«Torcido. El maldito cuadro está torcido.» William Mason Pruitt sujetó la esquina del objeto entre el pulgar rollizo y el índice. Si había algo que no soportaba eran las cosas fuera de sitio, sobre todo uno de sus queridos cuadros. Retrocedió unos pasos, exhaló una bocanada de humo del puro de cuarenta dólares, evaluó el paisaje bañado por el sol de Monet -uno de los últimos cuadros del maestro, de Giverny- que había comprado al Museo de Arte Metropolitano de Nueva York hacía, ¿cuánto tiempo?, unos seis o siete años. Por aquel entonces estaba en el consejo de administración del museo y consiguió un precio excelente porque el museo necesitaba dinero con urgencia. ¿Y qué si el trato no había sido aprobado por la totalidad del consejo? Por Dios, ni que hubiera colocado dinamita en la planta baja del museo. Después de aquello, lo mejor fue dimitir para evitar un escándalo.
«Panda de estirados», pensó.
Se rió y agitó la mandíbula. Se rió porque suponía que la mayoría de las personas pensaba que el estirado era él.
«Si supieran la verdad.» Otra risa, esta vez desde la tripa que le colgaba por encima de los pantalones color beige de Burberrys.
Un gusto ecléctico, eso era lo que él tenía. Como su predilección, aunque algunos lo llamaran debilidad, por el arte clásico.
Tardó un par de minutos en quitar la cinta de embalaje con sus dedos torpes; otro minuto para la protección de burbujas. Los ojos se extasiaron con el delicado grabado que había en el fondo de pan de oro que rodeaba las cabezas de la Virgen y el Niño. Esta vez había sido una pequeña rectoría de la Toscana la que estaba necesitada de dinero. La pena era que los aguafiestas de las autoridades italianas ya no consintiesen la venta de las antigüedades del país. Claro que ése era su problema.
Pruitt se acomodó en la silla giratoria de cuero, le dio una calada al habano liado a mano y exhaló varias nubecitas de humo hacia el techo enlucido y ornamentado de su sala favorita: la biblioteca. Era una estancia masculina, todo en cuero oscuro y caoba. ¿Qué era lo que había dicho de su biblioteca y de todo su apartamento de Park Avenue esa chica que se creía tan importante e inteligente? «Sacado de un decorado» o algún otro comentario despectivo. Al principio, le había gustado su actitud agresiva. Pero no duró mucho. Ella prácticamente le había suplicado un poco de violencia, pero luego no le había gustado. Mala suerte.
Pruitt alzó el pequeño retablo hacia la luz ámbar de una antigua lámpara de latón y observó el manejo del pincel y el delicado color. Pruitt apreciaba el esmero, la atención al detalle. Ya nadie tenía principios. Al menos en su museo, el Contemporáneo, ni sus conservadores, desde luego, ni ninguno de los pesados miembros del consejo de administración, sobre todo el señor del Rolex de diez mil dólares, Richard Rothstein. ¿Cuándo dejarían de alardear? No a corto plazo, eso lo tenía claro.
Tras envolverlo de nuevo con papel de burbujas, Pruitt introdujo el pequeño retablo del siglo XV en el fondo del último cajón del escritorio americano del siglo XVII. Todavía no había decidido qué haría con él, conservarlo o… Bueno, ya se vería. Se puso de pie, sintiendo el efecto de los dos o tres martinis diarios, el foie-gras al menos una vez por semana, las trufas negras cuando era temporada, blini y caviar con la mayor frecuencia posible. Se dio una palmadita en la barriga, justo debajo de la camisa de rayas diplomáticas rosa y blanca hecha a medida. ¿No debería ponerse a régimen?
Se había quitado todo salvo los calzoncillos blancos y los calcetines negros, pero la báscula del baño confirmó las malas nuevas. «Tendré que prescindir de los blini durante una temporada.» El ceño fruncido de Pruitt se reflejaba en el espejo con marco de mármol del baño. Se aproximó para observar las venas rojo azulado que se entrecruzaban en el extremo de su protuberante nariz. ¿Debería quitárselas con láser?
Quizá. Se puso un poco más de colonia de agua de rosas. Se había entretenido demasiado con el retablo y cavilando sobre su peso y ya no le quedaba tiempo para darse un baño. Bueno, ya se bañaría cuando volviera a casa. Esa noche le esperaba la marcha desenfrenada en el Dungeon. Entrada por invitación. Se moría de ganas de que llegara la hora.
Mientras elegía una camisa limpia, de color azul pálido con las siglas WMP bordadas en el bolsillo superior, Pruitt pensó en las buenas nuevas que le habían comunicado ese día: finalmente, Amy Schwartz había presentado su dimisión. Y ya era hora, sobre todo teniendo en cuenta que Pruitt le había hecho la vida imposible en el museo desde que la habían nombrado presidenta del consejo. Ahora podría elegir al director, que, desde luego, no sería Perez, ese hispano arribista, ni tampoco Schuyler Mills. A Pruitt le daba absolutamente igual que Mills hubiese trabajado diez, veinte o dos mil años de conservador.
Por supuesto, Pruitt sabía que algunas personas se preguntaban qué hacía él en una institución como el Museo de Arte Contemporáneo. Pero le había tomado cariño a la nueva zona de influencia, pensaba que quedaba bien con la imagen más moderna que estaba construyendo. Claro está que la mayor parte de lo que se consideraba arte no era más que mierda. Su buen amigo el senador Jesse Helms estaba metido en algo, eso seguro. Pero Pruitt no estaba allí por eso.
Tras terminar el nudo Windsor de la corbata de Yale, observó su sonrisa de satisfacción reflejada en el espejo del antiguo armario de nogal. Al fin y al cabo, allí estaba, presidente del consejo de administración del museo más in de la ciudad, tesorero de la fundación formativa Hágase el Futuro y comprador de la clase de obras que casi nunca se ven fuera de las instituciones de arte más veneradas. Se ajustó la corbata debajo de la papada. Sí, a veces la vida era dulce.
En la sala de interrogatorios gris y sin ventanas uno perdía la noción del tiempo.
Kate consultó la hora. Casi las diez de la noche. ¿Era posible? Podrían pasar días. Semanas. Kate tenía la sensación de que el tiempo se había roto, de que ese día dividiría su vida en dos partes: antes de la muerte de Elena y después.
No obstante, logró hacer lo que se le exigía: seguir a los polis hasta la comisaría de la Sexta, repetir la declaración, firmar impresos.
Contempló el espejo. Durante unos instantes, le sobresaltó su propia imagen. ¿Estaba de veras allí, en una comisaría, como testigo de un crimen? Sabía que, seguramente, los polis estarían al otro lado del espejo observándola. Después de todo, ése había sido su papel durante diez años, la poli al otro lado del espejo, juzgando, observando cualquier gesto, sopesando la culpabilidad o inocencia de alguien.
Kate se colocó el pelo detrás de las orejas, pero se dio cuenta de que no era un gesto natural. Se sentía desplazada, alienada y, al mismo tiempo, extrañamente a gusto. Conocía a la perfección la vida en comisaría, la teatralidad, la mezquina competitividad por el poder, el compañerismo de los días buenos frente a los malos. Y, no obstante, en aquellos instantes, todo aquello, incluidas las anodinas paredes beige y los malditos fluorescentes, le resultaba… tranquilizador. Podría haber sido la vieja comisaría de Astoria.
Otro vistazo al espejo. Allí estaba todo, justo delante de ella, un cuadro cuidadosamente pintado, como un arrepentimiento, pensó Kate, la pintura original comienza a tornarse visible; el elegante barniz de la última década apenas había disimulado todos los años de vida dura. Kate se miró con aires de complicidad. ¿A quién intentaba engañar? Sólo tenía que quitar la primera capa para que todos vieran la verdad: la agresividad, la poli, la chica de Queens.
¿La estarían observando? Era imposible que sospechasen de ella. Aun así iban a hacerla esperar y responder las mismas estúpidas preguntas. Lo sabía. Formaba parte de la rutina. Así se hacían las cosas. Siempre se habían hecho así: formular la misma pregunta una y otra vez, ver si el testigo se viene abajo, si un sospechoso cambia la versión de los hechos. Pero ya estaba harta. Y ¿dónde cono estaba Richard?
La puerta se abrió de par en par. Mead consultó el bloc.
– Ha dicho que habló por última vez con la chica…
– Mire -dijo Kate-, ya se lo he dicho al otro poli. Varias veces. Y estoy cansada. -Miró a Mead de hito en hito-. Y ¿dónde está Willie?
– Todavía están repasando los hechos con el señor Handley. Quiere que lo hagamos bien, ¿no?
– Por supuesto -replicó Kate-. Pero es hora de que Willie y yo nos vayamos a casa.
– Sólo unas preguntas más. -Mead chasqueó la lengua-. Ha dicho que llegó al apartamento de la víctima a eso de…
– Esa información está en la declaración.
Mead echó un vistazo a la página.
– ¿Y Handley llegó antes que usted?
– Detective, le seré franca. Ya he respondido todas esas preguntas. Como he dicho, están en la declaración. Le agradecería que la leyera y así todos nos ahorraríamos bastante tiempo.
– Pero preferiría que me lo dijese en persona.
– Bueno, pues yo preferiría irme casa. -Kate abrió el móvil y marcó un número-. Soy yo, Kate Rothstein. Siento llamar tan tarde, pero… Oh. Ya lo sabes… -Se le apagó la voz-. Sí, estoy aquí, en la comisaría de la Sexta, respondiendo preguntas. Pero… ¿qué? Sí. Está aquí. -Le pasó el móvil a Mead y añadió-: La comisaria Tapell quiere hablar con usted.
– ¿Sí, comisaria? -Los ojos de Mead miraban aquí y allá, hacia el techo y hacia el suelo, a cualquier lugar menos a Kate-. Esto… Sí. Esto… -Su cuerpo pareció caerse hacia la pared, como si los músculos no quisieran cumplir con su función-. De acuerdo. -Se pegó el móvil a la oreja-. Esto… sí, sí. -Suspiró y colgó-. Tapell dice que debería ir a verla de inmediato.
– ¿Qué hay de Willie?
– Puede volver a casa.
– Quiero que un uniformado lo lleve.
Mead asintió, sin mirarla.
Una vez más, Kate había logrado seguir los pasos necesarios: conducir hasta la autovía del West Side, tomar la salida, detenerse en los semáforos, abrir la cartera, sacar el carné de conducir del estado de Nueva York y enseñárselo al guardia uniformado apostado frente a la casa de piedra rojiza de Tapell en el West Side.
Estaba sentada al volante, con la cabeza apoyada en el reposacabezas acolchado, los ojos cerrados y el rostro bañado en lágrimas mientras recordaba una serie de imágenes: la cara de una aguerrida niña de doce años que le había conquistado el corazón; fragmentos de conversaciones durante muchísimas cenas; las dos discutiendo como cualquier madre e hija sobre la utilidad de un abrigo de algodón fino en medio de Urban Outfitters; la graduación de Elena en la escuela de artes escénicas Juilliard; y, otra vez, la actuación de Elena en el museo hacía menos de una semana.
Kate se atragantó de tanto llorar y sintió que un hierro candente marcaba a fuego el delicado músculo del corazón. Sin embargo, una vez más, logró sobreponerse, se secó los ojos rojos con un pañuelo de papel, se retocó el pintalabios y puso un pie delante del otro.
Al cabo de unos minutos estaba dentro de la casa, esperando, observando las estanterías de suelo a techo llenas de revistas de derecho, monografías y todos los libros de criminología habidos y por haber. Cientos.
A Kate le parecía que la librería encajaba perfectamente con Tapell. ¿Cómo había oído llamar a la comisaría últimamente… la imperturbable Tapell?
Joder, ¿qué esperaban de una jefa de policía, una buenaza cariñosa? Ya en Astoria, cuando Tapell dirigía la comisaría y Kate era una de las polis, Tapell se entregaba en cuerpo y alma al trabajo. Las dos habían congeniado de inmediato. Quizá las dos intuyeran que llegarían lejos, que Astoria sólo era un trampolín. Tapell no tardó en dirigir el Departamento de Policía de Nueva York en Queens y, al cabo de unos años, el Departamento de Operaciones de Manhattan. Para entonces, Kate ya había abandonado el cuerpo y había comenzado a mover los hilos en el círculo de élite de Nueva York, en el que figuraba el alcalde. Cuando un escándalo de polis sobornados acabó con el antiguo comisario y sus acólitos, Kate recomendó a Tapell para que ocupase el cargo.
La puerta del despacho de la comisaria se abrió. Dos hombres corpulentos con trajes que les quedaban mal -detectives, supuso Kate-, flanqueaban a la comisaria.
Kate observó las dimensiones esculturales de Tapell como si fuera la primera vez que la veía: casi tan alta como ella; espalda ancha acentuada por las hombreras del traje de espiga; piernas robustas, aunque no muy torneadas, con unas medias transparentes. Su rostro era una conjunción de ángulos: pómulos marcados; mentón prominente; una frente elevada realzada por un cabello salpicado de canas y recogido en un moño. Tenía la piel de un tono siena oscuro y prácticamente sin arrugas a sus cincuenta y un años. Aparte del pintalabios marrón rojizo que destacaba sus labios esculpidos, resultaba difícil discernir si llevaba maquillaje o no. Clare Tapell, la primera mujer que había ocupado el puesto más alto de la policía de Nueva York, y afroamericana, no era lo que se dice guapa, pero sin lugar a dudas llamaba la atención.
Tapell estrechó con fuerza la mano de Kate.
– Lo siento -dijo. Hizo un gesto con la cabeza a los agentes, quienes se marcharon de inmediato-. Una reunión de última hora -informó-. Han disparado a un hombre que estaba en una cabina telefónica desde un coche en marcha, en la parte alta de Madison Avenue, nada menos. -Se calló, sin soltar la mano de Kate, mirándola de hito en hito-. Kate, siento mucho lo de… tu Elena. -Las paredes de la sala hicieron resonar las palabras en los oídos de Kate: «tu Elena tu Elena tu Elena…»-. Y también lo siento si la policía te ha hecho pasar un mal rato. Hablaré con Randy Mead.
Kate se encogió de hombros.
– No pasa nada. Sólo hacía su trabajo. Me había hartado, eso es todo.
Tapell asintió.
– Le diré que ponga a trabajar en el caso a sus mejores hombres. A veces Mead es un poco payaso, pero es lo bastante listo como para haberse hecho cargo del equipo especial de homicidios a los treinta y seis años, lo cual no está nada mal. Hará bien su trabajo.
– Quiero formar parte de la investigación -dijo Kate.
Tapell se dispuso a replicar, se lo repensó, cruzó la habitación, pasó la mano por el revestimiento de paneles de madera. Al volverse, tenía el rostro desdibujado por el dolor.
– No creo que sea posible, Kate.
– Todo es posible, Clare. Tú, más que nadie, deberías saberlo. -Kate la miró de hito en hito-. Fui policía, bajo tu tutela, ¿lo recuerdas? Y muy buena, joder.
– Lo sé -dijo Tapell-. Pero eso fue hace mucho. Ahora eres la señora Kate Rothstein, una conocida experta en arte que se codea con la alta sociedad, filántropa, y, por lo que a mí se refiere, uno de los mejores atributos de la ciudad. ¿Cómo podría justificar tu participación en el caso?
Kate se hundió en el sofá de cuero, sintiendo que la adrenalina comenzaba a abandonarla. Cerró los ojos; el rostro ensangrentado de Elena le guiñó el ojo detrás de los párpados.
– Allí había algo -dijo-. Sé que suena extraño…, pero había algo familiar.
– ¿Como qué?
Kate cerró los ojos, intentó visualizarlo de nuevo -la habitación sobria, los cojines en el suelo, el cuerpo de Elena-, pero en esta ocasión la imagen no se presentó.
– No lo sé. Ahora no lo veo, pero…
– Estás demasiado involucrada emocionalmente, demasiado apegada a la víctima, Kate.
– ¡Y una mierda! Me apegué a la mitad de los niños desaparecidos a quienes encontré, y lo sabes.
– Después de haberlos encontrado -dijo Tapell.
– Mis sentimientos, mis emociones, me ayudaron a encontrarlos -dijo Kate-. Y en esta ocasión también tengo una intuición.
Tapell se sentó al otro lado de la sala y entrelazó los dedos.
– Mira, Kate, me gustaría ayudarte, pero tendrás que ofrecerme algo más que una intuición si quieres asesorar durante el caso. -Negó con la cabeza y se incorporó-. Hazte un favor, Kate. Vuelve a casa con tu maravilloso esposo y dile que la comisaria ha prometido ocuparse de todo esto… y lo haré. -Tomó la mano de Kate entre las suyas. Su mirada era comprensiva y cálida, pero tenía las manos frías-. Vete a casa, Kate.
El hielo del segundo vaso de whisky escocés de Richard Rothstein se había derretido. Miró la esfera iluminada de su reloj: las doce y veinte. Estaba cansado, inquieto.
Se preguntó si en el restaurante le habrían dado su recado a Kate, y si ella estaría molesta. Seguramente, le habría llamado al móvil, el que estaba recargando en esos momentos porque la batería se había agotado hacía unas horas.
Se acercó a las ventanas. Abajo, en alguna parte de Central Park West, resonó una sirena. Las farolas iluminaban los árboles que señalaban el final del parque y arrojaban luz sobre Strawberry Fields. Al otro lado del parque, los tejados abuhardillados y ornamentados de los hoteles de la Quinta Avenida dibujaban una geometría caprichosa contra el cielo oscuro.
De todos modos, sabía que aunque Kate estuviera enfadada con él le perdonaría que no hubiera acudido. Kate, pensó, le perdonaría casi cualquier cosa.
Richard se acabó el whisky aguado y apretó el interruptor de una lámpara modernista en zigzag. Arrojaba una luz amarillenta sobre una de sus adquisiciones más recientes, una máscara de Costa de Marfil, por la cual había pujado más que el Museo de Arte Africano. La máscara quedaba perfecta junto al Picasso de un solo ojo, un autorretrato esbozado por el artista en 1901.
Justo cuando se preguntaba cómo era posible que una actuación en el East Village se prolongase más allá de la medianoche, oyó el ruido de la puerta principal.
– ¿Kate? -dijo en voz alta, y luego escudriñó el pasillo oscuro y vio a su esposa apoyada en la pared-. ¿Querida? ¿Qué pasa? -preguntó mientras se acercaba a ella.
– Oh, Richard… -Por primera vez en varias horas, la voz se le quebró. Se desmoronó sobre su esposo sin dejar de sollozar.
Richard dejó que llorara. Durante todos los años que habían vivido juntos, casi nunca la había visto llorar. Sí, después de los abortos espontáneos, y cuando supieron a ciencia cierta que no tendrían hijos, entonces sí había llorado. Pero ni siquiera entonces de este modo. Le acarició el pelo, la condujo lentamente hasta el salón, luego hasta el sofá, donde aguardó sosteniéndole la mano contra su pecho.
Finalmente, Kate le contó lo de Elena.
– Oh, Dios mío. -Richard retrocedió como si le hubiesen golpeado y Kate comenzó a sollozar de nuevo. Pasaron otros diez minutos antes de que se calmara y le explicara el encuentro con Tapell.
– ¿Formar parte de la investigación? ¿Es que te has vuelto loca?
– Sé que parece una locura, Richard, pero… tengo que hacerlo.
Richard la miró con incredulidad mientras se dirigía hacia el bar de caoba tallado a mano. Mezcló ginebra y vermú para Kate y se sirvió más whisky. Se pellizcó el puente de la nariz y frunció el ceño.
– ¿Acaso no lo dejaste por un motivo, Kate? Creía que no querías saber nada más de la policía.
– Es verdad, pero… -Kate intentó ordenar sus ideas, tarea nada fácil porque los ojos azules de Richard, tan dulces apenas hacía un momento, la miraban con absoluta incredulidad-. Voy a necesitar todo tu apoyo.
Richard vaciló durante unos instantes, luego cerró sus dedos en torno a los de Kate.
– Claro. Cuenta conmigo.
Se mantuvieron en silencio bajo la tenue luz del salón, y entonces Kate recordó que había estado intentando localizarlo durante varias horas.
– ¿Dónde estabas?
– ¿Cuándo?
– ¿Esta noche?
Richard titubeó antes de responder.
– En el despacho y luego con unos clientes. Además, la batería del móvil se me ha descargado. Por Dios, lo siento mucho, cariño. Si lo hubiera sabido…
– Te necesitaba a mi lado para que los polis me dejaran en paz.
– ¿Te han molestado mucho? -Los ojos azules de Richard se tiñeron de ira.
– No. No. -Cerró los ojos. Entonces volvió a ver la cara de Elena, destrozada, abotagada.
– ¿Estás bien?
– Sí. -Kate negó con la cabeza y susurró-: No. -Se apoyó en su esposo y dejó que la condujera hasta el dormitorio.
– Túmbate, querida. -Richard la empujó suavemente por los hombros hacia la cama.
Kate le miró a los ojos.
– Te quiero, Richard.
– Yo también. -Le tomó la mano y se la apretó.
Kate se dejó caer en la enorme cama blanca y cerró los ojos. Se imaginó a Mead con su estúpida pajarita de estampado de cachemira. «Quien encuentra el cadáver suele ser el autor del crimen.»
En ese caso había errado por completo. «Pero, entonces, ¿quién? Y, ¿por qué?», se preguntó.