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Maldita sea. ¿Quién iba a imaginar que un viejo tan arrugado y consumido pesaba tanto?

Sujeta al viejo por debajo de las axilas, y lo arrastra arriba y abajo, adelante y atrás por la pared. De no ser porque lleva un impermeable de plástico, estaría hecho un asco.

Nathan Sachs gimotea, medio consciente.

– Estás haciendo historia, querido Natie, ¡historia!

La pared, antes blanca, es una masa de trazos y salpicaduras, de volutas y chorros de sangre entre la que apenas se distingue la imagen que va surgiendo.

– Lo estamos consiguiendo, Natie, aguanta -dice, jadeando. Ya apenas puede con el viejo-. Sólo un poquito más. Aún no está.

Hace un esfuerzo y levanta a Nathan Sachs más alto, para llegar a una zona blanca de la pared.

– Eso es. Justo ahí. Ahora tenemos que concentrarnos, Natie. Tenemos que dejarlo perfectamente claro.

La sangre, que un minuto antes salía a borbotones de las muñecas del hombre, empieza a brotar más lentamente. Zarandea al viejo adelante y atrás, adelante y atrás. Hay un charco de sangre en el suelo. El viejo va arrastrando las zapatillas de loneta por el lienzo revolviendo la sangre y formando burbujas de espuma roja.

– Tiene buena pinta -afirma. Luego casi tropieza con una de las manos de Nathan Sachs. Da una patada al miembro amputado con cara de asco-. ¿Quién necesita eso? -pregunta-. Yo pinto con el cuerpo. ¡Con el cuerpo!

Se retira para observar su obra y nota que el viejo le pesa cada vez más. Deja caer a Nathan Sachs en el río escarlata que corre a sus pies. El viejo queda encogido, en posición fetal, con los muñones pegados al cuerpo. Tiene un espasmo. Luego se queda inmóvil.

«¿Dónde está ella?» Consulta la hora. No puede esperar mucho más. Tendrá que desaparecer enseguida.

Mira a la otra pared blanca, de la que ha retirado un cuadro de inferior calidad para hacer sitio a la obra de arte que va a crear con Bea Sachs. «Maldita», piensa. Una mujer tenía que ser la que le fastidiara su plan perfecto, su dúo. Recoge la otra mano de Nathan Sachs del suelo y luego escribe sus iniciales -una A y una M- en la esquina inferior derecha de la pared. Pero al cabo de unos instantes se lo repiensa. No es correcto. Las borra pasando el reverso de la mano, moja un dedo de Nathan en sangre y cambia las letras por una d pequeña y una K mayúscula.

Sí, eso es.

Se queda mirando el miembro cercenado de Nathan: una interesante prolongación de su propia mano, un nuevo modo de hacer que una pintura sea una extensión del cuerpo. Debería habérsele ocurrido antes. Habría sido mucho más fácil que cargar al viejo arriba y abajo.

Pero quería ser claro. Literal. Y un cuerpo es un cuerpo, eso no tiene vuelta de hoja. De este modo está seguro de que no defraudará a Kate.

Se siente tan cerca de ella como si estuviera ahí, viéndole trabajar, observando su pintura acabada con él, emitiendo juicios sobre su calidad estética. ¿Qué diría?

¿Quizá demasiado rojo?

Quizá.

Recorre la estancia con la mirada buscando algo, cualquier cosa susceptible de usar, y lo encuentra en la chimenea: unos fragmentos de madera quemada, de carbón casero.

Entonces, con unos cuantos trazos decididos, esboza el perfil de una figura femenina, nada demasiado concreto, y luego dibuja un par de pechos redondos, calando el trazo del carbón entre la sangre aún húmeda de la pared.

Se retira y se concentra, y sin darse cuenta utiliza la mano de Nathan Sachs para rascarse la nariz.

Por Dios, el cuadro es incluso mejor de lo que esperaba. Quedará impresionada. Se introduce la mano en el bolsillo del mono. Ha decidido quedársela. Consulta la hora. ¿Debería esperar a la mujer un poco más? No, mejor que no. Si Kate se lo ha imaginado tal como él piensa, llegarán enseguida.

No se molesta en llevarse la sierra eléctrica portátil que está tirada en el suelo junto al cuerpo de Sachs. No hace falta. No ha dejado huellas.

Una vez en el exterior, se despoja de las bolsas de plástico que le recubren los zapatos, se quita el mono y lo introduce todo en la bolsa de deporte que ha dejado junto a la puerta trasera de la casa.

Al cabo de unos instantes ya está corriendo junto a la piscina, escala la valla y desaparece entre la vegetación. A lo lejos se oyen sirenas, pero ya casi ha llegado al coche.


Bea Sachs estaba temblando. Kate le tapó los finos hombros con su suéter.

Mead se hallaba junto al jefe del Departamento de Policía de Sag Harbor y tres de sus agentes. Habían llegado a la escena justo cuando Bea Sachs introducía la llave en la cerradura de la puerta principal. Los policías que recogían pruebas estaban recorriendo toda la casa de los Sachs como cerdos olisqueando en busca de trufas.

Kate, Brown, Slattery y Mead habían pasado más de dos horas en el mismo coche. Mead había tenido que conducir a ciento cincuenta kilómetros por hora con la sirena encendida durante todo el camino, por la autovía de Long Island. A Kate le dolía la cabeza y tenía los nervios de punta.

Bea Sachs había repasado los hechos del día cinco o seis veces. Las manos no le respondían y los labios le temblaban al hablar. Había salido de casa hacia mediodía para ir a jugar a tenis al club. Había llamado a Nathan justo después para ver cómo estaba. Él le había dicho que se sentía un poco peor, que iba a echarse una siesta y que hiciera la visita al estudio sin él. Bea le había prometido que recogería los medicamentos para el resfriado que le había pedido. Fue su última conversación. Luego condujo hasta East Hampton para ir al estudio de la artista y después fue a la farmacia de Sag Harbor.

Los agentes de Suffolk formulaban las preguntas típicas -algún enemigo, alguien que le pidiera dinero-, pero Kate y sus hombres sabían que esas preguntas eran inútiles. El artista de la muerte había escogido a la pareja, que para él representaban a los coleccionistas de arte, por pura conveniencia. Encajaban en su plan y su casa estaba aislada.

– Por lo menos hemos salvado a la mujer -dijo Mead después de que sedaran a Bea Sachs y se la llevaran al hospital-. Buen trabajo -murmuró, asintiendo en dirección a Kate.

Kate apenas respondió con el mismo gesto.

– La alarma aún estaba conectada -observó uno de los policías del condado de Suffolk-. Obviamente la víctima abrió la puerta al presunto asesino.

– De modo que Sachs conocía a su asaltante -añadió Brown-. O quizás el tipo no le pareció una amenaza.

Uno de los agentes del equipo técnico de Suffolk hizo varias fotografías de la pared y se acercó para tomar un primer plano de las iniciales de la esquina inferior derecha.

– ¿Qué significan estas letras, la d y la k? -dijo Brown.

– Esta vez no está usando sus iniciales -respondió Kate-. Está firmando con el nombre del artista al que emula, de Kooning: una d minúscula y una K mayúscula. Está siendo muy claro, recuérdelo.

«Maldita sea, ¿de qué me sirve deducirlo si siempre llego demasiado tarde?», se preguntó, mientras observaba a un policía que introducía la mano cercenada en una bolsa.

– ¿Has encontrado la otra? -gritó el policía a un compañero al otro lado de la sala.

– No la encontraréis -dijo Kate en un tono neutro-. Se la ha llevado.

Mead, que estaba hablando con el comisario de policía de Suffolk, se volvió hacia ella:

– ¿Cómo sabe eso, McKinnon?

– Lo sé.

Cerró los ojos. Era como si viera al artista de la muerte usando la mano de Nathan Sachs para añadir las iniciales y luego decidiendo que no quería dejar su perverso y recién descubierto pincel. «Dios santo», pensó. Tenía un vínculo tan intenso con este tipo que le ponía enferma.

– Lástima que no se quedara unos minutos más -se lamentó uno de los detectives de Suffolk.

– Sabía el tiempo que tenía -respondió Kate.

El tipo la miró a la cara con expresión extrañada.

– ¿Cómo?

– No importa -dijo Brown, respondiendo por Kate, que ya había salido de la habitación y estaba encendiéndose un cigarrillo en el porche trasero.

Brown vio la cerilla y luego el brillo del extremo del cigarrillo. Pidió a Dios que no se viniera abajo. Sabía lo que era estar en la mente de uno de esos psicópatas. Él lo había experimentado. Se moría de ganas por salir.

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