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Muchos uniformes. Mucho azul.

Pero no en el cielo, que estaba gris, claro, y cubierto de nubes que amenazaban lluvia.

Primero el alcalde. Luego la comisaria Tapell. Discursos cortos. Oficiales, pero sentidos.

El funeral de una policía.

El funeral de Maureen Slattery.

Kate contemplaba las filas y filas de tumbas que se sucedían en una perspectiva lineal perfecta. La imagen la llevó de nuevo a la obra de Giovanni Bellini con una iglesia dentro de otra que tanto le había gustado a Maureen. Un artista más, un recuerdo más, destruidos por el artista de la muerte.

¿Sólo habían pasado dos días?

El vuelo de regreso había sido una pesadilla. El intento de Kate de recuperar fuerzas con un whisky, un fracaso total. Eso no podía ayudarla. ¿Cómo iba a hacerlo, con el cadáver de Slattery dentro del avión?

Echó una mirada a los padres de Maureen, junto a la tumba. Ambos tenían el rostro cubierto de lágrimas.

Se agarró al brazo de Richard.


Kate apartó el sándwich con la mano. No podía comer. «Aún no me lo puedo creer», pensaba.

Miró a través del escaparate de la cafetería hacia los peatones. Los coches se le desdibujaban.

Liz le expresaba su apoyo y comprensión con la mirada, pero sus palabras fueron duras:

– Mira, Kate, Slattery era policía. Y estaba en una misión. Conocía el peligro. Podía haberte pasado a ti.

– Se suponía que tenía que pasarme a mí.

– Tampoco habríamos ganado nada -le dijo, mirándole a los ojos-. No puedes cargártelo a la espalda. Te destruiría y lo sabes. Eres policía y estabas de servicio. Conoces las reglas. Igual que Slattery.

– No paro de darle vueltas, Liz. Pensar que sólo con que los policías italianos se hubieran separado; uno conmigo y el otro con ella. Sólo con que…

– Puedes jugar al «sólo con que» todo lo que quieras, Kate. Pero eso no te hará ningún bien. La pérdida de Maureen es una tragedia, no te lo discuto. Pero ahora mismo tienes que centrarte. El artista de la muerte sigue al acecho.

Kate respiró hondo y asintió con la cabeza. Liz tenía razón. Sólo había un modo de superar aquello.

Tenía que pillar a ese tipo. Tenía que hacérselo pagar.


Había policías en todas las sillas, contra las paredes, apretujados en los umbrales. La sala de la brigada vibraba de rabia.

Kate estaba sentada junto a Brown, en primera fila, mirando las grietas del viejo techo de yeso hasta que le recordaron Venecia, la antigüedad y la descomposición, los cadáveres en las mesas de autopsias, Elena en el depósito de cadáveres, y ahora también Slattery, colgada frente a aquella ventana abierta. Cerró los ojos y respiró.

Tapell dio unos golpecitos al micrófono con el dedo.

– A ver, todo el mundo…

Kate pensó que la comisaria parecía envejecida, nerviosa, no tan imperturbable.

– Vamos a enfrentarnos a esto -dijo Tapell-. Pero tenemos que mantener la calma.

– ¿Hasta cuándo? -gritó alguien desde el fondo de la sala. Otros se unieron al grito-: Sí, ¿hasta cuándo? ¿Cuánto tiempo más? ¡Venga ya!

Las voces se mezclaban y se convertían en un ruido confuso.

– Casi lo pillamos -declaró la comisaria. Y suspiró, dándose cuenta de lo inadecuado de sus palabras en cuanto las hubo dicho.

Una vez más los policías empezaron a gritar todos a la vez.

– Eso no nos va a llevar a ninguna parte -dijo Tapell-. Sé que os sentís frustrados. Todos estamos frustrados -precisó. Hizo una pausa y recorrió la sala con la mirada-. Pero escuchad un momento. Randy Mead os va a poner al corriente a todos.

Mead chasqueó la lengua y explicó el rescate de Bea Sachs y lo cerca que habían estado de capturar al artista de la muerte. Era agua pasada, pero bastó para atraer la atención de la multitud. Luego trazó los planes para activar todos los departamentos. Tampoco era noticia, pero sonaba bien; las expresiones tipo «movilización a gran escala» y «caza del hombre» parecieron calmarles.

– Cazaremos a este hijo de puta asesino de policías -aseguró.

Eso provocó gritos de apoyo entre los agentes e inspectores, que se daban palmaditas unos a otros en un acto de clásica camaradería y avidez de sangre. Kate lo veía en sus ojos.

Mitch Freeman estaba a un lado con dos agentes del FBI con el pelo cortado al uno que hablaban en un murmullo. Por lo demás, sus caras inexpresivas no traslucían más que un ligero desdén.

Kate los miró un momento; dos de los «robots» con los que había pasado media jornada, explicando una y otra vez cada detalle de lo que había ocurrido en Venecia. El FBI había montado un pequeño campamento en la comisaría de la Sexta y no paraban de pasearse por los pasillos, enviando faxes a Quantico cada cinco minutos, generando montones de papeles y hablándose unos a otros en murmullos, siempre murmullos.


La señora Prawsinsky se atusaba los abigarrados rizos teñidos con la mano.

– Me he hecho la permanente -le dijo a Kate-. Me ha costado un riñón y parte del otro, querida. No debería ni contárselo.

– Le queda estupendamente -respondió Kate con una sonrisa forzada e intentando centrar la atención en la vecina de Elena.

El retrato robot hecho por el dibujante de la policía estaba sobre la mesa. Hasta el momento no había servido de nada.

Kate había traído una docena de pesados álbumes del archivo fotográfico de delincuentes -había de todo, desde faltas menores a asesinatos- que habían actuado en los últimos cinco años.

La señora Prawsinsky pasaba las páginas lentamente.

– ¡Uh, éste tiene una cara horrible!

Kate prácticamente le arrancó el libro de las manos a la mujer.

– ¿Es éste?

– Oh, no. No -dijo. Y pasó la página-. Sólo decía que tiene una cara… horrorosa.

Kate suspiró. Podría pasarse días allí. Pero estaban probándolo todo, y la identificación era algo que tenían que haber hecho antes; y lo habrían hecho, de no haber sido porque estaban persiguiendo al hombre equivocado.

La señora Prawsinsky se detuvo.

– ¡Ooh! -exclamó-. Mire éste -indicó, señalándolo con el dedo deformado por la artritis.

– ¿Qué? ¿Qué?

– Es idéntico a Merv Griffin, ¿no, querida?

«¡Por favor!» Kate necesitaba un descanso, un café, algo.

– Vuelvo enseguida -consiguió decirle a la señora Prawsinsky, que tenía la nariz a tres centímetros del álbum de fotos-. Pero usted siga mirando.


Bajan corriendo por las calles; son una horda amenazante, aterradora, que avanza hacia él.

Pero él no tiene miedo.

Los va eliminando de uno en uno. Brazos, piernas, arrancados del cuerpo. Una cabeza lanzada al aire. Una garganta seccionada. La calle está cubierta de cuerpos desmembrados. Aceras, alcantarillas, todo rojo.

Es todopoderoso. Un guerrero.

Pero ¿por qué le sonríe ese tonto? ¿No ve que el guerrero, el artista de la muerte, acaba de abrirle la caja torácica y le ha arrancado el corazón, que se está muriendo?

Ahora se da cuenta. Actúa con tanta naturalidad que ellos ni siquiera se dan cuenta de que es él quien inflige el daño.

Para cuando llega a su refugio junto al río, ya está seguro de que es invencible además de invisible.

Pero la visión del barullo de su mesa, los restos de horas pasadas transformando a Kate en san Sebastián, le desalienta.

Venecia debería haber sido el final. El final de ella. Ya era hora. Ése era el plan. Y lo habría sido si aquella estúpida agente de policía no lo hubiera malogrado.

Da un golpe con los puños sobre la mesa. Tijeras, cola y lápices salen volando, caen por toda la mesa en una especie de carrera disparatada.

¿Cómo iba a saber que habría otra persona en la habitación del hotel, en la bañera precisamente? Ojalá se le hubiera ocurrido otra escena para el baño. ¿Pero sin previo aviso? Imposible. No es una máquina. Es un artista. Y lo peor es que ahora no tiene ninguna fotografía, ninguna documentación.

«¿Quién tiene la culpa?»

– Me olvidé de la maldita cámara. Tenía que llevar demasiadas cosas. Al fin y al cabo soy humano.

«Pensaba que eras sobrehumano.» -¡Que te jodan!

«No se te olvidó. Eres un vago. Ahora no tengo ninguna prueba. Quizá ni siquiera lo hiciste.» -¿Quieres pruebas? -Agarra el periódico de encima de la mesa y lo esgrime en alto-. ¡Léelo!


FUNERAL POR UNA POLICÍA MUERTA

EN ACTO HEROICO


«Ah, ya veo. La heroína es ella, no tú.» -¿Estás de broma? Lloró como una niña. -Hace una bola con el periódico y la tira al suelo-. ¡Qué desperdicio, usar a san Sebastián para alguien como ella!

«¿Y tú te consideras artista?» -¡Me quedó estupenda! ¡Cualquiera se habría dado cuenta!

Se hunde en la silla. Ahora reina el silencio. Las voces han desaparecido, llevándose consigo su rabia, al igual que su fuerza. Está muy cansado… agotado. La idea de seguir, de seguir respirando, es una agonía.

El ruido de las palomas. Levanta la vista hacia el alto techo abierto. Si pudiera irse con ellas, volar por encima de toda la basura, la podredumbre y lo repugnante de su mundo… de su vida. Imágenes fugaces: piel desollada, manos amputadas, gritos, lágrimas, tanto dolor.

¿Cuántas veces había deseado poder parar? ¿Cuántas se había prometido que lo haría?

«Seré bueno. Te lo prometo, papá, te lo prometo.» Se agita en la silla. ¿Quién le estaba hablando? Se siente muy confuso.

Busca refugio en el pequeño retablo de Bill Pruitt. Ha llegado a pensar que tiene poderes especiales: la Virgen, con su sonrisa beatífica, observa al inocente Niño Jesús, símbolo de sí mismo. Ojalá pudiera arrebujarse sobre su santo regazo para que le protegiera.

¡Claro! ¿Cómo no se le ha ocurrido antes? Es mucho mejor que san Sebastián. Ella, la Virgen. Él, el Niño. Los dos. Juntos.

Inmediatamente vuelve a estar en pie, recogiendo lo que necesita, su pequeño arsenal: una pistola, las agujas hipodérmicas, incluso la pistola de dardos, como las que usan con los animales. Es sorprendente lo que se puede llegar a comprar por Internet, lo que puede llegar a recibir cualquiera en su casa.

Ahora se siente mucho mejor. Venecia no cuenta. Esto va a ser aún mejor.

Debe atraerla hasta él.

Pero ¿cómo?

Coloca más postales y reproducciones sobre la mesa, estudia cada una de ellas, todas las imágenes, los colores, las expresiones. Pero no hay nada que le impresione. Hasta que encuentra el autorretrato en blanco y negro y, con él, la idea por fin toma forma. «Ve a buscarlo. Consíguela.» Claro. Simetría perfecta. Primero un niño. Ahora el otro.

Pero ¿podrá hacerlo? A pesar de todo, debe reconocer que quiere al chico.

«Si lo quieres, harás el sacrificio.» -No lo sé… No estoy seguro…

«Piensa en Abraham y su hijo. Y recuerda, no es más que un títere. Un modo de atraerla hacia ti.» -Pero luego… ¿tengo que matarlo?

«Sí.»

Analiza la pintura que ha escogido, deja que le distraiga de la idea de pérdida, de todos los años que ha invertido. Puede hacerlo.

Usando su cúter, recorta con todo cuidado la imagen de un joven negro con rizos rastas. Luego rebusca en su caja de postales algo que le sirva para completar la visión. Prueba una, luego otra, colocando la figura recortada encima, probando, probando, probando. ¿Debería tener más color el fondo, o menos? No. Eso no es lo que importa. Lo que importa es que quede claro.

Al final lo encuentra. Una escena.

Coloca delicadamente el recorte del hombre negro con rizos rastas encima. Las dos imágenes se funden perfectamente.

Se toma un momento, se deleita con su propio ingenio y luego pega una imagen sobre la otra.

A continuación, para dejar patente su talento, moja la punta de su pincel más fino -un doble cero de pelo de marta- en pintura acrílica negra, añade un toque de blanco titanio, consigue un gris casi idéntico al de la reproducción y luego pinta tres minúsculos depósitos de agua sobre el techo de una pequeña caseta de la imagen. Sopla encima para que se seque la pintura. Sólo tarda un minuto. Y queda perfecta.

Un edificio junto al río con tres depósitos de agua, el pequeño añadido de su creación, tan pequeños, tan impecables que parecen parte del original.

Se recuesta en el asiento.

Un niño que se fue. Uno que se irá. Podrá realizar el sacrificio.

Vuelve a admirar su creación. Está perfectamente claro. Ella lo entenderá. Y la dejará aterrada.


Floyd Brown tenía una expresión solemne cuando Kate entró en la habitación. Le acercó el álbum del archivo fotográfico y clavó el dedo sobre una foto algo borrosa.


HENRY DARNELL HANDLEY

0090122-M


Robo/Allanamiento/Posesión

Última dirección conocida: 508, calle 129 Este


– Es la que seleccionó la vecina, la señora Prawsinsky. He enviado un informe general hace media hora. Resulta que la dirección de la 129 Este es un bloque de apartamentos devastado por un incendio. Pero los coches están peinando Harlem. También han ido un par de robots del FBI. Lo encontrarán. Y hablaremos con tu chico, el hermano, más tarde.

Kate intentó digerir toda esta información de golpe.

– Willie no es responsable de los actos de su hermano -dijo, no muy segura de lo que significaba eso; era hablar por hablar.

«¿El hermano de Willie, el artista de la muerte?» Ella no lo conocía, sólo lo había visto una vez, en la ceremonia de graduación de Willie. Miró al álbum. El tipo no se parecía en nada a Willie, pero sí se acercaba bastante al retrato robot de la policía.

El teléfono móvil de Brown sonó.

– Un momento -se disculpó, y respondió la llamada.

Kate empezó a dar vueltas en la sala.

«¿El hermano de Willie? ¿Cómo es posible? ¿Tenía alguna idea Willie?»

La mente de Kate iba a toda marcha. Le había dado a Willie el retrato de la policía. Él sabía a quién buscaban. ¿Cómo podía haber seguido protegiendo a su hermano?

«Su hermano.»

Por supuesto. Ya lo veía claro. Willie estaba haciendo exactamente lo que había hecho ella: proteger a un ser querido.

– Lo han encontrado en el Spanish Harlem -anunció Brown, colgando el teléfono-. Henry Handley. Vive en algún agujero cerca del East River. Lo traen para aquí.


Willie colgó el teléfono exhalando un profundo suspiro.

No le apetecía nada hacer una visita a un estudio, darse un paseo para ir a la casa de algún artista, observar su obra y pensar en comentarios del tipo «Oh, bueno, el color está bien, y la verdad es que me gusta cómo has pintado ese "como se llame".» Pero ¿cómo iba a decir que no?

Tenía que hacerlo. Se lo debía. Si lo único que quería era que visitara a un artista -como «favor personal»-, Willie no podía negarse. ¿O sí? Reconocía perfectamente las peticiones que eran más bien órdenes.

Apartó los pinceles a un lado.

Quizás una pausa no le iría mal.

Willie echó un vistazo al cielo azul cobalto, realzado aún más por los rayos del sol, que hacían brillar como oro el bronce de las estructuras metálicas de los edificios del SoHo.

El aire, cálido y algo húmedo, anunciaba la llegada del verano.

Cortó por Hudson Street, leyó la dirección que había apuntado, que en realidad no era una dirección, sino más bien una descripción vaga: hacia el oeste por Jane Street, cruzando el cinturón y luego a la derecha; sigue en dirección norte a lo largo del río. No tiene pérdida.

Un estudio junto al río.

Bueno, por lo menos sonaba exótico.

Willie aceleró el paso.

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