20

El vestíbulo resultaba claustrofóbico. El aire estaba enrarecido. Kate llamó al apartamento de la parte posterior. Era obvio que había alguien en casa: la televisión estaba alta y se oían risas, gritos y palmadas. O un partido de algo o el programa de Sally Jessy.

No abrían. Kate llamó con más fuerza.

– ¿Quién es?

Kate introdujo como pudo su placa provisional por el hueco de ocho centímetros.

– ¿Señora Prawsinsky? Siento molestarla. Policía.

La mujer soltó la cadena del cerrojo y abrió la puerta. Un metro y medio de altura, o poco más. Kate era mucho más alta que ella. Cejas delineadas con el lápiz de ojos, párpados con sombra turquesa, labios escarlata al estilo de Lucille Ball. Cabello rubio paja bien sujeto con horquillas al cuero cabelludo como si fueran caracoles anémicos.

– Ya he hablado con la policía -dijo la mujer-. Con muchos policías. ¿Quiere que invente algo nuevo que contarle?

– Sólo necesito hacerle unas preguntas más.

– Pues pregunte. -La mujer mayor cruzó los brazos sobre la bata floreada.

– Dijo que había visto a un hombre de color aquí, en el edificio.

La mujer se limitó a asentir.

– ¿Podría describir al hombre?

– Querida, ¿usted es capaz de distinguirlos?

Kate reprimió las ganas de soltarle un bofetón. Pero no, tenía un trabajo que cumplir y no consistía precisamente en pronunciar un sermón sobre la diversidad cultural. Estaba ante una mujer sola, tenía que ser consciente de eso.

– Señora Prawsinsky -dijo con ternura-. Usted es una mujer sola que vive en un barrio conflictivo. Lo entiendo.

– Querida, no sabe ni la mitad… -dijo con su acento europeo.

– Oh, sí que lo sé -repuso Kate con paciencia-. Por eso estoy convencida de que tiene que ser sumamente cuidadosa. -Dedicó una mirada aleccionadora a la mujer-. Noto que es usted una mujer muy observadora. ¿Hay algo, cualquier cosa, que recuerde de ese desconocido que estuvo en el edificio? Me refiero a si era joven, viejo, alto, bajo…

La mujer cerró los ojos, frunció sus labios finos. El pintalabios carmesí se convirtió en rayas verticales.

– De estatura media.

– ¿Lo ve? Lo recuerda. Es fantástico. -«¿Media? Eso no me sirve absolutamente de nada»-. ¿Qué más?

– Yo diría que tenía entre treinta y cuarenta años. Y… -Volvió a entornar los ojos-. Delgado. Muy delgado. -Abrió los ojos, sonrió enorgulleciéndose de sí misma.

– Me ha resultado de gran ayuda, señora Prawsinsky. -Kate se sintió aliviada. La descripción eliminaba a Willie: era joven, bajito y fornido-. ¿Qué más? ¿Tenía algo característico? Ya sabe, algo especial.

– ¿Qué quiere decir con eso de especial, querida?

– ¿Cicatrices? ¿Cojera? Algo así.

La mujer negó con la cabeza.

– No. Nada. Pero… ahora le veo la cara. -Volvió a entornar los ojos, concentrada.

– ¿Y?

– Hummm… Fue un par de noches antes de que encontraran a la chica. Era de noche, tarde. Lo sé porque estaba viendo Nick at Nite. ¿La conoce? La cadena de los clásicos. Es mi preferida.

– Oh, claro… -Kate respiró hondo-. A mí también me gusta.

Se obró el milagro. Al cabo de unos minutos Kate estaba en la atestada salita de estar de la señora Prawsinsky, que tenía la misma disposición que la de Elena. Pero donde ella tenía el escritorio, como punto central del espartano apartamento, la señora Prawsinsky había colocado un televisor en color de veintidós pulgadas, cuyo brillo estático proyectaba rododendros gigantes y hacía que las fundas de plástico adoptaran tonos eléctricos relucientes. Kate se acomodó en el sofá con funda de la señora Prawsinsky mientras sostenía una taza de té Lipton poco cargado en las rodillas.

– Yo lo veo todas las noches -afirmó la señora Prawsinsky-. El show de Lucy, Embrujada… -Levantó un azucarero lleno de paquetes de sacarina-. ¿Un poco de azúcar, querida? -Kate rechazó su oferta-. Me encanta la madre, ¿sabe? Agnes Moorehead. Mi amiga Bunny, que en paz descanse, decía que me parezco a ella, a Agnes Moorehead, en Embrujada. -Levantó el mentón, se hizo la interesante.

Kate corroboró la opinión de Bunny. La señora Prawsinsky soltó una risotada, pero estaba claramente halagada.

– De todos modos, no estaba viendo Embrujada sino El show de Dick van Dyke. El viejo, en el que Mary Tyler Moore hace de su esposa antes de que tuviera programa propio. Su programa también era muy bueno, pero no tanto como el de Dick van Dyke.

– La verdad, señora Prawsinsky, nunca superé la boda de Rhoda. Siempre pensé que ese tipo, Joe, no era bueno para ella.

– ¡Oh, sí! Cuánta razón tiene. Vaya error. Tenía que haberse ido a vivir encima de Mary. Con lo buenas amigas que eran, esas dos. Adorables.

– Entonces… -Kate tomó aire-. ¿Estaba viendo Dick van Dyke y vio al hombre…?

– Sí. -La mujer había contraído todo el rostro. Una ciruela, no una pasa, pensó Kate-. Déjeme que empiece por el principio. Ahora lo recuerdo. Creí que lo había olvidado pero… déjeme pensar.

– Bien, haga un esfuerzo. -Kate intentó no suspirar demasiado fuerte-. Tómese su tiempo, señora Prawsinsky. -Dio golpecitos en la taza de té con las uñas.

– Fue antes. Mucho antes. Debió de ser cuando Taxi. No me gusta tanto como Embrujada o Dick van Dyke o ni siquiera Jeannie, pero ese tipo bajito, Louis, es muy gracioso.

– Oh, sí. Divertidísimo -la alentó Kate-. ¿Fue antes? ¿A qué se refiere con lo de antes?

– Oí un ruido. Como un estrépito. Procedente de arriba. Como si alguien se hubiera caído o hubieran dejado caer algo pesado.

– ¿Y fue a mirar?

– No. -Blandió un dedo huesudo hacia Kate-. No se me adelante, querida. No. Oí el ruido en medio de Taxi. Un golpe seco. Tenía que ser del apartamento de la chica porque en el segundo no vive nadie. No me preocupó demasiado. Seguí mirando Taxi. Al cabo de un minuto otro golpe. Y otro más. Me acerqué a la puerta y me asomé. Nada. Pensé que a lo mejor eran imaginaciones mías.

– ¿Y luego?

– ¿Luego? Nada. Taxi se acabó. Empecé a ver Dick van Dyke. El capítulo en que Laura se compra el vestido nuevo pero teme decírselo a Rob porque…

La señora Prawsinsky había puesto la directa. Kate tardó por lo menos diez minutos en volver a encauzar la conversación.

– Me levanté para apagar la luz, ahí. -Señaló la pantalla de papel hecha trizas que cubría una bombilla justo por encima de la puerta-. Me gusta tenerla siempre encendida. Para ahuyentar a los ladrones. Pero me molestaba a la vista, me costaba ver la tele. Así que me levanté para apagarla y oí un golpe en la puerta de la calle. Como si alguien acabara de cerrarla de un portazo. Pero lo había oído al revés. -Se calló, hizo una pausa teatral, arqueó una de las cejas delineadas con lápiz.

– ¿Qué quiere decir con «al revés»?

– El hombre entraba, querida, no salía. La puerta de la calle, ¿sabe?, se abrió de un portazo. Golpeó en la pared. Bang. Por eso abrí mi puerta muy, muy despacio y di unos pasos hacia el vestíbulo y ahí vi al hombre de color, como se lo he descrito, delgado, en las escaleras. Estaba subiendo y, mire, querida, se lo enseñaré.

La señora Prawsinsky la condujo al vestíbulo.

– Ahora agáchese para que esté como a mi altura, querida. Ahora mire.

Kate la obedeció; estaba prácticamente de rodillas y a no más de un metro de la escalera.

– Estaba en el primero o quizá segundo escalón cuando miré. Cara a cara. -Se llevó una mano a la mejilla, negó con la cabeza-. Oh, sí. No se lo imagina. Pensé que me iba a morir. ¡Un desconocido! ¡Un hombre de color! ¡En las escaleras! ¡En plena noche!

– ¿Y qué ocurrió?

– ¿Ocurrir? Nada. Ni siquiera me miró. Como si hubiera tomado algo, ¿sabe a qué me refiero? Drogas -susurró-. Así que entré a toda prisa en mi apartamento y cerré la puerta, rápido.

– ¿Oyó algún ruido después de eso? ¿Más estrépito arriba? ¿Alguna pelea?

– Nada. El ruido, los golpes, querida, fueron antes, ¿recuerda?

Kate pensó que recordaba más del episodio de Dick van Dyke, pero asintió.

– A decir verdad, pensé que no era asunto mío. Los jóvenes de hoy día. ¿Quién soy yo para juzgarlos? De todos modos… -Se inclinó hacia Kate, quien seguía agachada y ya le había empezado a doler la espalda-. La chica era hispana, ¿sabe? Así que…

Kate se levantó.

– Señora Prawsinsky, ¿vio a algún otro hombre que visitara a la señorita Solana?

– ¿Esa noche, querida?

– ¿En general?

– Déjeme pensar. -Volvió a poner cara de ciruela-. Sí. Su amigo. También de color.

– Pero no fue el que vio aquella noche.

– Oh, no. El amigo es un joven muy educado. Me abre la puerta, como si fuera una reina. -Sonrió encantada-. Una vez incluso me ayudó a llevar la compra. Un joven muy agradable, aunque no entiendo qué se hace en el pelo. -Hizo una mueca.

Aquello fue la confirmación. El tipo de las escaleras no era Willie. Kate se sintió tan aliviada que le habría dado un beso a la mujer racista en su cara de ciruela.

– Señora Prawsinsky, me gustaría que hiciera dos cosas.

– Diga.

– Una, que firme una declaración diciendo que eran dos hombres distintos. Y dos, el otro hombre, al que vio en la escalera, ¿cree que podría describirle la cara a un retratista de la policía?

A la mujer se le encendió la mirada.

– ¿Como en la tele?

– Igual que en Perry Mason.

– Oh, me encanta Della Street.

– ¿Cree que podrá? ¿Describir al hombre?

– Querida, si supiera pintar lo haría yo misma.

Kate ayudó a la señora Prawsinsky a subir el largo tramo de escaleras que conducía a la segunda planta de la comisaría.

La anciana se detuvo a mitad de camino con la mano en la barandilla, jadeando.

– Oh, ¿no hay ascensor?

– ¿Se encuentra bien?

– Estoy bien, querida. -Volvió a detenerse para recobrar el aliento.

«Oh, por favor, no se muera, señora Prawsinsky, la necesito.»

– ¿Seguro que se encuentra bien? -preguntó Kate.

– ¿Por qué? ¿Va a llevarme?

– ¿Bromea? Yo creía que usted iba a llevarme a mí.

La señora Prawsinsky se echó a reír.

– Ésa ha sido buena, querida.


Cuatro retratistas de la policía estaban sentados frente a los ordenadores escuchando a las víctimas, entornando los ojos, añadiendo y quitando barbas y arrugas con sólo pulsar una tecla. Kate no había tenido tiempo de acostumbrarse a los tipos de los ordenadores, pero pensó que ya iba siendo hora. Pronto serían los únicos que quedarían. Quizá fuera porque le interesaba el arte, le gustaba ver el carboncillo en uso, el borrado y los retoques constantes, el cambio de las facciones, el artista, policía o no, ensuciándose los dedos. Aquel día tuvo suerte. Uno de los miembros de una especie en vías de extinción seguía en su puesto.

Una calva incipiente, el rostro cetrino, tendría unos cincuenta y cinco años, los dedos manchados de carboncillo. Según la placa de identificación se llamaba Calloway.

– ¿Está libre? -preguntó Kate.

Calloway frunció el ceño.

– Ya me voy a casa. Son casi las seis.

– Uno más, por favor. -Kate le dedicó la mejor de sus sonrisas-. Estoy en la brigada especial. Con Randy Mead. Daré buenas referencias de usted.

– Ya ve. Me faltan dos meses para jubilarme.

– ¿Y qué me dice de cien pavos?

La miró con suspicacia.

– ¿Es usted de AI o algo así?

– ¿Asuntos Internos? No. Qué va. Estoy desesperada. ¿Qué me dice?

Calloway se sentó, resignado.

Kate le colocó a la señora Prawsinsky delante. Calloway levantó el carboncillo y preguntó:

– ¿Cara oval, cuadrada, redonda?

La anciana levantó el rostro.

– Estaba viendo Dick van Dyke y…

Kate le tendió su tarjeta a Calloway.

– Llámeme cuando esté listo.

La señora Prawsinsky se movió inquieta en el asiento, ansiosa por seguir, le brillaban los ojos estrábicos y de párpados turquesa.

Kate le pidió a Calloway que le enviara el retrato robot por fax a su casa. Necesitaba descansar. Tiempo para pensar con tranquilidad. Le dio una palmadita a la señora Prawsinsky en la muñeca.

– La llevarán a casa. -Miró a Calloway. Tenía el ceño fruncido-. Tómese su tiempo -dijo-. Ya veo que Calloway es un hombre muy paciente.


El tipo era casi tan discreto como la peluca de Andy Warhol, pensó Kate, con la gorra de béisbol al revés, caminando frenético, con la mirada apuntando a uno y otro lado casi como si gritara «soy poli», ahí, enfrente de una de las direcciones más llamativas y elegantes de Central Park West, en Nueva York.

Kate saludó con un movimiento de cabeza al policía de paisano que el departamento había apostado frente al San Remo. Él le devolvió el saludo sin alzar la mirada, siguió caminando. El portero le dedicó una mirada que venía a decir algo así como «piérdase porque está estropeando el barrio», pero le sonrió.

¿Los vecinos se habían fijado en él? Era bastante difícil no verlo. Justo lo que necesitaba, algo más para recordar a la comunidad de propietarios que llamaba demasiado la atención.

Cuando disfrutó de la seguridad que le ofrecía su apartamento, Kate se quitó los zapatos con ayuda de los pies, dejó caer la chaqueta en una silla y fue arrastrando los pies por el pasillo del ático sin molestarse en encender las luces.

Se quitó los pantalones de sport y la blusa, los dejó en el suelo del dormitorio, entró sin hacer ruido en el cuarto de baño y evitó el espejo… ¿quién necesitaba una prueba de que estaba hecha una ruina?

Una vez en la ducha, se masajeó con una esponja llena de gel de ducha espumoso el cardenal que le estaba saliendo en el codo derecho, luego los nudillos raspados de ambas manos, el cardenal del color del arco iris que asomaba por la rodilla. «Gracias, Wally.»

Necesitaba recobrar la compostura, debía reunirse con Richard en ese nuevo restaurante del que todo el mundo hablaba y en el que nadie conseguía hacer una reserva.

Comprobó el fax. Todavía nada. La señora Prawsinsky debía de estar volviendo loco a Calloway.

Regresó al dormitorio y empezó a escribir los comentarios del encuentro: el hombre negro en la escalera la noche del asesinato de Elena. ¿Se trataba del tipo que el gordo Wally había visto con Elena? Bostezó. Anotó otro comentario. Volvió a bostezar. Tal vez una siestecita de cinco minutos. Descolgó el teléfono y lo colocó bajo una almohada.

Marilyn Monroe, lanzando una mirada lasciva, no muy humana, los labios como terciopelo superpuesto. El cojín de la calle Catorce, en el suelo del apartamento de Elena, se va enfocando, la estancia que la rodea es oscura, está mal ventilada. Elena tiene el rostro quieto. Los ojos fijos. Sangre en la mejilla. Kate observa los remolinos carmesí. Luego, desde algún lugar de detrás de las paredes del apartamento oye su nombre. Primero suavemente, luego más alto.


– Kate. Kate.

El rostro de Richard sustituyó al de Elena.

– Oh, Richard. -Kate se frotó los ojos-. ¿Qué hora es? -Se notaba el cuerpo denso, abotargado por el sueño.

– Casi las once.

– Oh. Debo de haberme quedado dormida… -Kate le tocó la mejilla-. Lo siento.

– Bueno, ha sido bastante bochornoso.

– ¿Por qué no me has llamado?

– Te he estado llamando. Un montón de veces.

– Oh… claro. -Kate sacó el auricular de debajo de la almohada-. Perdón otra vez.

– ¿Y el móvil?

– En el bolso, en la entrada. -Kate esbozó una sonrisa avergonzada.

Richard se apartó, se quitó la americana Hugo Boss, la dejó en una percha acolchada de su vestidor.

– Y yo venga a decir: «Mi mujer aparecerá de un momento a otro», hasta la hora del postre, que, por cierto, estaba muy bueno.

– ¿Sabes en cuántas cenas te he esperado y no has aparecido? -Kate imitó una voz ligera y artificial-. «Oh, ¿Richard? Sí, un poco tarde. Creo que es la noche que se tira a la secretaria. Ya me entienden.»

– Bueno, bueno. -Richard exhaló un suspiro-. Pero estaba preocupado y estas cenas son importantes, Kate… y quiero que estés conmigo. Somos un equipo, ¿recuerdas?

Kate esbozó una sonrisa.

– Dame un poco de tiempo, ¿de acuerdo?

Richard volvió a suspirar, se acercó al borde de la cama, le tocó el cardenal del codo, los nudillos raspados.

– ¿Qué te has hecho?

Kate negó con la cabeza.

– No es nada.

– ¿Nada? Parece que te ha atropellado un camión.

Kate se incorporó, se pasó los dedos por el pelo, se tapó las rodillas con el albornoz. No hacía falta que le viera todos los moratones de golpe.

– Parece peor de lo que es. Me he dado un golpe, eso es todo.

– O algo te dio un golpe a ti. -Richard frunció el ceño-. ¿Trabajo policial?

– Más o menos.

– Hace diez años creí que deseabas con todas tus fuerzas dejar el trabajo de policía, que estabas ansiosa por casarte y volver a dedicarte a la historia del arte.

– Eso fue entonces. Y volveré a ello, y a nuestras cenas, y vida social y todo lo demás. Pero necesito dedicarme a esto. -Kate se calló-. Por Elena.

– Ya sé que la echas de menos. -Richard suavizó el tono-. Yo también.

– ¿Ah, sí? -Kate no pudo evitar adoptar un tono desafiante-. Porque no la has mencionado ni una sola vez desde que ocurrió. -Cruzó los brazos sobre el pecho.

– Pensaba que te disgustaría -dijo mientras le ponía una mano en el brazo.

– ¿Hablar de cómo me sentía? -Sus ojos se llenaron de lágrimas.

Richard la tomó de la mano, la dobló entre las suyas.

– Lo siento, cariño. De verdad que lo siento.

Kate reprimió las lágrimas.

– Créeme, a mí también me gustaría que todo volviera a ser como antes, pero no puede ser, Richard. No puede ser. -Se apartó y empezó a cambiar el albornoz por un pijama de seda.

– Lo siento. -Richard hizo un ovillo de su camisa de algodón egipcio y la lanzó al canasto de mimbre del vestidor.

Kate consiguió cambiar de tema.

– Richard, ¿tú crees que es posible que Bill Pruitt traficara con obras de arte robadas?

Richard salió sobresaltado del vestidor.

– ¿Qué?

– Winnie Pruitt dijo que su hijo tenía un retablo italiano que podría ser robado.

– ¿Winnie dijo que él lo robó?

– No. Sólo que lo tenía.

Richard se puso unos pantalones de pijama de algodón a rayas, tiró con tal fuerza del cordón de la cinturilla que el elástico se le rompió.

– ¡Menuda mierda de ropa barata!

– Cálmate. -Kate se colocó bajo el edredón blanco y esponjoso, se frotó los dedos de los pies contra las suaves sábanas de algodón. Richard parecía casi tan tenso como ella. Lo observó mientras tiraba los pantalones de pijama rotos a un rincón y se ponía unos calzoncillos tipo bóxer a rayas-. ¿Y qué me dices de Pruitt? ¿Crees que puede ser?

Richard bostezó.

– Estoy cansado. ¿Podemos hablar de Bill Pruitt en otro momento?

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