38

Kate le dio un golpecito a la copia de la foto del periódico, a la que el artista de la muerte le había puesto un halo y alas, y que estaba clavada en el tablón de anuncios de la sala de reuniones.

– La letra es lo que me hizo pensar en eso -explicó-. Es muy parecida a un mensaje que recibí en mi último caso, en Astoria.

– Astoria fue hace mucho tiempo -dijo Mead.

– No tanto -replicó Kate-. Y el caso nunca llegó a resolverse. Anoche llamé a la comisaría y esta mañana otra vez. Quería que me enviaran lo que tuvieran sobre el tema, sobre todo una huella dactilar que nunca llegó a identificarse.

– ¿Cree que pudo haberse tratado del artista de la muerte? -preguntó Slattery.

– Tenemos huellas de todas las escenas de los crímenes que no hemos conseguido identificar. Si una de ellas coincide con la huella que tengo del crimen de hace diez años…

– ¿Y qué dicen en Astoria? -preguntó Brown.

– Que todos los homicidios sin resolver de más de ocho años de antigüedad se pasan a microfichas y luego a discos y que se enviaron a Quantico hace un año.

– Nosotros también lo hacemos -dijo Mead-. Ahora se hace de forma automática.

– Intenté conseguir la información a través de la página web del FBI, pero se me denegó el acceso -dijo Kate.

– Estoy seguro de que esos chicos estarán encantados de conseguirte la información. -Mead frunció el ceño.

– Sí, pero prefiero pedírsela a mi amiga. No hace falta abusar del FBI.

Mead casi sonrió.

– Bueno. -Apoyó los codos sobre la mesa de reuniones-. ¿Le importaría explicarme su actuación televisiva de anoche?

– Le di a nuestro sujeto desconocido lo que quiere -explicó Kate-. Ser tratado como un artista. Fue un discurso serio sobre arte, e independientemente del hecho de que el artista de la muerte lo entienda o no, estoy casi segura de que lo intrigará, le hará querer seguir jugando conmigo todavía más.

– Esto no es un juego -afirmó Mead.

– En eso se equivoca, Randy. Es un juego. -Kate entornó los ojos-. Creo que le agradará el hecho de que lo tratara como a cualquier otro artista. Y calculé muy bien mis palabras. Dije que no acababa de comprender su obra, porque quiero que me la explique, que nos la explique. Le solté toda esa perorata sobre el arte conceptual porque quiero afinar sus ideas, hacer que sean totalmente claras. -Se cruzó de brazos-. ¿Entendido?

Slattery negó con la cabeza.

– No del todo.

– Miren. Si tiene las ideas claras, las pistas también lo serán. Cuanto más claras sean las pistas, antes podré captarlas. Cuanto antes las capte, más rápido podremos ir a la caza. Y esperemos, también, vencerlo. La próxima vez quiero que salga bien. -Kate miró primero a Slattery, luego a Brown y luego a Mead-. ¿Ustedes no?

– ¿Y si no envía más pistas? -Mead se tiró de la pajarita.

– ¿Está de broma? Le hice una crítica poco entusiasta, en la televisión nacional. Dije que su obra era buena, pero no lo suficiente. Apuesto a que el artista de la muerte está ansioso por demostrarme lo muy bueno, y claro, que puede llegar a ser.


«Maldita mujer.»

Bulle de ira, la idea de matarla le pasa por la cabeza, salvaje, descontrolada. Pero entonces se da cuenta de que está jugando con él. Por supuesto que sabe que su obra es brillante. ¿Cómo no iba a saberlo?

Le está haciendo una petición. Y él debería escuchar. Aceptar su reto. Si lo que quiere es claridad, tendrá claridad.

Pero le es imposible ser más claro. ¿Está bromeando? ¿Ha probado alguna vez a trabajar con personas vivas? Hay que ver cómo luchan, se resisten, intentan frustrar su creatividad en todo momento.

Recorre la habitación. Las ratas se introducen en las esquinas, desaparecen bajo las tablas del suelo resquebrajadas.

Se le tiene que ocurrir algo verdaderamente especial, algo excepcional, digno de ellos dos.

«Debes hacerlo.» Las voces.

Hoy mismo se ha asustado mucho, estaba convencido de que los demás las oían. ¿Cómo era posible que no las oyeran? Hablan muy alto, joder. Son ensordecedoras. Pero no, los demás se limitan a sonreír, su estúpida secretaria, sus compañeros de trabajo.

Observa la pared, las Polaroid de Amanda Lowe, su exposición unipersonal.

¿Cómo es posible que ella no vea su brillantez? Pero seguro que la ve. Seguro que sí.

Piensa en la llamada de teléfono, lo bien que funcionó. Y todos esos polis ahí esperando. Qué imbéciles. ¿De veras pensaban que era tan tonto como para caer en un truco tan fácil? ¿Qué arte hay en eso?

Tamborilea la mesa de trabajo con los dedos.

Vidas de artistas. El libro prácticamente se anuncia a sí mismo desde el otro extremo de la mesa. Lo levanta en su regazo, lo acuna como si fuera un bebé, pasa las páginas, lentamente, observa las ilustraciones, las fotografías de Willie, Elena y el resto de los artistas. ¿Por qué no está él ahí?

Pero escribirán sobre él. Lo sabe. Un día escribirán libros enteros sobre su obra.

En la última página del libro de Kate, justo debajo de la foto de la autora, lee sobre su formación académica, sus impresionantes títulos, incluso el título de su tesis doctoral: Expresionismo abstracto: pintar con el cuerpo.

Entonces es cuando se le ocurre. La idea perfecta.

Ahora lo único que tiene que hacer es aplicarla al dúo que ha estado planeando.

Se acerca la caja de cartón con postales gastadas y fotos. Esta vez las repasa con cuidado, con meticulosidad, una por una. Y no tarda demasiado en encontrar lo que necesita. Las imágenes perfectas. La idea perfecta.

Los dedos enguantados le tiemblan de la emoción mientras coloca las imágenes una al lado de otra.

¿Está claro?

Oh, cielos, si estuviera más claro…


Floyd Brown no sonreía, ni en la foto ni en la vida real.

Ahí estaban, él y McKinnon, ella con su traje de fiesta y él de esmoquin. Y Henry Kissinger.

La foto, recortada con cuidado de la página de sociedad del New York Times, estaba clavada con una chincheta en el tablón de anuncios de la comisaría.


Katherine McKinnon Rothstein, Floyd Brown, Jr. y Henry Kissinger en la fiesta de beneficencia de Hágase el Futuro celebrada en el Plaza.


Le habían estado haciendo bromas, lanzando indirectas y comentarios jocosos todo el día.

– ¿Qué tal Henry?

– Dale recuerdos a Hank.

– Bonito esmoquin.

– Tú y McKinnon, ja, ja, ja.

Al siguiente que le dijera algo le soltaba un sopapo. Brown arrancó la foto. Estuvo a punto de arrugarla, pero se lo repensó. Al fin y al cabo ahí estaba al lado de Henry Kissinger. Brown sonrió y rápidamente se guardó la foto en el bolsillo. Al menos a Vonette le haría ilusión.

– ¡Brown! -El uniformado que gritó su nombre estaba al final de un pasillo largo y oscuro, justo fuera del despacho de Mead, y se dirigía a él a toda velocidad.

«Si este tío dice una palabra, una sola palabra sobre esa foto, es hombre muerto», pensó Brown.

– Brown. -El joven se detuvo de golpe, jadeando-. Mead quiere que suba a la sala de reuniones del tercer piso lo antes posible.


La bolsa de plástico del correo de Kate dominaba el centro de la larga mesa de reuniones. Cuando Brown entró, Slattery le estaba tendiendo un gran sobre al uniformado.

– Al laboratorio -indicó Slattery-. Dile a Hernandez que es urgente. Huellas y fibras. En el interior y en el exterior.

Kate estaba inclinada sobre la imagen que acababa de recibir, con las gafas de leer puestas y el ceño fruncido.

Mead estaba a su lado, lupa en mano.

– ¿Cómo lo interpreta? ¿Cree que…?

– Por favor -dijo Kate al tiempo que levantaba una mano para silenciarlo-. Espere un momento.

Había dos imágenes. Una alta, vertical; la otra casi cuadrada. Ambas contenían unas figuras vagas pero pintadas con desenfreno en unos tonos rosas viscerales y rojos hemoglobina, con toques de carmesí y morado.

– Parece un baño de sangre -dijo Slattery.

– Chist. -Kate se recogió el pelo detrás de las orejas-. Bueno, para empezar son dos cuadros pegados uno al lado del otro. Los dos son de Willem de Kooning, el gran pintor expresionista abstracto americano.

– Pues no rae parecen tan maravillosos -opinó Slattery.

– Lo son -dijo Kate-. Créame.

– No parecen americanos -apuntó Brown.

– Es holandés -explicó Kate intentando ser paciente-. Pero vivió y trabajó en este país.

Mead se quejó porque estaba ansioso.

– Pero ¿qué significan?

– Si no se callan un par de minutos… para dejarme pensar -dijo Kate al tiempo que les dedicaba una mirada asesina a cada uno de ellos.

Mead se echó hacia atrás.

– Perdón -se disculpó Slattery.

A cierta distancia se oían pasos, teléfonos, sirenas. Pero la sala de reuniones se había quedado en silencio.

Transcurrió un minuto. Kate permaneció encorvada sobre las imágenes. Daba la impresión de que la brigada contenía el aliento de forma colectiva.

– A lo mejor es preferible que empiece a hacer asociaciones libres -dijo Kate al final-. De Kooning. Expresionismo abstracto. Dos imágenes. Dos cuadros. -Se calló un momento, observó la pared en la que estaban las fotos de las escenas de los crímenes-. Dos cuadros. ¡Dos víctimas! Esta vez debe de ir a por dos personas. ¡Dios mío!

– ¿Está segura? -preguntó Mead mientras toqueteaba el móvil.

– No. Pero creo que es una posibilidad. Le reté a que fuera claro, ¿no? Es la primera vez que nos da dos imágenes, una al lado de otra. Y son dos siluetas. Dos personas. Supongo que todo lo que haga ahora tiene que tomarse al pie de la letra.

– Mierda -musitó Mead entre dientes.

– Voy a necesitar mis libros de arte -dijo Kate-. Quiero ver los títulos de estas dos obras, toda la información pertinente.

– Podemos probar en Internet -sugirió Slattery.

– Puede ser -dijo Kate-. Aunque no estoy segura de que estos cuadros estén ahí. No son demasiado conocidos.

Mead ya tenía un coche patrulla al otro lado de la línea.

– Tengo un coche en Central Park West con la calle Dieciocho -anunció-. Pueden estar en su apartamento en unos minutos. -Le pasó el teléfono a Kate.

– De acuerdo -dijo-. No asusten al portero, ni a mi asistenta. Cuando estén dentro, les indicaré cómo llegar a los libros.

Al cabo de un minuto, Kate los guió hasta la biblioteca y especificó los dos libros que necesitaba.

– Estarán aquí enseguida -informó, al tiempo que le pasaba el teléfono a Mead-. Depende del tráfico. -Volvió a centrarse en las dos imágenes-. Aquí debe de estar todo. Claro, obvio. Ése era mi reto.

– ¿Y si no aceptó el reto? -preguntó Slattery.

– Entonces estamos perdidos -afirmó Kate-. Pero apostaría lo que fuera a que sí lo ha aceptado. -Miró de un cuadro a otro, respiró hondo-. Maldita sea, estoy atascada. Ahora sí que pueden empezar a hacerme preguntas… cualquier cosa para que el cerebro me empiece a funcionar.

– Bueno, más o menos veo las dos figuras -dijo Slattery-. Pero no lo entiendo, son un revoltijo, lo llenan todo. ¿De qué va?

– Vale -dijo Kate-. A ver si soy capaz de resumirlo. El artista, De Kooning, quiere que el espectador sienta que el cuadro empieza a existir, como si lo pintara delante de sus ojos.

– Oh. Sí. Eso más o menos lo entiendo -dijo Slattery-. Por cómo la pintura está arremolinada y gotea, ¿no?

– Eso -corroboró Kate-. Las figuras surgen durante el acto pictórico, surgen del subconsciente del artista, surgen de la pintura. Cobran vida. -Kate se puso a caminar de un lado a otro-. ¿Qué más? ¿Qué más? -Se dio un toquecito en el labio, se pasó la mano por el pelo-. De Kooning formaba parte del expresionismo abstracto. Jackson Pollock. Franz Kline. Esos artistas se dedican sobre todo al proceso. El momento de la creación. El cuadro es una extensión de su cuerpo. -Se quedó callada-. Un momento. ¡Joder! Ése era el tema de mi tesis doctoral: la pintura como extensión del cuerpo.

– ¿Cómo puede ser que lo sepa? -preguntó Brown.

– Lo dice en la contraportada del libro, y pueden estar convencidos de que él tiene un ejemplar. -En la mente de Kate se formó una idea; su rostro adoptó una expresión de conmoción-. Dios mío. Se me acaba de ocurrir una idea horrible, que me va a demostrar lo claro que puede ser, que va a ilustrar mi puñetera tesis.

– ¿A qué se refiere? -preguntó Brown.

– La pintura como extensión del cuerpo. Va a utilizar un cuerpo, una víctima, para pintar un cuadro.

La idea se le apareció con tal lucidez que le sorprendió. Era como esa sensación que tenía continuamente, que él estaba detrás de ella, guiándola, susurrándole al oído. Como si le leyera el pensamiento.

– ¿Cómo va a hacer eso? -preguntó Slattery.

Kate negó con la cabeza.

– No lo sé.

– ¿Quién? -preguntó Mead.

Kate volvió a mirar las reproducciones de De Kooning.

– Tiene que estar aquí. -Agarró la lupa y la pasó lentamente por las reproducciones-. Un momento. Aquí. Ha dibujado sobre los cuadros. Igual que hizo con las reproducciones de Kienholz. Es muy flojo pero… -Kate señaló los cuadros, le pasó la lupa a Mead-. Justo ahí. En el cuadro izquierdo ha dibujado una pequeña mariposa y un sello diminuto. ¿Lo ve?

Mead observó el cuadro a través de la lupa y asintió.

– ¿Qué cono significa esto?

– No lo sé -dijo Kate-. Ayúdenme.

– ¿Insectos?-sugirió Slattery.

– Carteros -dijo Mead.

– ¿Pero qué relación tienen? -Kate negó con la cabeza, se volvió hacia Mead-. Sé que en este edificio no se puede fumar pero o me fumo un pitillo o me da algo.

– Fúmeselo -dijo.

Kate encendió un cigarrillo e inhaló.

– ¿Qué relación guardan los sellos y las mariposas?

– Los dos son pequeños -dijo Mead.

– No todas las mariposas -apuntó Brown-. Tengo un tío que colecciona mariposas. Tiene un par que son enormes.

– Colecciona… -Kate expulsó humo hacia el techo-. La gente colecciona sellos y mariposas. ¡Mierda! ¡Eso es! La última vez fue una marchante. ¡Esta vez es un coleccionista! Dos coleccionistas. Está completando el círculo del arte. Pintor, presidente de museo, marchante, ahora les toca a los coleccionistas. Mierda.

– Pero ¿quién? -inquirió Mead, aspirando aire entre los dientes como si hubiera tomado speed-. ¿Quién?

Un par de uniformados irrumpieron en la sala con los libros de Kate, dos volúmenes ilustrados de gran formato sobre Willem de Kooning.

– Había un embotellamiento cerca del centro -dijo uno de ellos.

Kate tomó un libro y le pasó el otro a Brown.

– Tome. Busque alguno de los cuadros que nos ha enviado.

Los dos empezaron a pasar las páginas a toda velocidad.

Mead se puso a ladrar por el móvil y llamó a una patrulla de urgencia para que estuviera preparada.

– Ya tengo uno -dijo Brown.

– Yo también -dijo Kate. Colocaron los libros abiertos uno al lado del otro. Kate pasó de una página a la otra, recorrió los títulos con el dedo. A la izquierda: La visita, 1966-1967. A la derecha: Mujer, Sag Harbor, 1964.

Kate se puso a mirar al final del libro.

La visita está en la Tate Gallery, en Londres. Así que no sirve. -Escudriñó la página, siguió repasando con el dedo el resto de los títulos-. Aquí, aquí está. El otro. Mujer, Sag Harbor. Colección de Nathan y Bea Sachs, Nueva York.

– Trae el listín de teléfonos -indicó Mead a uno de los uniformados.

– Los conozco -dijo Kate-. Viven en Park Avenue, a la altura de la Sesenta y siete.

Mead tenía el móvil pegado a la oreja e iba dando información.

– No, un momento -dijo Kate-. Tienen una casa en los Hampton. Por supuesto, Sag Harbor. -Miró a Brown y a Slattery, luego a Mead-. Le pedí que fuera claro, ¿no?

Todos empezaron a actuar con rapidez.

Slattery se puso en contacto con la brigada de emergencia.

Mead envió coches al apartamento de Park Avenue, por si acaso, luego explicó la información a la policía del condado de Suffolk y les indicó que fueran a la residencia de Sag Harbor lo antes posible.

– Tengo que llamar a Tapell. Y ella tendrá que informar al FBI.

Kate observó los cuadros de De Kooning. ¿Qué era lo que había dicho Slattery? «Parece un baño de sangre.» Le rogó a Dios que llegaran con la rapidez necesaria para evitar que se convirtiera en tal cosa.


Bea Sachs se sentía decepcionada. Primero porque su marido, Nathan, no la había acompañado al estudio de la artista y, segundo, porque la artista, que ahora desenrollaba un gran dibujo abstracto en la esquina del pequeño estudio de East Hampton, era vieja. Bueno, no exactamente, pero no lo suficientemente joven. Más de cuarenta, seguro, y todavía no era un nombre conocido y encima era mujer. Tres inconvenientes. Olvídalo. ¿De verdad pensaba esta artista de mediana edad que coleccionistas del nivel de Bea y Nathan Sachs iban a estar interesados?

Bea esbozó una sonrisa forzada. Se alisó la minifalda de tenis, cruzó las piernas, sobre las que muchos de sus mejores amigos le habían dicho que eran tan bonitas como las de una treintañera. No estaba nada mal para una mujer que decía tener sesenta y cinco. Sobre todo porque la semana siguiente cumplía setenta y tres años.

La artista estaba diciendo algo sobre forma y función, pero Bea no la escuchaba. Estaba pensando en que tenía que matar a su amiga Babs por haberle concertado esa horrible visita al estudio. Al fin y al cabo, ella y Nathan se habían pasado años formando su colección de arte, empezaron por los impresionistas de segunda categoría, cuadros que vendieron, por supuesto, en cuanto se dieron cuenta, horrorizados, de que a nadie, absolutamente a nadie, le importaba algo de segunda categoría. Ganaron mucho dinero vendiéndolo todo en una subasta. Y luego, con ayuda de aquel marchante de arte astuto empezaron a comprar a los expresionistas abstractos -Franz Kline, Willem de Kooning, Robert Motherwell- a finales de los años sesenta, cuando el mercado para ese tipo de arte estaba bajo, todos lo despreciaban y preferían el nuevo arte pop.

Los cuadros de expresionismo abstracto colgaban de su casa de Sag Harbor, junto con unos cuantos warhols y liechtensteins; naturalmente tuvieron que comprar algunos de esos iconos pop.

Oh, sí, ella y Nathan eran unos coleccionistas muy modernos. Bastaba echar un vistazo a las obras que cubrían las paredes de su dúplex de Park Avenue -los artistas más actuales que habían entrado en escena durante los últimos cinco años y ni un solo desconocido en el grupo- para percatarse de ello.

Bea intentaba pensar qué decir para reducir el tiempo de la visita, para llegar a casa y estar con Nathan, que había pillado un resfriado.

Pero la artista seguía mostrándole un cuadro tras otro.

– Éste es el precursor de gran parte de mi obra -explicó.

«Oh, cielos.» Bea pensó en una pregunta, por educación.

– ¿Expones en Nueva York?

La artista negó con la cabeza.

– Expondría, pero mi astrólogo dice que no estoy preparada.

«Lo que me faltaba.» Bea le dedicó una débil sonrisa.

– Pero ¿no es difícil vender tu obra sin representación en Nueva York?

Dio la impresión de que a la artista le había angustiado la pregunta.

Bea estaba tan aburrida que tenía ganas de llorar. Y esta mujer de mediana edad, desconocida, no captaba la indirecta. Cada vez que Bea hacía ademán de levantarse, la artista le mostraba otra abstracción aburrida. «¿Abstracción? Vamos. ¿Dónde está la gracia? La frescura.» Algo totalmente nuevo que diera que hablar en las cenas semanales que organizaba Bea.

«Oh, no.» La mujer estaba preparando un té. Un brebaje que olía a mil demonios. Bea exhaló un suspiro. Se dio cuenta de que no había manera de salir de allí temprano. Y el pobre Nathan confinado en casa, esperando los somníferos y las gotas para la nariz que había prometido recoger en la farmacia del barrio.

Загрузка...