35

– Han pasado tres días, Liz. Ni una palabra, nada -dijo Kate.

El salón delantero de la Payard Patisserie estaba atestado de gente. Mujeres delgadas picoteaban ensaladas. Las asistentas recogían cajas de pasteles. Las niñeras intentaban controlar a sus jóvenes pupilos tras el exceso de dulce ingerido. Kate y Liz estaban apiñadas en una mesita de esta versión de la famosa pastelería francesa en el Upper East Side.

– Creo que está jugando conmigo, por eso desaparece de este modo. Pero de todas formas yo sigo mirando por encima del hombro. No puedo dormir. -Apartó la ensalada-. No puedo comer.

– Ojalá me pasara eso a mí. -Liz lanzó una mirada a su exquisitez de tres capas de hojaldre a medio comer-. Lo siento, no tenía intención de restarle importancia. Mira, yo creo que se está protegiendo, que se ha batido en retirada. -Lanzó una mirada a las mesas vecinas antes de volver a hablar y tuvo la precaución de hacerlo en voz baja-. Los asesinos múltiples son listos, Kate. Te acercaste demasiado. Se ha echado atrás. Pero… volverá.

– Lo sé. Créeme, no bajaré la guardia. No podría aunque quisiera.

– Bien. Recuerda, sus crímenes son la manifestación de sus fantasías, y las está poniendo en práctica… pero esas fantasías no se esfumarán así como así.

– No, pero estoy bastante convencida de que ahora puedo adivinar sus fantasías basándome en la forma en que escenifica sus crímenes.

– Los asesinos múltiples son especialmente astutos, Kate. Creen sinceramente que lo que hacen es normal y aceptable, lo cual hace que sean muy difíciles de apresar. Un porcentaje bastante significativo de ellos nunca son detenidos.

– Vaya, esto sí que me da una alegría.

– Mira, ya sé que eres lista. -Liz miró a Kate con gravedad-. Pero cada asesinato le otorga más fuerza, más seguridad, más convencimiento de que es más listo que tú, Kate. Y competir mentalmente con un asesino es un juego peligroso.

– Lo sé. Pero es un poco tarde para que me retire. -Kate le hizo una seña al camarero-. Café, por favor, solo. -Exhaló un suspiro-. Oye, ¿conoces a un tipo del FBI, un psiquiatra llamado Freeman?

Liz negó con la cabeza.

– Pues él te conoce y sabe que somos amigas.

– El FBI nunca duerme.

– Parecía listo y además me escuchó. Me cayó bien. Y no estaba nada mal. -Kate sonrió-. Por lo menos estas pequeñas vacaciones me han permitido ir a la peluquería y hacerme la manicura, aunque cuando estaba sentada en esa silla tenía la impresión de que iba a explotar. Lo cual me recuerda que la fiesta es mañana por la noche. ¿Recibiste los vestidos que envié de Bergdorf's?

– Sí -dijo Liz-. Pero decidí que estaría más cómoda con mi mono de poliéster a cuadros escoceses.

Kate ni siquiera parpadeó.

– ¿Cuál escogiste? ¿El rojo o el negro?

– Me he decidido por el rojo. Nunca he tenido un traje de Valentino… Ni de Rodolfo ni de ningún otro.

– Estarás divina.

– ¿Cómo supiste mi talla?

– Pedí la más grande que tuvieran. -Kate se echó a reír.

– Bruja. -Liz le dio un manotazo y también se rió.

De pronto Kate se sintió abatida.

– La verdad, Liz, no sé cómo voy a estar en la fiesta. No me quito el caso de la cabeza, que ese maníaco sigue suelto, esperando, y que no podemos hacer nada hasta que vuelva a mover ficha. -Exhaló un largo suspiro-. No sé cómo pude interpretar tan mal esas señales.

– Es obvio que no estabas sola. La brigada estuvo de acuerdo contigo, ¿no?

– Desgraciadamente sí.

Liz se limpió la boca con una servilleta.

– Entonces, ¿qué otras vías quedan?

Kate tomó un sorbo de café y se paró a pensar.

– Pues… está el retablo robado, el que robaron del apartamento de Bill Pruitt que nunca apareció.

– Yo volvería a empezar desde el principio. Eso es lo que habrías hecho en los viejos tiempos, ¿no?


Kate y Slattery estaban volcadas en el expediente de Bill Pruitt por la que parecía la centésima vez.

– Normalmente hay dos porteros en el edificio de Park Avenue en el que vivía Pruitt. -Maureen Slattery se quitó una pelusa del suéter de algodón-. Pero aquella noche, la noche en que murió, uno de los porteros tenía la gripe o algo así. Veamos… -Extrajo la carpeta de Pruitt de entre un montón de papeles del escritorio-. El que sí estaba trabajando dijo que nadie subió a casa de Pruitt aquella noche aparte de un hombre bien vestido de unos cuarenta años. Pero él cree que fue mucho antes de la supuesta hora de la muerte. Y Pruitt debió de dejar entrar a ese tipo porque en ese edificio no entra nadie sin que se le dé el visto bueno.

– ¿El portero vio salir al hombre?

Slattery consultó la documentación y se encogió de hombros.

– No lo dice.

– ¿Se refiere a que nadie hizo un seguimiento de ese tipo?

– Yo fui quien habló con el portero. No recordaba el nombre del tipo. Lo único que dijo es que era blanco, alto, que iba bien vestido y que tenía unos cuarenta años. No había nada sospechoso en él.

– Damien Trip era alto, se vestía bien. Quizás un poco joven para esa descripción. -Kate se llevó el dedo al labio-. ¿Al portero se le enseñó una foto de Trip?

– Pues… no. -Slattery bajó la mirada-. Lo habría hecho, debería, pero la situación se precipitó.

Kate advirtió la expresión de culpa de Slattery.

– Olvídelo, Maureen. Tampoco habría servido de nada. -Levantó la foto del arresto de Trip del expediente de Slattery-. Pero me parece que enseñaré esta foto por ahí para ver qué pasa.

– El portero reconoció haberse tomado un par de descansos aquella noche, dos minutos para mear y cinco minutos para tomar una taza de café.

– Eso significa por lo menos diez para vaciar la vejiga y quince o veinte para rellenarla.

– Probablemente.

– Así pues, podría haber entrado alguien más. -Kate levantó la hoja de Toxicología sobre Pruitt del escritorio de Slattery-. Marihuana, cocaína, nitrito de amilo. Un nivel de alcohol de dos miligramos. Dios mío. ¿Todo eso no bastaba para matar al tío?

– Según el laboratorio, no. Pruitt iba colocado, pero no murió de sobredosis.

Kate volvió a mirar una de las fotografías de la escena del crimen.

– El forense dijo que el morado que Pruitt tenía en la mandíbula era reciente, que se produjo durante la agresión o poco antes. -Kate se paró a pensar-. ¿Había alguna huella en el lugar que no se llegara a identificar?

Slattery rebuscó entre los papeles.

– Había dos grupos de huellas sin identificar que no se correspondían a ningún expediente. Supongo que hasta que no encontremos a nuestro sujeto desconocido no tendremos con qué compararlas.


Urnas griegas en vitrinas de cristal. Suelos de mármol blanco y negro. El vestíbulo del número 870 de Park Avenue podría haberse confundido con una galería de antigüedades, si los hombres uniformados hubieran sido guardas en vez de porteros.

Kate encontró al que estuvo de guardia la noche de la muerte de Pruitt.

– Ya he hablado con la policía -dijo mirando a Kate con suspicacia. Era demasiado parecida a las mujeres bien vestidas que cruzaban esas puertas todos los días como para ser policía-. Presté declaración… varias veces.

Kate le mostró su placa provisional junto con una foto de Damien Trip.

El semblante gélido del portero se derritió. Tomó la fotografía con su mano enguantada de gris, se apoyó en la pared de mármol.

– No. -Negó con la cabeza-. Nunca he visto a este hombre. Lo siento.

– ¿Está seguro? ¿Nunca?

– Estoy seguro.

– Según su declaración, Bill Pruitt recibió una visita aquella noche.

– Sí. Pero no fue el hombre de la foto. Era mayor. Y no era rubio.

– ¿Podría describirlo? ¿Recuerda algún rasgo característico?

– Bueno, era alto. Y llevaba una gabardina. -Cerró los ojos, se chupó el labio inferior-. Pero tengo un recuerdo borroso de su cara.

– ¿Recuerda la gabardina que llevaba pero no la cara?

El portero pareció un tanto avergonzado.

– Por este vestíbulo pasa mucha gente.

– Debió de anunciar su llegada al señor Pruitt. ¿Recuerda cómo se llamaba?

El portero bajó la mirada hacia sus zapatos perfectamente lustrosos y frunció el entrecejo.

– Fue una noche de locos. Tuve que trabajar solo. Patrick tenía la gripe y no había nadie más y yo…

– Está bien. -Kate le dio una palmadita en el brazo.

¿Podía haber algo en el apartamento de Pruitt que lo relacionara con Trip? Ya habían encontrado las cintas porno de Películas Amateur, ¿qué más podía haber? No recordaba haber visto la agenda de Pruitt. ¿Y el dichoso retablo? Estaba ahí, no le costaba nada echar un vistazo.


El apartamento de Bill Pruitt podría haber sido el decorado de Obras del teatro clásico, todo en madera y cuero oscuro. Kate examinó las obras de arte: impresionistas franceses en su mayor parte, unas cuantas acuarelas de marinas de John Marin, unos cuantos grabados de estilo colonial, un par de fotografías de Steichen en blanco y negro de los años treinta, pero ni rastro de arte italiano poco común, por lo menos no a la vista. Los muebles parecían en su sitio, aunque las puertas talladas de una cómoda estaban abiertas y el contenido -álbumes de fotos, libros curiosos, un par de jarrones antiguos- había sido recolocado, dispuesto en las esquinas o apilado en la parte delantera.

En la biblioteca, Kate fue directa al gran escritorio de roble de Pruitt. Pero estaba claro que los chicos de Escena del Crimen se le habían adelantado; todos los cajones estaban abiertos y los papeles desordenados. Lo único que quedaba eran facturas y cheques anulados.

¿Acaso el asesino también había repasado aquellos papeles?

De nuevo Kate tuvo la sobrecogedora sensación que había tenido en el apartamento de Elena: que el asesino había estado allí, que ella estaba haciendo exactamente lo mismo que él. Lo percibía como una sombra que se cernía sobre ella. Se volvió. Pero no había nada. Respiró hondo.

En la escena del crimen, el cuarto de baño de Pruitt, Kate encontró poca cosa: el botiquín vacío, nada al borde de la bañera. El único indicio de que ahí había vivido alguna vez un ser humano era una balanza digital. Kate se imaginó a Bill Pruitt pesándose con unos calcetines negros subidos y unos calzoncillos blancos almidonados tipo bóxer, preocupado por los ataques al corazón, las arterias endurecidas, los derrames cerebrales. «Pobre Bill.» Al final eso era lo que menos debía preocuparle.

¿Qué había ocurrido exactamente? ¿Había llegado el asesino e interrumpido el baño de Bill? Pruitt se habría enfundado un albornoz para abrir la puerta. ¿Y entonces qué? Lucharon. Se pelearon. El hombre arrastró a Bill hasta la bañera, ¿lo mantuvo sumergido hasta que se murió? ¿O le dio una paliza, llenó la bañera y luego lo lanzó al interior? Pruitt estaba colocado. No habría opuesto demasiada resistencia.

Kate intentó imaginarse la noche. Pruitt muerto, su cadáver dispuesto como el cuadro de La muerte de Marat. Luego el asesino debió de recorrer el apartamento para buscar su recuerdo. ¿El retablo estaría a la vista? No, probablemente estaba escondido. Al fin y al cabo era una obra de arte robada. Por tanto, el tipo se tomó su tiempo para rebuscar entre las pertenencias de Pruitt.

Kate intentó seguir la misma ruta que el asesino. Pasó del cuarto de baño al dormitorio.

La policía lo había dejado patas arriba: el triste colchón desnudo, ligeramente combado en el centro; el armario abierto, los trajes de vestir y las americanas revueltas, unos pantalones gris marengo en el suelo, arrugados sobre varios pares de zapatos, cuellos de camisa, mocasines con borlas, náuticos, los cajones de la cómoda como pequeñas tumbas abiertas y su contenido -camisas blancas y azules perfectamente lavadas y planchadas con las iniciales WMP en el bolsillo, junto con nueve o diez pares de calcetines negros y, por lo menos, una docena de calzoncillos tipo bóxer blancos y almidonados- esparcido por el suelo.

Nada como morir para que la vida de una persona quede desnuda, para que sus pertenencias se traten con desprecio, pensó Kate. Miró en las mesitas de noche, abrió los cajones. No quedaba nada de valor, sólo un paquete de condones lubricados sin abrir, medio paquete de pastillas de menta blanca, un cortaúñas.

Kate volvió del dormitorio al cuarto de baño y de nuevo a la biblioteca. Pero no sirvió de nada.

La sala de estar era la única estancia que la policía no había saqueado. Kate se detuvo un momento para admirar un cuadro. Ya, total, podía permitírselo, no tenía nada más que hacer. Un paisaje de Monet, su jardín de Giverny. Pero la sala oscura engullía gran parte de los detalles. Kate descorrió las gruesas cortinas para echarle un vistazo. La luz inundó la habitación.

Se entretuvo unos minutos, clavó la mirada en la pintura de impasto de Monet y en el color suntuoso, y cuando se volvió para marcharse observó que la luz hacía resaltar el relieve de terciopelo en forma de flor de lis del papel pintado, el grano de la madera oscura del revestimiento, el detalle de las alfombras orientales y algo más que asomaba por el borde de la alfombra, que quedaba casi oculto por la pata de una mesita, un pequeño objeto, que brillaba bajo el haz de luz.

Un gemelo.

Kate lo tomó entre el pulgar y el índice: un óvalo perfecto de dieciocho quilates ribeteado con ónix negro, elegante sin ser recargado. Se puso rígida. Debía de ser de Pruitt. ¿Y por qué no? Era un estilo bastante común. De todos modos, Kate contuvo el aliento cuando giró el gemelo y lo levantó para verlo más de cerca.

La inscripción era tan clara como el día que la había hecho grabar. «Para R. con amor. K.»

«Oh, Dios mío.» El desconocido alto y bien vestido.

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