En el exterior, el sol se reflejaba en el cristal y en el acero de los edificios de la Cincuenta y siete, y el cielo azul y las nubes blancas eran una señal casi inequívoca de que la primavera estaba a la vuelta de la esquina.
Kate zigzagueó por entre el desfile de mujeres con bolsas de Bendel's y Saks, y pasó por delante de escaparates de joyerías selectas. La semana anterior todo eso le habría distraído, pero ya no.
Tenía que llevar el bolígrafo al laboratorio y examinar con detalle las agendas de trabajo de Mills y Perez. Aunque antes necesitaba despejarse. Pensar. Y conocía el lugar idóneo.
Rafael, Rubens, Delacroix.
Vermeer, Hals, Rembrandt.
Sala tras sala de cuadros maravillosos.
El Museo de Arte Metropolitano.
Kate saludó con la cabeza al guarda, sonrió, entró en una sala de cuadros barrocos, se fijó en El rapto de las Sabinas, de Poussin, las figuras captadas en pleno movimiento, como actores sobre un escenario. Sabía que Poussin trabajaba a partir de figuras de arcilla modeladas que movía por una especie de pequeño escenario que él mismo había diseñado.
En aquel momento le recordaba demasiado a otro artista, uno que poblaba sus recreaciones con los muertos.
«Mierda.» ¿Es que ya no podría disfrutar del arte sin pensar en aquellas reproducciones brutales y sádicas?
En una sala contigua, una pequeña exposición de grabados de Edvard Munch, aguafuertes de su obra más famosa, El grito, un grabado titulado Angustia -rostros pálidos sobre un fondo negro- y dos litografías que Kate conocía muy bien: Marcha fúnebre, que parecía una masa de cadáveres, y Cámara mortal, un grupo de dolientes vestidos de negro, sentados o de pie, callados y solemnes.
Recordó el año anterior: su padre luchando por morir, pero logró sobrevivir al derrame cerebral que le dejó medio cuerpo paralizado y el habla prácticamente incomprensible. El padre al que tanto había temido -y, sí, querido- sustituido durante los últimos meses por un desconocido frágil e incluso amable. ¿Quién diría que ese anciano enfermo -el hombre para quien cocinaba y limpiaba tras la muerte de su madre- había sido tan cruel y había propinado palizas a su joven hija? ¿Y por qué? Kate llevaba más de doce años en el diván de un psicoanalista y seguía sin estar segura. ¿La culpaba él por la pérdida de su mujer? ¿Es que no sabía que su mujer también era la madre de ella?
De todos modos, siempre supo que sería ella quien le daría las píldoras, le lavaría el cuerpo cada vez más deteriorado, le vaciaría el orinal, le aplicaría pomadas en las escaras y, finalmente, inyectaría la dosis letal de morfina en la vena de su brazo derecho.
La sala siguiente estaba llena de Tizianos y Veroneses, cuadros a gran escala, enormes y ornamentados. Kate recordó de inmediato la última obra maestra de Tiziano, Marsias desollado, y, acto seguido, el cuerpo de Ethan Stein.
«Mierda.» Kate se volvió y estuvo a punto de tropezar con un joven que llevaba una chaqueta de cuero gastada, pelo enmarañado y al que le hacía falta un afeitado. Él sonrió.
– Lo siento -dijo ella.
Kate lo observó durante unos instantes y se preguntó si ésa era la clase de tipos que le gustaban a Elena. Bohemios y guapos si se arreglaban. Resultaba gracioso, pero Kate no recordaba haber conocido a ningún novio serio de ella, ni tan siquiera haber oído hablar de ellos. Sí, claro, conocía a algunos de sus amigos, la mayoría artistas y poetas, y en una ocasión mencionó a un novio director de cine, pero nunca más. Curioso, pensar en ello ahora, una chica como Elena, guapa, lista y que no era lesbiana. Al menos eso creía Kate, aunque tal vez debería cerciorarse. ¿Habría matado a Elena una mujer? Hasta entonces no se le había ocurrido esa posibilidad. Sabía que, según las estadísticas, los hombres cometían nueve de cada diez crímenes violentos contra las mujeres. Al menos, así era antes. Tendría que preguntarle a Liz si eso había cambiado durante los últimos diez años.
Kate atravesó varias salas y se detuvo ante el cuadro más famoso de Daumier, Vagón de tercera clase, una obra oscura e inquietante, sin color; varias figuras en un vagón, juntas por pura casualidad, emocionalmente distanciadas, separadas entre sí, solitarias; la figura central, una anciana encapuchada, parece mirar a Kate con ojos de ciego. Recordó el Picasso de un solo ojo y la mejilla ensangrentada de Elena, y luego la espeluznante fotografía del día de la graduación.
«Eso es.» Eso era lo que tenía que hacer: repasar los álbumes fotográficos de Elena y comprobar si habían arrancado la foto de allí o no.
En St. Mark's Place podría ser 1965. Chicos con pantalones de pata de elefante -aunque con tatuajes en los brazos en lugar de flores pintadas en la cara-, apiñados en grupos, fumando, riéndose, muchos de ellos completamente colocados. Kate se preguntó si ese día no habría clase o si ya eran mayores para ir al colegio. No le parecía que ninguno tuviera más de quince años.
Vio a los dos uniformados en cuanto llegó a la 6 Este, uno en la esquina y el otro justo en la entrada del edificio de piedras rojizas de Elena. Kate le mostró la placa provisional. El hombre apenas parpadeó.
Bessie Smith sonaba de fondo. Elena daba vueltas sin cesar por la habitación con una falda bordada y multicolor. «Me encanta.» Más vueltas. La falda se le levantó por encima de las rodillas.
– Oh, deberías haberme visto -dijo Kate-. Seguramente la peor negociadora de la historia. Juro que la mujer debió de adivinar mis intenciones. Estaba tan distraída intentando impresionarla con mis conocimientos de español que creo que acabé pagando más del doble de lo que me había pedido en un principio. Estoy segura de que tienen mi foto colgada en todas las tiendas mexicanas con la palabra «incauta».
Elena se rió.
– Eh, prueba tu español conmigo… a lo mejor puedo sacarte más dinero aún.
El olor a muerte persistía en el pasillo. Kate miró hacia el techo como si pudiera atravesar las dos plantas con la vista. Sin embargo, sabía que el apartamento estaba vacío. No habría ninguna Elena dando vueltas con una falda mexicana.
Subió las escaleras lentamente. Ya había llegado allí, así que no tenía prisa por ver la escena del crimen.
La cinta de la policía cedió con facilidad, se deslizó hasta el suelo y se quedó allí como una serpiente amarilla flácida.
Kate se enfundó un par de guantes de látex y volvió a recorrer el apartamento de Elena. Quedaban restos de polvo gris para recoger huellas dactilares en las repisas de las ventanas. La tela de algodón estampada del sofá estaba arrugada y se veía la espuma del interior. ¿Era cosa de los técnicos o ya estaba así? Kate no lo recordaba.
En la minúscula kitchenette, el cajón de los cubiertos estaba medio abierto y vacío. En las paredes, las manchas de sangre se habían tornado de color marrón; en las grietas entre las baldosas del suelo, casi negras.
La mesa del ordenador estaba vacía y cubierta de polvo; Kate estaba mareada y se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración desde que había entrado en el apartamento.
Observó la escena del crimen, trató de reconstruir lo que había visto aquella noche; el cuerpo desplomado de Elena en el suelo de la cocina, toda la sangre… de repente los recuerdos se volvieron más reales que cualquier fotografía.
En el dormitorio encontró lo que había venido a buscar, tres pequeños álbumes fotográficos, dos en un estante junto a la pila de libros de poesía y arte, otro en el tocador de Elena. Dos de ellos estaban repletos de fotografías de viajes, uno a Puerto Rico y el otro a Italia. El tercer álbum tenía fotografías de la infancia, nada reciente. Tendría que haber otro álbum.
Si no estaba en el apartamento, el asesino seguramente se lo habría llevado.
Kate se obligó a repasar los cajones del tocador y el armario, pero no encontró más fotografías, ningún original de la fotografía de la graduación, sólo prendas de Elena -una blusa por aquí, una camiseta por allá-, recuerdos lo bastante intensos como para destrozarle el corazón. Y lo habrían hecho si no hubiera estado tan concentrada en el hecho de que el asesino también había estado allí, recorrido las mismas habitaciones y tocado la misma ropa.
Kate casi sentía su presencia en la habitación, mirando y sonriendo con aires de suficiencia. De repente, reparó en el sonido de su propia respiración, luego en el silencio y después en algo que apenas se movía a su espalda. Se mantuvo inmóvil. Le escocía la piel. Sin embargo, al volverse lo único que vio fue una paloma en la repisa de la ventana.
Dejó escapar un suspiro.
Pero al cabo de unos segundos volvió a notarlo, esta vez nada concreto, sólo una sensación, como si le hubiera dado un golpecito en el hombro y le hubiera dicho: «Mira, aquí, y aquí.»
Kate se estremeció.
En el salón se detuvo unos segundos, recogió el cojín de Marilyn. El tenue olorcillo a pachulí, el perfume de Elena, la descolocó. Si se quedaba un solo segundo más en el apartamento se vendría abajo.
Agradeció el olor a col agria que llegaba por el pasillo, cualquier cosa con tal de disimular el pachulí.
Quería marcharse, pero no todavía. Necesitaba hablar con el portero de Elena. Según el uniformado que le tomó declaración al hombre, no estaba presente la noche del asesinato, pero, de todos modos, era probable que le contase algo útil.
Kate rodeó cuatro cubos de la basura oxidados. Dos sin tapa, desbordados de basura maloliente, prácticamente impedían el paso al apartamento del sótano. Se metió por entre los cubos, pero un buen trozo de la tela gris del blazer se quedó enganchado en uno de los bordes irregulares del cubo de la basura.
«Mierda.»
Se inclinó hacia el timbre metálico, pero o estaba preparado para los oídos de los perros o, más probable, no funcionaba.
Llamó a la puerta. Varias escamas de esmalte negro azulado brillante cayeron revoloteando hacia el suelo como mariposas de luz.
Nada.
Había un agujero donde se suponía que iba el pomo. Kate se agachó para mirar mejor, le pareció una boca sin dientes, y vio que sobresalían varios fragmentos del cerrojo metálico. Rebuscó en el bolso, entre el peine, los cigarrillos, el encendedor y el perfume, y sacó una lima de uñas metálica. La movió por el agujero hasta que oyó un clic y la puerta se abrió. A la joven agente McKinnon siempre se le había dado bien entrar así en las casas.
– ¿Hola? -dijo en voz alta.
El pasillo semioscuro estaba repleto de periódicos viejos, cajas de cerveza vacías, un paquete de arena higiénica para gatos, una caja de herramientas metálica abierta, una pila de revistas pornográficas. Pasó por encima de todo aquello, entró en lo que parecía una mezcla de salón y dormitorio con un colchón a rayas rosas lleno de bultos en el suelo, un par de sillas plegables en torno a una mesa de juego estilo años cincuenta. Al otro lado de la habitación, Jenny Jones tentaba al público en la Sony Trinitron de veintiocho pulgadas.
Cuando el gato blanquinegro se frotó en sus tobillos, Kate saltó y estuvo a punto de gritar.
– Oh, gatito, me has dado un susto de muerte. -Respiró hondo, acarició al gato, pero al erguirse tuvo la impresión de vislumbrar algo enorme y colorido a su derecha.
Entonces sintió el empujón, y las paredes gris beige, Jenny Jones y el suelo pasaron a toda velocidad. Kate liberó un brazo, agarró algo blando y carnoso, lo sujetó con fuerza y tiró. La cosa grande y colorida -que olía a sopa Campbell de pollo con fideos rancia- cayó sobre el suelo de linóleo con un golpetazo sonoro y petardeó como un motor diésel al apagarse.
Kate le clavó el tacón en la nuca, tiró del brazo fofo del hipopótamo hacia arriba y se lo dobló sobre el omóplato, aunque no estaba segura de que hubiera huesos debajo de las capas de grasa.
Entonces lo observó bien: un tipo de unos ciento treinta kilos con una camisa con estampado de loros.
Gritó como un cachorrito. Su aliento apestaba incluso a más de medio metro de distancia.
Un par de semanas antes, Kate había almorzado con Philippe de Montebello en el comedor privado del Museo Metropolitano y habían hablado sobre los detalles más sutiles de Vermeer, luego había tomado el té con la señora Trump y había obtenido un talón de un millón de dólares para Hágase el Futuro. De pronto no sólo se había empezado a saltarse el almuerzo y el té, sino que estaba clavando el tacón de cuatrocientos dólares en la nuca de un gordo.
– ¿Nombre? -Kate apoyó todo su peso en el tacón y lo vio desaparecer por entre los pliegues de carne.
– Johnson -gritó-. ¡Soy el portero, joder! Wally Johnson. Me estás partiendo el brazo, coño.
– ¿Siempre empujas a los invitados?
– ¡Has entrado en mi casa, por amor de Dios!
Tenía razón.
– Policía de Nueva York -informó Kate al tiempo que le soltaba un poco el brazo.
Se agachó un poco, pero se irguió de inmediato al percibir el aliento. Logró que el gordo prometiera que sería un buen chico.
– ¿Por qué no lo has dicho antes? -Se dio la vuelta, se enderezó, se frotó el brazo y se lamentó-. ¡Joder!
– He llamado a la puerta y en voz alta. No has respondido.
– Estaba cagando, joder. -Sus ojos, unas manchitas oscuras que miraban por entre persianas venecianas de grasa, observaron a Kate con recelo-. ¿Eres poli?
– Trabajo en el caso Solana -contestó, y le gustó la frase. También estaba contenta consigo misma, tras haber reducido al gordito Wally con un brazo. Gracias a su entrenador personal. Claro que nunca había visto a nadie en peor forma física que Wally-. Mira -le dijo-, no he venido a hacerte daño…
– Ya me has roto el brazo, cojones -dijo haciendo un mohín.
Kate se esforzó por no llamarle llorica.
– Leí tu declaración. No estabas aquí la noche que asesinaron a Elena Solana, ¿no?
– Ya se lo he contado a los otros polis. Estaba con mi hermana, en Staten Island. Hizo espaguetis con albóndigas.
– Suena delicioso. Pero busco algo más que unas albóndigas.
– ¿Como qué?
– ¿Conocías a los amigos de Elena Solana…?
– Eh, no soy un fisgón.
– No he dicho que lo seas. -Kate suavizó el tono-. Mira, Wally, tú y yo sabemos que un portero bueno está al tanto de las idas y venidas de los residentes. Es parte del trabajo, que estoy segura que haces muy bien.
Wally Johnson se frotó el brazo.
– Tenía unos cuantos novios negratas -dijo.
Kate sintió la tentación de partirle el otro brazo, pero eso no la ayudaría a obtener las respuestas que deseaba.
– Háblame de ellos.
Se encogió de hombros.
– ¿Qué quieres que te cuente? Uno era bajito. Otro flacucho. Otro grande.
– ¿Cómo de grande?
– Como un gorila o un boxeador profesional, algo así.
– ¿Qué más?
– El bajito tenía ese pelo, ya sabes, como, esto…
– ¿Rizos rastas?
– Eso es, rizos rastas. Era joven. Venía mucho por aquí.
«Willie.»
– ¿Y el tipo flaco?
– Sólo lo vi un par de veces. Parecía un yonqui.
– ¿Y el boxeador?
– Llevaba mucho sin venir. Supongo que habían roto. ¡Buuuah! -Sonrió. No era un panorama muy agradable: dientes del color de los plátanos pasados, un par de huecos negros.
– ¿Sabrías identificarlos?
– Al joven, el de los rizos rastas, seguro. Quizás al grandote. Quizá. Nunca me fijé mucho en él. Pero era grande, eso sí. El otro tipo, el yonqui, bueno… un yonqui, ya te haces a la idea, ¿no?
«Genial.» El único al que el gordito identificaría era Willie, el único a quien Kate conocía. Era de esperar.
– Oh. -El portero se acercó demasiado. Kate retrocedió un paso de la Eau de halitosis-. Había otro tipo, también bastante flaco, blanco. Rubio. Estatura media. Pero delgado, un poco femenino. Seguramente maricón, claro.
– ¿Y le viste… cuándo?
– No tengo cronómetro. Varias veces. Llamaba al timbre de Solana. Una o dos veces salieron juntos, cogidos del brazo. -Sonrió-. A lo mejor no era maricón.
Ya fuera, bajo la luz del frío atardecer, Kate calculó las pérdidas -un par de pantalones buenos y un blazer todavía mejor- y luego valoró lo que había averiguado: tres hombres, aparte de Willie, visitaban a Elena con cierta frecuencia. Un negro grande y uno flaco. Y uno blanco.
¿Quiénes eran?
De vuelta a casa, Kate se dirigió al armario del cuarto de huéspedes y cogió una silla de camino. No le había gustado cómo se había sentido cuando el portero había surgido de la nada. Demasiado vulnerable. Y el siguiente tipo tal vez no estaría en tan mala forma. Tendría que estar preparada.
Apartó un grupo de pañuelos de seda. Allí estaba, la caja de zapatos gris en la que ponía, con letra clara, «zapatillas de terciopelo». En el mismo sitio en el que la había dejado hacía diez años. Sacó la caja, se sentó en el borde de la cama, apartó las capas de papel de seda como si retrocediese en el tiempo. Con cuidado, extrajo la vieja Glock.
Kate le dio la vuelta en la mano y reconoció el olor ligeramente acre del producto para limpiar el metal del arma. Había un cargador lleno en la caja de zapatos. Kate lo introdujo y se estremeció al sentir el poder al que había renunciado hacía años a cambio de, bueno, el poder del dinero. En los viejos tiempos, Kate no sabía lo que era tener dinero ni qué podía conseguirse con él. Apretó los dedos en torno a la empuñadura del arma. Ahora tenía una pistola y un talonario de cheques. Y sí, se sentía mucho más segura y fuerte que apenas unos minutos antes. Basta con preguntarle a cualquier adolescente de quince años con una pistola en la mano y te dirá el poder que otorga, el súbito y estúpido valor. ¿A quién intentaba engañar la Asociación Nacional del Rifle?
Kate se cambió los trapos de diseño rotos por unos pantalones caqui de Gap y una camisa de algodón azul. Mucho mejor. Bastante menos llamativo que el modo en que se vestía en los viejos tiempos, cuando solía ponerse minifaldas y escotes en pico. Pero esos días habían llegado a su fin.
El reflejo del espejo le daba a entender que no le vendría mal una semanita en un balneario. Se pasó el cepillo por el pelo y se puso unas gotitas de Bal a Versailles en las muñecas.
¿Por qué siempre se había sentido avergonzada, como si fuera culpa suya el no haber tenido una madre? No supo la verdad hasta el segundo año en el instituto, en Saint Anne's: Mary Ellen Donaghue la estaba provocando: «Te crees muy interesante, McKinnon, pero al menos mi madre no se suicidó», y Kate comenzó a pegarle, una y otra vez, hasta que una de las monjas las separó.
¿Por qué le habían mentido todos? ¿Creían que era culpa suya?
Oh, Dios, la de años que se había tirado en el diván hablando de ese tema.
Kate guardó la Glock en una bolsita de cuero negro con una larga correa, se la colgó del hombro y buscó otra chaqueta ligera en el armario. La única prenda que no era de diseño era una vieja cazadora tejana con un símbolo de la paz en el bolsillo superior izquierdo.
Fuera, los árboles de Central Park West habían echado los primeros retoños verdes para combatir el tiempo deprimente. Kate golpeó suavemente la artillería que llevaba en la bolsita. Pura cuestión de prevención. No es que pensara cargarse a nadie.