32

Otra de esas noches. Se despierta. Se duerme. Tiene calor. Frío. Sueños locos. Pesadillas.

Cuando Kate consiguió levantarse de la cama, Richard ya se había marchado.

Encontró una nota garabateada en un Post-it pegado al espejo del cuarto de baño: TE QUIERO.

Kate apenas recordaba su conversación, sólo que le había contado su pelea con Willie, el día exasperante al intentar tratar con cuatro departamentos distintos de la policía de Nueva York, que estaba cansada. Muy cansada.

Quería volver a la cama, pero no podía.

Todavía quedaban demasiadas preguntas para las que necesitaba respuestas, aunque no sabía cómo ni dónde conseguirlas.

La comisaría parecía más tranquila esa mañana, ¿o eran imaginaciones suyas?

Encima de su mesa no había gran cosa, una nota de Mead acerca de otra reunión, la consabida bolsa de plástico con el correo redireccionado en espera de que lo abriera.

Siguiendo la costumbre, Kate se enfundó unos guantes y desparramó el correo sobre el escritorio.

¿Realmente se había terminado el caso? ¿Podía dedicarse sencillamente a regresar a su vida en el punto en que la había dejado, a organizar galas de beneficencia, a almorzar con las chicas, a dar una conferencia de vez en cuando? Tal vez hubiera llegado el momento de empezar otro libro. Había oído que en el mundo artístico circulaba una broma, que debía escribir una continuación: Muertes de artistas. Típico.

Kate hojeó facturas y folletos, la melancolía iba formándose sobre ella como la escarcha, hasta que vio el sobre blanco. Rápidamente se puso en guardia.

Los dedos enguantados le temblaban un poco al llegar al borde del sobre.

Otra reproducción de una obra de arte. Esta vez se trataba de una instalación: una figura o maniquí, fundida con una especie de resina, tumbada encima de una vieja camilla de ginecólogo, seis tubos de cristal le sobresalían del vientre y tenía una pecera atascada en la boca; al lado de la figura, un abrigo en un perchero, una silla, una maleta abierta en un suelo de azulejos de damero, un reloj y un calendario en la pared con dos cuadros indescifrables.

Pero el mechón de pelo pegado a la cabeza de la figura de la mujer fue lo que hizo temblar a Kate.

«Kienholz.» Sí, Ed Kienholz. El artista pop de los años sesenta. Kate no conocía esa obra en concreto, pero el estilo resultaba inconfundible. Había hecho un trabajo sobre él en la universidad.

Sostuvo la imagen en la mano, la observó. ¿Acaso Damien Trip o Darton Washington podían haberla hecho antes de morir? ¿Y por qué? No parecía documentar nada. A no ser que hubiera un cadáver sin descubrir en algún sitio. Kate notó que un escalofrío le recorría la columna. Lo sabía… existía otra posibilidad: que el artista de la muerte todavía rondara por ahí.


Kate se veía el aliento en el ambiente gélido del laboratorio. Le tendió a Hernandez la reproducción de Kienholz.

– Lo siento por el frío -se disculpó Hernandez-. Tenemos a un par de fiambres desde hace un día preparados para enviar al forense. No queríamos que apestaran.

Kate se estremeció.

– ¿Tenéis alguna muestra de pelo de las víctimas anteriores, sobre todo de Elena Solana o de Ethan Stein? No puede ser de Pruitt. El hombre estaba prácticamente calvo.

– Tendrás que preguntarle al forense -dijo Hernandez-. No, espera. Tengo el contenido de la aspiradora de mano de Solana. Está todo separado y embolsado. Una de las muestras, la más grande, era el pelo de Solana. Puedo comprobar si coinciden.

Al cabo de unos minutos Hernandez miraba por el microscopio.

– Es el pelo de Solana, no hay duda.

Kate le dio un golpe a la imagen con los dedos enguantados.

– Tengo que enseñárselo a la brigada inmediatamente. Te lo devolveré.

– Guantes -le gritó Hernandez-. ¡Todos con guantes!


Kate dejó la obra de Kienholz encima de la mesa de reuniones entre Floyd Brown y Maureen Slattery.

– No es un imitador ni un tío raro. No, porque tiene el pelo de Solana.

Slattery apoyó los codos sobre la mesa.

– Pero es distinta de las otras. Me refiero a que no hemos encontrado ninguna víctima así.

– Tengo la impresión de que está cambiando las reglas -manifestó Kate.

Slattery frunció el ceño.

– ¿Por qué iba a cambiar ahora?

– Por lo que he visto -apuntó Brown-, estos tipos cambian las reglas con la misma rapidez con que nosotros las captamos. Lo único que les importa es su puñetero ritual.

– Y su ritual es hacer arte -dijo Kate-. Eso no ha cambiado.

Slattery miró fijamente el cuadro.

– Joder, esas cosas que le salen del vientre. Qué asco.

– O le entran -intervino Brown-. ¿Cómo interpretáis la pecera que le mantiene la boca abierta?

– ¿Un grito silencioso? ¿Asfixia? Kienholz es simbólico -dijo Kate-. Es una obra sobre el aborto, o una violación, o ambos.

Randy Mead irrumpió en la sala. La sonrisa se le esfumó del rostro en cuanto los vio a los tres apiñados sobre la reproducción.

– ¿Qué cono es esto?

Kate le puso al corriente de la situación.

Mead se tiró de la pajarita e hizo una mueca.

– A lo mejor es algo que Trip estaba planeando. Pero no llegó a materializar.

– Yo también lo pensé -dijo Kate-. Pero mira el matasellos. La enviaron urgente desde la central de correos de la calle Treinta y cuatro con la Ocho, ayer a las cuatro y veinticinco de la tarde.

– Y yo todavía estoy esperando el cheque que se supone que mi ex me envió hace una semana. -Slattery negó con la cabeza.

– Encontré a Trip aproximadamente a las cinco -continuó Kate-. Le acababan de disparar. Eso no deja demasiado tiempo para ir desde cerca del centro hasta el Lower East Side.

– Pero es suficiente -dijo Mead-. Si salió de la oficina de correos a las cuatro y veinticinco, llegaría al centro antes de las cinco. Si el tráfico no iba mal podía haberlo hecho en taxi.

– ¿A esa hora? -Kate tamborileó la mesa de reuniones con los dedos enguantados.

– En el metro -apuntó Slattery-. Pero no hay ninguna línea directa. Tendría que haber hecho trasbordo.

– Y caminar varias manzanas -añadió Brown.

– Y entrar en su casa y tener el altercado con Washington -dijo Kate.

– No hace falta demasiado tiempo para disparar a una persona -manifestó Mead-. O podría haber sido obra de Washington. Todavía no podemos descartarlo. -Se dejó caer en una de las sillas de metal-. Pero os escucho. -Había empalidecido-. De todos modos, podría haber sido Trip o Washington. Me refiero a que a lo mejor hay un cadáver por ahí que no hemos encontrado. -Se le quebró la voz, la desesperación había surtido efecto-. Me pondré en contacto con todos los distritos, a ver si han encontrado algo como esto.

Brown se pasó una mano por la cabeza.

– Tenemos que pensar que nuestro desconocido sigue por ahí, Randy. Que Trip no era el hombre que buscábamos… ni Washington.

– ¿Crees que no lo estoy pensando? -Randy Mead parecía estar a punto de echarse a llorar-. ¿Te das cuenta de que los chicos del FBI estaban preparados para intervenir? Se retiraron cuando nuestros dos sospechosos principales, Trip y Washington, murieron. Ahora… -Exhaló un suspiro.

– Hablaré con mi amiga del FBI -dijo Kate-. Mientras tanto, centrémonos en lo que sabemos.

– Bueno, si las reglas han cambiado… -Brown regresó a la imagen alterada de Kienholz-, ¿qué nos dice esto?

– No estoy muy segura -dijo Kate-. Pero esto está dibujado. -Señaló el reloj y el calendario-. O sea que tiene que significar algo. A lo mejor nos da el día y la hora. Ha dibujado las manecillas del reloj en las once. En el calendario ha tachado la mitad de los días del mes hasta hoy.

– ¿Así que podría atacar hoy? Mierda. -Mead chasqueó la lengua.

– Quizá -dijo Kate-. Pero no sabemos si es por la mañana o por la noche.

– Yo voto por la noche -dijo Brown-. Los demás fueron asesinados de noche.

– A lo mejor el tío trabaja durante el día -dijo Kate, reflexionando.

– ¿Y las dos fechas del calendario rodeadas con un círculo? -preguntó Slattery-. El diez y el trece.

– Esas fechas ya han pasado. Podría ser el mes que viene -dijo Mead.

– No creo. -Kate negó con la cabeza-. Queda claro que es mayo.

– Y sería demasiado tiempo para uno de estos tipos -dijo Brown-. Son como ollas a presión. Cuanto más matan, más quieren matar. Los intervalos serán más cortos, no más largos.

– A no ser que no lo hayamos encontrado -dijo Mead-. Y el cadáver nos esté esperando, que fuera obra de Trip, o de Washington.

Kate se dio cuenta de que Mead rezaba para estar en lo cierto. Pero a ella el instinto le decía que se equivocaba.

– Hay otra cosa. ¿Veis esto? -Señaló con el dedo enguantado un pequeño naipe, un comodín, pegado sobre un azulejo del suelo de damero.

– Tal vez sea su símbolo -dijo Brown-. El es un bufón, que juega con nosotros.

– Podría ser. -Kate intentó racionalizarlo-. Pero podría tratarse de algo totalmente distinto.

– ¿Como por ejemplo? -inquirió Mead.

Kate se encogió de hombros.

– Todavía no lo sé.

Mead se apartó de la mesa.

– Si lo ha enviado él y sigue vivo, tenemos un pequeño margen si es que no va a dar el golpe hasta las once de esta noche. Mientras tanto, hagamos todo lo que podamos. Pongámonos en contacto con todas las comisarías, veamos si ha habido alguna muerte relacionada con abortos, algo parecido a esto de lo que no nos hayamos enterado. Brown, Slattery, formad un equipo, empezad a llamar. -Se volvió hacia Kate-. Y usted, señora artista, quiero que estudie esa reproducción como si la vida de su madre estuviera en juego.

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