14

La comisaría central le resultaba familiar. Mucho más grande que la vieja comisaría de Astoria, pero todo lo demás era igual, incluso el mismo aire viciado: humo, sudor, emparedados de mortadela pasados, café asqueroso.

Kate daba vueltas. Era, sin duda, la idea que Randy Mead tenía de demostrar quién mandaba. Observó al tipo de pelo graso esposado a la pata de un escritorio metálico: el tatuaje negro y azul del antebrazo, un pésimo dibujo de un águila, y, justo debajo, un corazón asimétrico con un nombre -¿Rita?- apenas legible. Frente a él, un poli de aspecto cansado le formulaba las mismas preguntas de siempre y escribía a máquina con dos dedos.

Se oía el murmullo típico de esos sitios, actividad carente de vida. Agentes y uniformados pasando con los típicos sospechosos -putas, drogadictos, matones de tres al cuarto- por entre hileras de escritorios metálicos hasta pequeños cubículos, o más allá hasta los calabozos; criminales exigiendo a gritos sus derechos o tan drogados que los polis tenían que arrastrarlos.

«Hijo de puta, chupapollas, gilipollas, maricón, yonqui, puta…», las palabras flotaban por encima del aire viciado como una especie de hilo musical acelerado.

Dos mujeres, detectives de paisano, miraron a Kate. Ella sostuvo la mirada, luego se metió las manos hasta el fondo de los bolsillos de la chaqueta de diseño que lamentó haberse puesto.

Deseó que Tapell la hubiera acompañado y los hubiera presentado en persona.

– ¿McKinnon? -El uniformado parecía recién salido de la Academia. Kate asintió-. La brigada le espera.

La sala de conferencias era gris y beige, la idea que alguien tenía de decoración sobria y seria, pero resultaba deprimente. Los fluorescentes del techo iluminaban todo con una luz fría y azulada. La única «vida» de la sala procedía de unas treinta fotografías sujetas con chinchetas en una pared revestida de paneles de corcho: cadáveres cenicientos salpicados de cardenales violeta y sangre color vino tinto. Entre ellos, los de Solana, Pruitt y Stein, cadáveres con los que Kate se había familiarizado. Se reclinó en una silla metálica y rígida, tamborileó con los dedos en la carpeta que había traído consigo e intentó no mirar de los pies a la cabeza a los otros detectives a quienes Tapell había definido en un minuto.

Floyd Brown: buen poli de Homicidios, de trato difícil, un hueso duro de roer.

Maureen Slattery: antes trabajaba en la brigada Antivicio, lleva dos años con el equipo especial de Homicidios, lista, tenaz.

Kate observó la cola atusada de rubio teñido de la detective Slattery, la pintura de labios color chicle rosa perfilada con rojo cereza.

– ¿Cuánto lleva en Homicidios? -preguntó aunque sabía la respuesta; sólo quería romper el hielo.

– Dos años -replicó Slattery sin mucho entusiasmo, con acento de Brooklyn o Queens-. Antes estuve cinco años en Antivicio.

– Cinco años es mucho tiempo en minishorts y top sin espalda -dijo Kate sonriendo.

Slattery puso los ojos en blanco y adoptó una expresión un tanto precavida.

– Que me lo digan a mí.

Para Maureen Slattery, Homicidios no era tan diferente de Antivicio, salvo que en homicidios los hombres no se pasaban todo el día mirándole el culo. Observó el caro blazer de Kate, el acicalamiento propio de los privilegiados, y se preguntó por qué esa ricachona había venido a los barrios bajos.

Floyd Brown estaba apoyado en la pared sorbiendo café de una taza de poliestireno, mirando por encima del borde. Cuando le presentaron a Kate, apenas asintió con la cabeza.

Randy Mead entró corriendo en la sala con una pila de carpetas bajo el brazo.

– Bueno, ¿ya se conocen todos? -Tragó saliva y la nuez pareció bailarle justo encima de la pajarita, esta vez una con topos azules, la cual, a ojos de Kate, le hacía aparentar doce años. Chasqueó la lengua del mismo modo que durante su primer encuentro. Miró a Kate de reojo-. McKinnon, aquí presente, tiene una pequeña teoría que la comisaria Tapell quiere que comparta con nosotros.

Kate decidió pasar por alto el tono condescendiente de Mead.

– Ante todo -dijo-, estoy aquí extraoficialmente, pero bajo la autoridad de Clare Tapell. -Se calló unos instantes para que quedara bien claro y prosiguió-: A propósito, fui poli en Astoria durante más de diez años.

– Un momento. -Brown negó con la cabeza, confundido-. ¿No es usted la señora entendida en arte del Canal Trece?

Kate sonrió.

– Sí, tuve una serie sobre arte en la televisión.

Maureen la miró sin comprender. Resultaba obvio que nunca había visto la serie.

– Entonces, está aquí… ¿por qué? -inquirió Brown.

– Creo que muy pronto quedará claro, detective Brown. -Kate abrió la carpeta, colocó una fotografía de la escena del crimen de Pruitt junto a la imagen que había arrancado del libro-. Lo que ven es La muerte de Marat, un famoso cuadro del siglo XVIII de Jacques-Louis David. Fíjense en las similitudes. No sólo en la bañera, sino también en que Pruitt tiene la cabeza envuelta con una toalla y el brazo le cuelga, como a Marat. Incluso tiene una nota en la mano, como Marat en el cuadro.

Brown se inclinó.

– La puta lista de la tintorería -dijo Slattery-. Como si Pruitt estuviera ahí, leyendo la lista cuando sufrió un ataque al corazón…

– Pero no es un ataque al corazón -dijo Kate-. Estoy segura. La lista de la tintorería es sólo parte del atrezo.

– Escenificado -murmuró Brown para sí.

– ¿Por qué está en la bañera el tal Marat del cuadro? -inquirió Slattery.

– Por una enfermedad cutánea -replicó Kate-. Tenía que estar sumergido en agua para combatir el dolor.

Mead volvió a chasquear la lengua.

– ¿Alguna relación importante entre Pruitt y el tipo del cuadro?

Kate reflexionó un momento.

– Bueno… Marat fue un líder político durante la Revolución francesa y Pruitt era presidente de un museo. Los dos eran dirigentes. -Volvió a pensar-. Y podría decirse que el Museo de Arte Contemporáneo es, en cierto modo, revolucionario.

Mead pareció comprenderlo. Brown anotó algo.

A continuación, Kate colocó la fotografía de la escena del crimen de Ethan Stein sobre la mesa de la sala de conferencias junto a la imagen que había arrancado del libro sobre la pintura renacentista.

– Este cuadro es de Tiziano. Se llama Marsias desollado.

– Joder. -Brown observó las dos imágenes.

– Las escenas del crimen las prepara cuidadosamente -explicó Kate. Se reclinó y esperó hasta que los tres pares de ojos la miraron-. Este tipo crea arte. Cuadros vivos, salvo que no están vivos. Son recreaciones de recreaciones.

– Pero ¿por qué? -insistió Mead.

– Cuando lo atrape -dijo Kate-, pregúnteselo.

– O sea -dijo Brown mirando una imagen y luego otra-, que nuestro asesino sabe un poco de arte.

– Sí, pero cualquiera con un libro o un póster de arte podría montar las escenas. -Kate se toqueteó el labio-. Estaba pensando… en el cuadro de Tiziano, desuellan a Marsias por su vanidad. Quizá se trate de otro mensaje. Ya saben, el artista vanidoso.

– Pobre cabrón -dijo Maureen Slattery-. ¿Qué fue lo que hizo ese tal Marsias?

– Retó al dios Apolo a un concurso musical, y perdió.

– Vaya pandilla -exclamó Slattery.

Kate observó la máscara de horror en el rostro del artista muerto.

– Lo que me ayudó a dar con la clave fue el desuello. Como en el cuadro. También la pequeña imagen del violín pegada en el cuadro de Stein. -Kate la señaló en la fotografía-. Se ve perfectamente con la lupa. Estoy segura de que el asesino la puso ahí. ¿Alguien la cogió?

– Seguramente seguirá en el mismo sitio -dijo Brown-. Iremos a buscarla.

Kate volvió a consultar el expediente de Stein.

– Supongo que cuando reciba el informe de toxicología en la sangre de Stein figurará alguna clase de fármaco paralizante. Nadie soportaría el dolor. -Se volvió hacia Mead-. ¿Los de Escena del Crimen notaron algo especial en las luces del estudio de Stein?

– ¿A qué se refiere?

– Creo que el asesino imitó el claroscuro del cuadro.

– ¿El qué? -Maureen frunció el ceño.

– La intensa iluminación secundaria en blanco y negro. Rembrandt la empleaba. Caravaggio también. Y muchos otros pintores. Tiziano la usa para crear un efecto dramático. -Kate colocó otra de las fotografías de la escena del crimen del cuerpo de Stein sobre la mesa-. Creo que si regresan a la escena de Stein verán que la mitad de los focos del estudio están desenchufados o con las bombillas flojas.

Maureen lo anotó.

– Lo comprobaremos.

– Entonces, si está en lo cierto, se trata del mismo sudes tanto en el caso de Pruitt como en el de Stein -dijo Brown.

«¿Sudes? Ah, sujeto desconocido.» -Sí -respondió Kate.

Brown le dijo algo a Slattery y ambos cruzaron unas palabras susurradas.

Mead levantó una mano para que se callaran.

– De momento, no hemos llegado a ninguna conclusión definitiva. No nos subamos al carro de los asesinos múltiples, al menos no todavía. -Miró a Kate con lo que ella interpretó como una expresión sincera-. Sé que Tapell cree que usted tiene algo y, no digo que no, pero tenemos que confirmarlo todo, y cuando digo todo es todo, antes de hablar de un asesino múltiple.

– Estoy completamente de acuerdo -dijo Kate.

– Bien. ¿Qué hay de Solana?

– También fue escenificado -replicó Kate-, aunque quizá les parezca más sutil. -Trató de explicarlo con total naturalidad mientras abría el catálogo de Picasso y los retratos por la página en la que se encontraba el autorretrato de un solo ojo-. El retrato de Picasso tiene dos caras en una; una entera y un perfil justo en el centro. El asesino ha elegido el perfil, que ha materializado en la mejilla de Elena Solana.

– Con sangre -dijo Brown-. Más barato.

– O tal vez todavía no estuviese preparado del todo -sugirió Kate.

– ¿Y el que sólo tenga un ojo? -inquirió Slattery-. ¿Es significativo?

En aquel momento Kate cayó en la cuenta de que podía haber sido mucho peor; el psicópata podría haberle arrancado el ojo a Elena para reproducir todo el retrato. «Gracias a Dios por las pequeñas bendiciones.» -A Picasso le gustaba pintar deprisa -explicó Kate-. Cuando creía que ya había pintado bastante y había transmitido su mensaje, dejaba el cuadro y pasaba al siguiente. Dejó estudios y casas repletos de cuadros «inacabados». -Se calló-. Quizás ocurra lo mismo con el asesino, tal vez creyera que ya nos había transmitido su mensaje. -Kate se calló de nuevo-. Pero la elección de este Picasso en concreto es importante porque… el cuadro es mío.

– ¿A qué se refiere? -Mead entornó sus pequeños ojos.

– A que me pertenece. Está en mi salón.

Brown pareció alarmarse.

– ¿Entonces el tipo ha estado en su casa?

Kate levantó la mano.

– Eso es lo que pensé, pero lea el libro. Ahí figura mi nombre, dice que me pertenece. -Kate no podía dejar de mirar el perfil sangriento en la mejilla de Elena-. No sé por qué, pero creo que lo eligió por ese motivo, porque es mío.

Mead se inclinó hacia ella.

– ¿Tiene enemigos, McKinnon?

– Supongo que la mitad del mundo del arte.

Slattery ladeó la cabeza en su dirección.

– ¿Y eso?

– Mi libro sobre arte era poco convencional y demasiado popular. Luego la serie televisiva. -Kate se encogió de hombros-. El éxito engendra envidia y enemigos. -Kate observó las fotografías de la escena del crimen, la de Elena, la de Bill Pruitt y la de Ethan Stein-. Hay demasiadas relaciones -explicó-. Elena era una estudiante de Hágase el Futuro y William Mason Pruitt no sólo estaba en la junta de Hágase el Futuro, sino que también colaboraba como asesor financiero. Además, era presidente del consejo de administración del Museo de Arte Contemporáneo, que es donde se vio a Elena Solana por última vez… con vida. -Kate titubeó unos instantes-. Debería añadir que yo también formo parte de ese consejo y que conocía bien a la víctima, Elena Solana. -Hizo una pausa-. Pero ya saben que fui una de las primeras personas que descubrió el cadáver.

Durante los siguientes veinte minutos el equipo repasó las truculentas fotografías del asesinato de Elena Solana:

las diecisiete puñaladas, la posición del cuerpo, la ausencia de huellas.

A Kate le sorprendió escuchar todo aquello como si se tratara de un caso cualquiera. Resulta curioso, pensó, lo deprisa que se adopta la postura del poli, la capacidad para distanciarse.

– Tenemos pruebas suficientes para sugerir que están tratando con un asesino muy organizado -apuntó-. No sólo se toma su tiempo escenificando los crímenes, sino que lo limpia todo. Y, según los técnicos, no ha dejado huellas. Y diría que los asesinatos de Pruitt y Stein exigieron una planificación detallada.

– Estoy de acuerdo. -Brown ladeó la cabeza en su dirección y entornó los ojos-. Pero ¿por qué dice eso?

– ¿Alguna vez ha intentado pasar inadvertido delante de un portero de Park Avenue, detective Brown? No es fácil. Si alguien quisiera acceder al edificio de Bill Pruitt tendría que saber cuándo es el cambio de turno de los porteros o esperar, seguramente varias horas, a que el portero abandonara su puesto y colarse entonces. Requeriría planificación o paciencia, o ambas cosas. En cuanto a Stein, bueno… ¿quién ha visto su estudio?

Brown asintió.

– Rejas en las ventanas. Cerrojo de seguridad en la puerta principal. Nada forzado ni roto.

– O sea, que Stein dejó entrar al asesino, y creo que con Solana ocurrió otro tanto.

– A no ser que lo de Solana sea un crimen pasional -sugirió Slattery-. Ha dicho antes que tal vez el sujeto desconocido no estuviera preparado.

– O tal vez la chica estuviera haciendo la calle -dijo Mead.

«¿Elena haciendo la calle?» Las palabras de Mead fueron como una anfetamina para Kate.

Los otros agentes se volvieron hacia ella, esperando su reacción. Ya les había contado que conocía bien a Elena y ahora, supuso, querían ver cómo se tomaba el comentario de Mead.

Kate se sujetó del borde de la mesa metálica.

– Maureen, usted registró el apartamento de la víctima. ¿Encontró conjuntos sexy?

– Sobre todo pijamas de franela.

– Entiendo. ¿Ninguna agenda repleta de citas? ¿Nada por el estilo? -Kate daba golpecitos en el suelo con el pie.

Maureen negó con la cabeza.

– ¿Qué había en el botiquín? ¿Condones, estimulantes, nitrito de amilo, metacualonas, éxtasis, cosas así?

– No. Nada.

– Una puta de lo más aburrida. -Kate clavó su mirada en la policía rubia-. Ha dicho que trabajó cinco años en Antivicio, por lo que supongo que sabría reconocer el apartamento de una prostituta, ¿no?

Mead intervino.

– Ya basta, McKinnon. -Le dedicó una sonrisa de oreja a oreja-. Me limito a sugerir que quizá su becaria no estuviese tan limpia.

Brown sacó una hoja del archivo de Solana.

– En su declaración dice que estuvo con Solana esa misma tarde, antes de que la asesinaran.

– No estuvimos juntas en el sentido estricto de la palabra. -Kate sintió una minúscula fisura en su coraza. El anfiteatro, Elena sobre el escenario, viva-. Actuaba en el Museo de Arte Contemporáneo y acudí al espectáculo.

– Dice que se marchó a eso de las nueve.

Una despedida rápida, un beso de buenas noches.

– Sí, en cuanto acabó la actuación. Habíamos planeado salir a cenar, pero Elena estaba cansada y… -El cuerpo destrozado de Elena. Un charco de sangre coagulada deslizándose por las grietas del suelo de linóleo. Kate estuvo a punto de dejar escapar un grito ahogado ante la intensidad de la imagen. Respiró hondo-. Al cabo de varios días yo, nosotros, es decir, Willie Handley y yo, encontramos el cuerpo.

– A ver si lo entiendo -dijo Brown echando un vistazo rápido a un archivo y luego al otro-. Conocía a las dos víctimas, Solana y Pruitt.

Kate parpadeó.

– Sí, exacto.

– ¿Qué me dice de Stein?

– No le conocía, pero poseo uno de sus cuadros.

– Parece conocer a todo el mundo, McKinnon. -Mead entornó los ojos aún más.

– No a todo el mundo. No creo que llegara a conocer a Ethan Stein, aunque haya coincidido alguna vez con él… debido a mis contactos en el mundo del arte. -Volvió a respirar hondo-. Eso no es todo. -Puso la fotografía del día de la graduación sobre la mesa-. Me la colocaron. Somos Elena Solana y yo. La recibí antes de que muriera. Es decir, antes de que supiera que la habían asesinado. Fíjense bien. Los ojos…

– Será mejor llevarla al laboratorio -dijo Mead.

– También tengo esto. -Kate les enseñó la Polaroid borrosa, el collage, los fragmentos ampliados de la Virgen y el Niño, les explicó que se los habían enviado y lo que creía que significaban.

– ¿Por qué usted? -inquirió Brown.

– Eso no lo sé.

Mead frunció los labios aún más. ¿Para eso se la había enviado la comisaria, para que hiciera de canguro?

– ¿Se las ha enseñado a la comisaria Tapell?

– Claro.

– Pues… -Volvió a chasquear la lengua-. Será mejor que le pinchemos el teléfono y la vigilemos. -Anotó algo.

– Tapell ya se ha ocupado de eso.

– Si McKinnon tiene razón -dijo Brown-, deberíamos comenzar a hablar con los del mundo del arte neoyorquino.

– Estoy de acuerdo -convino Kate. Les ofreció una copia de Guía de galerías-. Esto es una lista de todas las galerías y museos de la ciudad, por zonas. -Asintió con la cabeza hacia Mead-. Enviaría a varios uniformados para que tomasen declaración en todas.

– ¿Eso haría? -Mead le dedicó otra sonrisa forzada-. Bueno, se lo agradezco, McKinnon. Pero ciñámonos primero a lo más lógico. ¿Le parece bien?

– Creo que deberíamos ir a todas -dijo Brown mientras hojeaba la Guía de galerías.

– Quizá tenga tiempo de interrogar a todos los aprendices del mundo del arte -Mead se tiró de la pajarita-, pero yo me ocupo de una docena de casos más y carezco de los recursos necesarios.

– He venido a ayudar, no a obstaculizar -dijo Kate-. Pero ya tienen tres cadáveres. ¿De veras quieren el cuarto? -Miró a Brown y a Slattery-. Podría empezar con el personal del Museo de Arte Contemporáneo, les conozco.

– Ya tengo sus declaraciones -dijo Slattery-. Allí es donde vieron por última vez a Solana.

– Buen trabajo. -Kate sonrió a la agente-. Pero, si no le importa, también me gustaría hablar con ellos.


Primero un cuadro, luego otro llena la pequeña pantalla, en cierto modo fragmentados, con colores muy vivos.

La cámara se aleja, muestra los cuadros en la pared de un museo y a una mujer bajando lentamente por una rampa; lleva una blusa de seda blanca, pantalones negros y el pelo suelto por el hombro.

A él se le corta la respiración.

Les Fauves -dice la llamativa mujer de la pantalla con una expresión seria, mirando a la cámara con ojos inteligentes e incitantes-. Significa «las fieras» en francés. -Sonríe.

Él también sonríe. «Fieras.» Eso le gusta.

– Y no era un término halagüeño -dice con las cejas arqueadas-. Se utilizaba para describir a un grupo de artistas: Matisse, Derain, Vlaminck, Marquet, porque su obra era diferente, desinhibida. Tan diferente que los cuadros se colgaron en una sala aparte, aislada de las obras de arte más convencionales de la Exposición de París, en el otoño de 1905. Los cuadros eran tan atrevidos, tan… poderosos que despertaban la furia ajena.

«Diferente. Desinhibida. Aislada.» Oh, Dios, ella le entiende a la perfección.

– Sí -susurra a la pequeña pantalla-. Te escucho.

– «El color por el color», dijo el pintor André Derain. -Señala un cuadro, luego otro-. Ya ven, es una cuestión de color: intenso, exagerado, distorsionado. Violetas chillones, rosas brillantes, verdes amarillentos, rojos sangrientos.

«Rojos sangrientos.» Le recordó a Ethan Stein, el suelo del estudio del artista. Tan hermoso.

– Me llamo Katherine McKinnon Rothstein. Y están viendo… Vida de artistas. -La cámara se acerca para un primer plano.

Él también se acerca, siente la electricidad estática de la pantalla del televisor en la piel, está tan cerca que le parece oler su perfume y sentir su calidez.

Congela la imagen.

El rostro sonriente de Kate se mantiene inmóvil, una pantalla de puntos brillantes, más impresionista que fauve.

Apoya su mejilla en la de ella.

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