida, o no era más que un error? No. El artista de la muerte era demasiado listo, demasiado meticuloso para eso. Quería que ella lo supiera.

Muy bien, o sea que él la estaba dirigiendo. Pero ahora ella ya sabía que la dirigían.


– Fin de la búsqueda -dijo Hernandez.

Kate estaba mirando la pantalla de otro ordenador, en el que habían introducido la huella que le había impreso Liz. Había estado comparando huellas dactilares una por una durante unos noventa segundos hasta que de pronto encontró una idéntica.

– ¿Con cuál coincide? -preguntó Kate-. ¿Qué caso?

– Es de la escena del caso Stein -explicó Hernandez, comprobando los informes-. Veamos: según esto, la huella se sacó de un cuadro, uno que tenía una imagen de un pequeño violín pegada.

Gracias a Dios que les había hecho volver a buscarlo, que había reconocido que el violín era parte de la decoración, del atrezo usado por el artista de la muerte para representar el Marsias desollado de Tiziano.

– Vuestro sujeto desconocido debió de quitarse los guantes para pegar la imagen del violín sobre el cuadro y dejaría sin querer la huella en el lienzo. Luego limpió las huellas en el violín, pero no en el cuadro.

– Aunque hubiera limpiado el cuadro la superficie permeable del óleo es muy sensible a las huellas, ¿no? -preguntó Kate.

– Exacto.

– ¿Así que ésta es la única coincidencia con las huellas que tenemos de todas las escenas del crimen del artista de la muerte?

– Hasta ahora sí -admitió Hernandez. Y le entregó a Kate la impresión de la huella en acetato junto con unos cuantos faxes de Quantico-. Ha llegado esto para usted.


Al cabo de unos minutos, Kate tenía a toda la brigada reunida frente a las fotocopias de la escena del crimen de Ruby Pringle, extendidas por encima de la mesa de reuniones; además de los resultados de los análisis de huellas dactilares, los caligráficos de Quantico y dos grandes libros de arte: Pintura del Renacimiento y Arte cristiano antiguo.

Tras ella, colgadas de la pared con alfileres, había imágenes a todo color de la escena del crimen de Nathan Sachs, escabrosas y sangrientas. Al lado estaban las obras de De Kooning extraídas de los libros de Kate.

Todos los miembros del equipo parecían exhaustos, incluido Mitch Freeman, con ojeras y arrugas a los lados de la boca de tanto fruncir el ceño.

– Con la coincidencia de huellas dactilares y puesto que los del departamento de caligrafía de Quantico dicen que las notas encajan en un setenta por ciento, parece bastante claro que es obra del artista de la muerte -explicó Kate.

– ¿Quién nos ha proporcionado la información? -preguntó Freeman hojeando los documentos oficiales.

– El FBI -respondió Kate bruscamente y encogiéndose de hombros-. ¿Quién si no?

Freeman no insistió. Asintió.

– Por Dios -exclamó la comisaria Tapell-. Este tipo te ha seguido los pasos desde Astoria.

– Pero desapareció durante años -apuntó Mead.

– Desapareció para McKinnon -sugirió Freeman-, pero pudo haber seguido trabajando sin hacerse notar.

– Y entonces escribí el libro de arte, hice la serie de televisión y volví a aparecer en la pantalla de su radar -dijo Kate. Pasó unas páginas de los libros de arte-. Prácticamente en todos estos cuadros hay ángeles. Su nombre correcto es «angelotes». -Y enseñó algunos ejemplos al grupo-. No he encontrado nada en particular, pero ya veis el efecto que buscaba con Ruby Pringle. Fue un primer ensayo. Aún no había perfeccionado su ritual.

– Quizá sería buena idea comprobar qué otros casos no resueltos pueden ser obra del artista de la muerte -sugirió Tapell.

– Por mí no hay problema -dijo Kate-. Pero revisar viejos casos no nos va a servir para mucho más que para demostrar que ha permanecido en activo todos estos años. El hecho es que durante los últimos diez años nadie conocía el ritual de este tipo porque no paraba de cambiar, siempre presentaba un «aspecto» diferente. Pero ahora sabemos que su ritual se basa en el arte. Nadie ha tenido antes esta información. Ahora el juego ha cambiado completamente. Podemos pillarle. Lo único que tenemos que hacer es esperar a que me envíe otra pista.

– ¿Y si decide no hacerlo? -preguntó Tapell.

– Lo hará -aseguró Kate-. Quiere que yo esté ahí. Lo sé.

– Estoy de acuerdo -dijo Freeman-. Y esta vez tenemos que trabajar rápido, tenemos que estar esperándolo.

– Ahí estaremos -dijo Tapell, mirando a Kate con el ceño fruncido-. He oído un rumor de que estás pensando en irte de la ciudad. ¿Te vas a Venecia?

Kate negó con la cabeza.

– Ni hablar -declaró, con un escalofrío, aunque en la habitación hacía calor. ¿Era eso lo que quería el artista de la muerte, controlar su vida, manipularla, tenerla aquí, llevarla allá?-. No me voy a ninguna parte.


Es cierto. La última vez estuvo increíblemente cerca. Pero se lo imaginó, ¿no? Tenía el tiempo calculado a la perfección. Fue culpa de aquella estúpida mujer, que no se presentó. Maldición. Le habría gustado haberse quedado a acabar la obra.

Ahora siente una punzada de pesar. Pero no, no lo permitirá. Eso es historia. El pasado. Ha acabado. No todo pueden ser obras de arte.

Al fin y al cabo, incluso él es humano. También se le permite una imperfección de vez en cuando, ¿o no? Y no quedó mal, no tiene que avergonzarse. Sí, de acuerdo, el color no era perfecto -la sangre del viejo era algo clara, como anémica-, pero el espíritu de la obra estaba ahí, y con eso bastaba. Ella lo captó.

«Lo captó demasiado rápido.» -No tanto -se dice, mirando a una pared de aluminio brillante-. Pero está bien, iré más despacio.

«No. Sigue. Hazlo.» La pared de aluminio le distorsiona la cara, le da un reflejo totalmente irreconocible. Se acerca, pasa la mano por el metal como si acariciara sus rasgos deformados.

– ¿Quién eres?

«Tú eres yo. Yo soy tú.» Niega con la cabeza y observa cómo la cabeza reflejada en el aluminio gira y se retuerce. Se retira y la imagen desaparece.

Aparta la mano de Nathan Sachs, que ahora ya tiene el aspecto de una garra reseca y arrugada de carne violácea y con los dedos agarrotados, y se sumerge en su caja de postales artísticas y reproducciones. Necesita algo que le devuelva a tierra firme, algo que le haga sentir seguro.

Sí. Debería hacerlo ahora, mientras goza de su máximo poder. ¿Y por qué no? Ha pensado en ello mucho tiempo, sabe exactamente el tipo de imagen que quiere usar, algo espectacular y mítico, algo perfectamente adecuado para ella.

Se pone manos a la obra. Cambia la hoja del cúter, comprueba el pegamento. Ni siquiera le distraen las voces.

Pasa una hora. Su mesa está hecha un lío, cubierta de restos de papel. Pero el producto acabado es de una gran simplicidad. Claro. Atrevido. Icónico.

Aun así, cuando lo levanta, la tristeza le embarga como una ola. No es como deshacerse de una de esas fotografías tontas o de un mechón de pelo. Esto es único. Es ella. La única.

¿Son lágrimas lo que le corre por las mejillas? No se sorprende al ver que se le ha mojado el guante cuando se pasa la mano por los ojos.

«Sé fuerte. Recuerda, eres sobrehumano.»

Se levanta. Sí, puede hacerlo.

Pero, ¿y después, cuando ella ya no esté? Dios santo, la va a echar de menos.

«Siempre puedes encontrar otra musa.»


Charlie Kent puso su pasaporte y sus billetes de avión junto al programa de la Bienal de Venecia y lo introdujo todo en su portadocumentos de cuero brillante. Abrió el armario, un acto que nunca le había fallado cuando intentaba tranquilizarse, un ejemplo de magnificación del espacio, y el mayor lujo de que disponía su modesto apartamento.

Veinte estantes del suelo al techo. Ocho pares de zapatos por estante. Ante, cocodrilo, serpiente, charol. Zapatos de baile, bajos, con tacones. De vestir, informales, deportivos, elegantes. Con hebillas, lazos, pasadores, cordones. Dos estantes, más altos, sólo para botas. Todas ordenadas por colores: de blanco a beige, de beige a pardo, de pardo a marrón, de marrón a color óxido, de color óxido a naranja, de naranja a rojo. Tres estantes dedicados exclusivamente al negro.

Charlie suspiró, en una expresión de pura satisfacción. Seleccionó nueve pares para sus dos días y medio en Venecia y pasó los veinte minutos siguientes poniendo cada par en su bolsa de viaje de gamuza y entonces, y sólo entonces, los dispuso cuidadosamente entre las capas de ropa de la maleta. También introdujo un sugerente camisón rosa.

El pequeño consejo de administración del Museo de la Otredad prácticamente no había puesto ningún reparo en cubrir los gastos de Willie como acompañante de su viaje a Venecia, sobre todo después de que hubiera adquirido aquella importante obra de WLK Hand directamente del artista. Charlie pensó que Morty Bernstein, presidente del consejo y ávido coleccionista de la obra de Willie, se agacharía a besarle el culo si hacía falta.

Charlie sonrió, echó un vistazo al dibujo que Willie le había regalado, ya enmarcado, que colgaba sobre su cama con el resto de obras que había recibido a lo largo de los años como regalo de tantos artistas noveles.

Bueno, esto iba a ir muy bien.

Y tenía planes más importantes que el Museo de la Otredad. Ya se había entrevistado con algunos miembros selectos del consejo del Contemporáneo y les había hecho saber que ella, y sólo ella, tenía la visión necesaria para llevar a su museo al siglo XXI. No aquel falso de Raphael Perez, cuyo nombre ella se encargaba de ensuciar siempre que tenía ocasión; ni Schuyler Mills, por supuesto. No, el puesto iba a ser para ella.

Volvió a mirar en el armario abierto. Quizás un par de zapatos más, por si acaso, los Chanel azules y blancos, que casi nunca se ponía en Nueva York, pero que resultaban perfectos para Venecia.


Raphael Perez guardó cuatro bañadores en una pequeña bolsa de viaje de piel colocada sobre el sofá, justo debajo de un póster iluminado de su primera exposición para el Museo de Arte Contemporáneo: «La belleza del cuerpo: trastornos de la alimentación como arte.» Las imágenes de mujeres introduciéndose los dedos en la boca, aplicándose enemas y vomitando llevaron una sonrisa a los labios de Raphael.

Ya sabía que en Venecia tendría mucho trabajo. Muchas cosas que hacer: asistir a las mejores fiestas, revolotear alrededor de la gente indicada; tratar con aquella zorra de Charlie Kent; evitar a su compañero del departamento de conservación, Schuyler Mills… todo lo cual sería muy fácil con tantos coleccionistas y profesionales de los museos a los que tenía que hacerles la pelota.

Abrió el cajón superior de su estupendo armario y eligió dos pañuelos: su favorito, de seda azul, y otro con un estampado de cachemira verde oliva, que guardó con los bañadores. Director del Museo de Arte Contemporáneo. Sí, sonaba bien. Y al retirarse Amy Schwartz y teniendo en cuenta que Bill Pruitt estaba muerto, ¿quién iba a detenerle?


Willie lamentaba no saber qué tiempo iba a hacer en Venecia. ¿Debía llevar su nueva cazadora de piel? ¿Por qué no? Si hacía calor, siempre podría quitársela.

Dobló dos camisas blancas, la corbata negra lisa que le había comprado Elena para su primera exposición en una galería -su amuleto de la suerte- y lo introdujo todo en su mochila junto al disanan, seis o siete cedés, ropa interior y los artículos de tocador habituales.

Pensó en llevarse la botella de colonia inglesa de aspecto tan caro que Kate le había regalado meses atrás. Abrió el tapón, se echó un poco en las manos y se perfumó la cara con aquella suave fragancia de lima con un toque refrescante y limpio de naranja. Le gustaba. Kate era especialista en encontrar el olor perfecto.

Willie echó una mirada a un cuadro inacabado, uno que Darton Washington había alabado, y por el que incluso mostró cierto interés unas semanas antes.

Había intentado superar la muerte de Darton y la rabia que sentía. Pero no era sólo rabia. Eso sería muy sencillo. Willie hizo una bola con un par de calcetines y los estrujó en la mochila.

También era culpa. El hecho de haber decepcionado a Kate. De haber dado dinero a su hermano Henry para que tratara de pasar inadvertido. A decir verdad, sabía que ése era el motivo por el que había dejado que la muerte de Darton Washington abriera una brecha entre él y Kate.

Cogió el teléfono. Debería llamarla. Ella lo estaba pasando fatal. Quizá más incluso que él. Pero no se sentía capaz.

Mierda. Se preguntaba si lo echaría de menos tanto como él a ella.

Gracias a Dios que iba a irse de la ciudad unos días.

Guardó un cinturón de cuero negro en la mochila.

Le pasó por delante de los ojos una imagen tan rápida que le hizo dar un salto atrás. Era como la última, la que había tenido en el coche: Kate, debatiéndose en el agua. Sólo que esta vez él también estaba en el agua. Pero él no hacía esfuerzos. No se movía lo más mínimo.

Willie abrió los ojos, pero no veía. Otro momento de oscuridad cegadora. Ahí volvía: aguas turbias. Él y Kate. Y luego, nada.


Brown tamborileaba con las uñas el borde de la mesa de reuniones. Mead chasqueó la lengua. Mitch Freeman, que normalmente estaba tranquilo, hacía crujir los nudillos entre suspiros. Slattery mascaba chicle y hacía globos que reventaba ruidosamente.

Eso fue la gota que colmó el vaso. Kate levantó la mirada.

– Maureen, por favor. Deje de hacer ese ruido.

– ¿Yo? -respondió Slattery, escupiendo el chicle a la papelera-. ¿Y ellos? -dijo, mirando a los hombres uno por uno.

– ¿Yo qué he hecho? -preguntó Mead.

– Todos -intervino Brown-, tranquilizaos.

Todos estaban apiñados sobre la última creación del artista de la muerte.

Les había hecho esperar. Pero no mucho.

– Muy bien, vamos a ir al grano, ¿vale?

Una vez más, Kate miraba la obra que tenía delante: un cuadro de un hombre atado a una antigua columna, con el cuerpo atravesado por una docena de flechas o más. La cara de Kate estaba pegada en lugar de la del hombre.

– Es San Sebastián -dijo Kate-. De Andrea Mantegna. Un pintor italiano del siglo XV.

– Con su cara -añadió Slattery.

– Es su foto del New York Times -dijo Brown-. De la gala.

Kate tomó aire con una de sus inspiraciones de yoga. Había estado esperando que el artista de la muerte se le acercara. Era inevitable. Había ido notando cómo avanzaba posiciones gradualmente. Y ahí estaba. Por fin. Los dos, solos.

– Yo soy la última pieza -dijo-. Soy la que escribe sobre arte.

– Es mucho más que eso -rebatió Freeman-. Es su premio.

«Su premio.» Las palabras reverberaban. Kate pasó la lupa por encima de la imagen del santo, intentando evitar que le temblara la mano.

– Esta vez no hay dibujos ocultos. Sólo mi foto sobre la cara del santo, y éste pegado sobre la otra reproducción, que es El Gran Canal de Canaletto.

Hizo otra inspiración profunda.

– El mensaje está claro. Nos está diciendo quién y dónde. Yo. En Venecia.

El artista de la muerte le había enviado una invitación. ¿Debería dejar que volviera a tirar de los hilos, que la arrastrara a Venecia? Se lo imaginaba pensando en ello, en ella. Planeándolo. Sí, tenía que hacerlo.

– Iré -dijo-. Tengo que hacerlo.

– Espere -protestó Mead-. Es demasiado peligroso.

– Mead tiene razón -convino Freeman.

Kate hundió las manos temblorosas en los bolsillos.

– Me está esperando. No puedo defraudarle -afirmó. Sentía cómo se le iba formando un nudo en el estómago. Pero no iba a demostrarlo.

– ¿Cómo se supone que voy a poder protegerla allí? -preguntó Mead.

– No sabía que le importara, Randy -replicó Kate esbozando una sonrisa sarcástica-. Pero tengo que ir.

Mead apretó los labios y frunció el ceño.

– Déjeme que hable con Tapell. Veamos si ella puede arreglar algo con la Interpol y la policía italiana.

– El FBI se puede encargar de eso -dijo Freeman-. Podemos tratar directamente con la Interpol.

– Déjeme ir con McKinnon -dijo Slattery.

Mead se lo pensó un momento.

– Quizá sí. No sé. Tengo que pensarlo.

– Puede que no sea mala idea -intervino Freeman.

– Yo también podría ir -dijo Brown.

– De ningún modo -respondió Mead-. No puedo teneros a todos allí. Alguien va a tener que quedarse aquí por si no es más que una treta para sacar a McKinnon de la ciudad.

– No -aseguró Kate-. El no trabaja así.

– La llamada que recibió antes de la gala fue un engaño -recordó Mead, chasqueando la lengua-. ¿Lo ha olvidado?

– La llamada sólo era para tirarme de la correa, para jugar conmigo -afirmó Kate-. No tenía nada que ver con el arte. No había un plan. Ningún guión que tuviera que seguir -explicó, y señaló la imagen del santo martirizado sobre la mesa-. Pero esto es concreto, evidente. Irá hasta el final, o lo intentará.

Se pasó las manos por el pelo y luego las colocó una encima de la otra sobre el regazo para evitar que le temblaran. Freeman se sentó en el borde de la silla.

– Creo que tiene razón. Debería ir. Estoy seguro de que el FBI podría ponerle un equipo de protección.

Kate negó con la cabeza.

– Si estoy rodeada de un puñado de robots americanos con el pelo cortado al uno, será evidente que son del FBI. Lo asustaré.

– La entiendo -dijo Freeman-. Intentaré mantener a los «robots» lo más alejados posible.

– Gracias -respondió Kate. Echó una mirada al collage del artista de la muerte con su cara pegada sobre el san Sebastián martirizado y tomó aire-. La Bienal de Venecia se inaugura mañana. Tendrá que atacar este fin de semana. Y hemos de estar preparados.


No hizo la maleta como era habitual en ella -con capas de papel entre cada blusa y cada cosmético y artículo de tocador en su bolsa de plástico correspondiente-, sino que llevaba el vestido de noche en una bolsa para trajes y todo lo demás hecho un revoltijo en una pequeña bolsa de mano.

– Iría contigo si no hubieras cancelado el viaje -dijo Richard-. Ahora estoy absolutamente agobiado con reuniones y entrevistas.

– Lo siento -se excusó Kate-. No creía que pudiera ir, pero luego, bueno… decidí que realmente necesitaba tomarme un descanso.

– Bueno, me alegro de que vayas.

Richard se sentó en el borde de la cama a cortarse las uñas.

– Richard, por favor. Estaré pisando trocitos de uña durante días.

– No pisarás nada -respondió, dejando de cortar y levantando la vista-. Estarás en Venecia. Y Lucille pasa la aspiradora todos los días.

Tenía razón. ¿A quién le importaba dónde se cortaba las uñas Richard? Estaba nerviosa, eso era todo. Y él había hecho un esfuerzo, había salido pronto del trabajo para verla antes de que se marchara.

– Willie lo agradecerá. El que estés allí, representándonos.

Y volvió a sus uñas. Clip, clip.

– Eso espero -dijo Kate. Cogió la botella más pequeña de Bal a Versailles que tenía y la introdujo en la bolsa. Lo absurdo de ese acto le sorprendió. «¿Perfume? ¿Para un asesino?» -Unos días fuera te irán bien.

– Ajá -respondió.

No le había contado a qué iba. Si él supiera lo del collage de san Sebastián, que su vida estaba en claro peligro, no la dejaría ir. Y quizá tuviera razón. Pero tenía que ir. Estaba decidida a vencer al artista de la muerte jugando a su propio juego.

Richard había pasado a usar la lima metálica y se estaba puliendo la uña del pulgar. A Kate le vino una imagen a la cabeza: la mano de Elena en el despacho del juez de instrucción; las uñas de la chica, romas. Kate sacudió la cabeza, intentó alejar la imagen, pero fue en vano.

– Richard, por favor, deja de hacer eso.

– ¿El qué?

– Las uñas. Es… me molesta.

Richard dejó el cortaúñas sobre la cama y frunció el ceño.

– Es que estoy un poco nerviosa. -Hizo una bola con un par de medias y las introdujo en la bolsa.

Richard le pasó un brazo por encima de los hombros.

– Tienes que relajarte, cariño.

– Lo intento.

Empezó a hacerle un masaje en el cuello con los dedos.

– ¿Estás segura de que no quieres que lo cancele todo y venga contigo?

Kate le pasó la mano por la mejilla.

– No, mejor que no -mintió. Nada le habría gustado más en el mundo. Pero no desde que el artista de la muerte se había puesto en contacto con ella-. Te traeré un montón de catálogos de arte para que se te caiga la baba.

– Estupendo -respondió él. Le dio un beso en la mejilla-. Y no tardes en volver. Te echaré de menos.

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