37

– Ya han oído las cintas del teléfono -dijo Kate mirando a cada uno de los miembros de la brigada que estaban sentados alrededor de la mesa de reuniones-. Ha dicho que estaría en la gala de Hágase el Futuro, en el Plaza, esta noche.

Brown tamborileó los dedos en la mesa.

– ¿Exactamente de cuántos invitados estamos hablando?

Kate respiró hondo.

– Unos quinientos.

– Me he dedicado a esto desde que recibí su llamada. -Mead chasqueó la lengua-. Tenemos a veinte agentes en el interior del Plaza y dos en cada salida. Por supuesto el FBI ha apostado a sus hombres. -Exhaló un suspiro-. Y el psiquiatra del FBI, Freeman, está en camino.

– McKinnon debería llevar un micro -dijo Brown-. Y yo también quiero estar ahí.

– Necesitará un esmoquin -dijo Kate esforzándose por mantener la calma-. Puedo hacer que le envíen uno. ¿Qué usa, una cuarenta y dos?

– Una cuarenta -dijo Brown, ocultando barriga de forma involuntaria.

Mitch Freeman irrumpió en la sala casi sin aliento. Se alisó el pelo rubio rojizo y tomó asiento.

– Bueno, ¿qué tenemos exactamente?

– El cabrón del psicópata ha llamado a McKinnon -dijo Mead.

– Dice que va a aparecer esta noche en la gala benéfica -añadió Slattery.

– Lo sé. Tapell me ha informado. -Freeman asintió con la cabeza hacia Kate-. ¿Qué más?

– Bueno, no me ha dado ninguna pista artística para interpretar -dijo Kate-. Es un cambio en el ritual.

– Estos tipos siempre siguen un ritual -dijo Freeman-. Pero eso no significa que no vaya a aparecer. -Dedicó a Kate una mirada prudente-. Podría seguir el ritual después de la fiesta. No sé si me explico.

Kate sintió un escalofrío, se abrazó el cuerpo con mucha fuerza.

– No me lo imagino intentando algo delante de quinientas personas.

Freeman reflexionó un instante y luego miró fijamente a Kate.

– A no ser que esté empezando a delirar.


Había cuatro hombres en la estancia. Tres de ellos miraban las paredes.

El tipo que estaba ajustando el micro al diafragma de Kate aparentaba tener diecisiete años -sin barba, un poco de acné en la frente- y también estaba tardando demasiado. Kate tenía carne de gallina en los brazos y a saber dónde más.

– ¿Has terminado? -Notó el borde suave de los dedos presionándole la cinta en el tórax-. ¿Cómo se supone que voy a respirar?

– Con cuidado -dijo él.

Mitch Freeman estaba al lado de Floyd Brown, meciéndose sobre sus talones. Brown le habló a la pared.

– Asegúrese de que el micro funciona a la perfección -dijo-. ¿Dónde va a estar la furgoneta?

Otro agente, situado de forma que no veía el cuerpo medio desnudo de Kate, dijo:

– Justo al lado del Plaza. No te preocupes. El micrófono tiene un alcance de varios kilómetros.

– Mire -dijo Freeman-. Si realmente aparece, tendrá que andar con mucho ojo.

– ¿Qué tengo que hacer? ¿Invitarle a bailar? -dijo en broma Kate aunque estaba temblorosa.

– La verdad -dijo Freeman-, no sería mala idea. Este tipo quiere estar cerca de usted.

– Lo decía en broma -dijo Kate, tragando saliva.

– Ya lo sé. Mire, no sabemos si va a aparecer o qué va a hacer. Calculo que sencillamente lo que quiere es observarla. Utilizará la multitud como escudo. Por otro lado, estos tipos tienden a considerarse sobrehumanos, así que nunca se sabe.

– ¿Se pondría a hablar conmigo? -Kate contuvo otro escalofrío.

– A lo mejor. -Freeman se volvió, atisbo el sujetador negro de encaje que llevaba Kate y apartó la mirada rápidamente-. Lo único que digo es que tiene que estar alerta ante toda persona o acción extraña, cualquiera que quiera tocarla.

– Por Dios, Freeman. -Kate exhaló un profundo suspiro-. Habrá cientos de personas que me darán un beso o me estrecharán la mano.

– Estaremos a su lado -dijo Brown-. ¿Podrá llevar la pistola en algún sitio?

– La Glock no. -Kate notó que la angustia le subía como el ardor de estómago.

– Le conseguiré una pequeña del treinta y ocho. Puede sujetársela en la pierna, bajo la falda.

– Mire, lo más probable es que no haga nada aunque aparezca -dijo Freeman.

– ¿Lo dice para que me sienta mejor? -Kate bajó la mirada hacia el joven que le estaba sujetando el micro. Sus manos frías la hacían temblar-. ¿Has terminado?

– Un segundo, ya está -dijo-. Lleva cinta por todas partes. -Le habló al micro. Es como si le susurrara a Kate al ombligo-. Probando, probando… -Las palabras resonaron por el dispositivo de escucha situado en el otro extremo de la sala.

– Tómeselo con tranquilidad -aconsejó Freeman.

– Oh, claro -dijo Kate mientras intentaba abotonarse la camisa con dedos temblorosos-. Sólo foxtrot.


Con el micro sujeto en las costillas, el vestido elegante y ajustado de Armani que Kate había comprado para la ocasión no quedaba bien. Parecía que le había salido un tercer pecho.

Rebuscó en el armario, descartó varios vestidos hasta que encontró un modelo de John Galliano que había comprado sin pensar el año anterior en París y que nunca se había puesto: un corpiño cubierto de volantes. ¿En qué estaría pensando cuando lo compró? Los volantes nunca habían sido lo suyo. Bueno, pues esa noche sí. Entre todo aquel frufrú podía esconder hasta una ametralladora.

Kate extendió el vestido sobre la cama.

Era demasiado tarde para llamar a Richard. Su avión aterrizaría en LaGuardia en cualquier momento.

Ojalá él le hubiera contado antes lo de la pelea con Pruitt. Demasiado tarde para pensar en eso ahora.

Intentó maquillarse en el cuarto de baño, pero le temblaban los dedos. Tenía que tranquilizarse. Mantenerse alerta, como le había dicho Freeman. Tenía a un montón de invitados que agasajar y la amenaza de un maníaco al acecho.

La idea no la ayudaba a relajarse.

Se sentó en el borde de la cama, respiró larga y profundamente y agradeció la clase de yoga semanal a la que hacía tiempo que no había podido asistir.

Al cabo de diez minutos, Kate estaba lo suficientemente tranquila como para ponerse rímel sin sacarse un ojo.

Se recogió el pelo en un moño. No quedaba como recién salida de la peluquería, pero así iba a tener que ser. Se enfundó unas medias negras y luego el vestido. Los volantes iban bien. Su pecho era un océano de chifón negro ondulado. No se veían bultos antiestéticos.

Se miró en el espejo. No estaba mal.

Debajo de tanto volante, la cinta del micro le tiraba en la piel. Se pasó la mano por debajo del sujetador, intentó tirar del borde de la cinta pero no sirvió. Tendría que soportarlo. Eso le trajo otro recuerdo. El último caso. Ruby Pringle. Aquel día también llevaba un micrófono; pensó que tal vez se encontraría cara a cara con ese tipo en vez de con el cadáver de esa pobre niña.

«Sé dónde está porque sé dónde la puse.»

La nota. Rotulador rojo como sangre seca.

«Dios mío.»

Kate se dirigió como un rayo al estudio, mientras el vestido de fiesta de satén se le inflaba. Ahí estaba, en la pared con el tablero de corcho: la imagen que había enviado el artista de la muerte: Kate con alas y halo, bordeada con un rotulador rojo, y la palabra «Hola».

La letra era parecida.

Kate cerró los ojos: Ruby Pringle tendida en un mar de plástico ondulado, con papel de aluminio alrededor de la cabeza, los vaqueros bajados.

Un ángel. Un ángel desnudo. ¿Podía ser? Alas de plástico. Un halo de papel de plata.

¿El artista de la muerte? ¿Hacía tantos años? Los nombres y las caras de gente del pasado se le agolparon en la mente. ¿Quién podía haberla seguido y por qué?

Observó la pared con las fotos de escenas de los crímenes, todas aquellas muertes con pretensiones artísticas.

¿Ruby Pringle había sido un intento temprano de hacer arte? La escena no era tan concreta como las que creaba ahora. Pero ¿por qué no?

Llamó a su antigua comisaría de Astoria, habló con el policía de recepción. No había nadie que conociera. Nadie con quien hablar del caso de Ruby Pringle. El policía de recepción ni siquiera sabía a qué se refería.

Kate introdujo la pequeña 38 en una funda, se levantó el vestido y se sujetó el arma en el muslo.

El viejo caso de asesinato de Ruby Pringle tendría que esperar hasta el día siguiente.

A no ser que él actuara esa noche.


Los hombres con esmoquin y las mujeres con vestidos de fiesta entraban en el Plaza para un ágape de mil dólares por persona.

Como patrocinadores y coanfitriones, Kate y Richard habían reservado dos mesas, a las que sentaron a sus amigos estratégicamente entre potenciales benefactores para la fundación. Esa noche, sus amigos estaban para entretener y cautivar a los benefactores, al día siguiente, se suponía que los benefactores tenían que emitir sus cheques desgravables a Hacienda para Hágase el Futuro. Todos conocían las reglas. Los que no seguían el ritual no volvían a recibir una invitación.

Kate había contactado con Richard a través del móvil. Estaba en camino.

Floyd Brown ya estaba allí, en la entrada del gran salón de baile del Plaza, apoyado contra una pared, tan apuesto como incómodo en el llamativo esmoquin de alquiler. Kate no pudo reprimir una sonrisa.

– ¿Lleva el micro? -susurró Brown al pecho de Kate.

– ¿Cree que iría vestida como Bo Peep si no lo llevara?

– Dugan -dijo Brown, inclinándose hacia el busto de Kate-. Espero que lo estés captando.

– Floyd. ¿Podría dejar de hablarme a los pechos?

Brown se enderezó con brusquedad, se aturulló y hundió las manos en los bolsillos del esmoquin.

La coanfitriona de Kate, Blair, que estaba de lado, les dedicó una mirada de curiosidad. Kate los presentó rápidamente, tomó a Brown del brazo y se lo llevó a otro sitio. Se sentía angustiada, pero siguió con sus respiraciones de yoga para mantener un aspecto de tranquilidad. Un mes atrás, consideraba que aquel evento era lo más importante de su vida. En ese momento lo único que deseaba era sobrevivir a él.

Tras veinticinco minutos de presentaciones -el alcalde, Henry Kissinger, un flujo constante de miembros de la alta sociedad y adinerados- Brown estaba estupefacto. Había demasiadas personas empujándose y hablando, estrechando manos y dando besos, y todo eran oportunidades de hacer daño de verdad a McKinnon. Tanto ella como Brown habían inspeccionado a todas las personas que se le acercaban a tres centímetros. Brown se estaba poniendo muy nervioso. Kate seguía manteniendo la calma, pero era una calma fingida. Brown observó que barría la sala con la mirada, comprobaba las manos de los invitados en un intento por identificar al policía de esmoquin más cercano, al tiempo que mantenía la sonrisa e incluso un aire de despreocupación.

Un fotógrafo, que pertenecía al equipo de Patrick McMullan, les había hecho fotos cada vez que se giraban, Kate y Brown intentaban con todas sus fuerzas no perder el control durante los escasos segundos en que las bombillas de flash los cegaban temporalmente.

Allá donde mirara, Kate veía que una cara se cernía sobre ella. Todas las manos en los bolsillos suponían una amenaza posible. Sonreía como una autómata. Contenía el aliento. Pero, en su fuero interno, apenas lograba contener el pánico.

– Quiero ir a preguntar a los guardas de la puerta -dijo Brown-, a ver si han visto algo sospechoso. -Se inclinó más hacia ella y le susurró-: Ese tipo de ahí al que el esmoquin de alquiler le queda peor que a mí es policía, sólo está a medio metro de distancia.

– Todo irá bien. -Kate se dio una palmadita en el muslo para indicarle que allí llevaba la pistola, pero le temblaba la mano.

Willie hizo acto de presencia con Charlie Kent del brazo. Como era artista, no se esperaba que vistiera el esmoquin de rigor. Llevaba un jersey de cuello alto negro bajo una cazadora de cuero de líneas elegantes. Kate lo besó en las mejillas. Él no la besó.

Este hecho añadió una capa de tristeza a la angustia de Kate. Se fijó en un hombre que estaba justo detrás de Charlie y que se había introducido la mano en el bolsillo del pecho. No lo conocía y lo vio escorándose hacia ella. Le hizo una seña con los ojos al policía que estaba más cerca. El agente apartó a los invitados, agarró al hombre del brazo, le extrajo la mano lentamente del esmoquin… el hombre tenía un pañuelo entre los dedos.

– ¿Disculpe? -El hombre le dedicó una mirada de escarnio e incredulidad.

– Lo siento -dijo el policía-. Le he confundido con otra persona.

Kate tomó aire, recorrió la sala con la vista. ¿Estaba ahí?

Cuando pensó eso, durante un brevísimo instante, todo el gentío se volvió borroso. Incluso la música sonó distante, amortiguada. Era como si todos y todo dejara el escenario y sólo quedaran dos actores.

Por eso me ha llamado, pensó Kate, para hacerme sentir su presencia.

Y funcionaba, Kate no conseguía evitarlo, la sensación de que estaba ahí, a su lado, observando todos sus movimientos, manejando los hilos.

Entonces volvió a empezar, la sala recobró vida, el clamor y el bullicio, a cada minuto alguien se topaba con ella o le tendía la mano o le daba un beso en la mejilla. Kate intentaba mantener la sonrisa en su sitio, pero se le estaban empezando a crispar los nervios.

«Si está aquí, ¿por qué demonios no se muestra?»

Pero, claro está, podía haberla saludado ya, estrechado su mano, haberle dado un beso en la mejilla. La idea le estremeció. ¿Se trataba de alguien que conocía? ¿O un completo desconocido? Y si estaba ahí, ¿qué iba a hacer? ¿Dispararle? No. Eso no sería nada artístico. Además, los invitados habían tenido que pasar por un detector de metales. Cielo santo, ¿qué iban a decir al respecto los columnistas de las crónicas de sociedad?

Kate lanzó un vistazo a la sala mientras ciertos cuadros se le aparecían fugazmente en la cabeza: las escenas festivas de Renoir, los cafés abarrotados de Manet, los retratos de la familia real de Goya. El artista de la muerte podía elegir a cualquiera de ellos. Y a muchos otros. Pero ¿qué papel desempeñaría ella en las obras? ¿Y por qué ella? ¿Por qué?

Había un hombre a su derecha que le dio un beso en la mejilla; una mujer a la izquierda le susurró algo. Luego dos personas más delante de ella. Veía borrosas las facciones y las sustituía por los rostros de las víctimas del artista de la muerte: Stein, Pruitt, Amanda Lowe, Elena. Siempre Elena.

Kate había empezado a temblar. ¿Seguía sonriendo, estrechando manos? No tenía ni idea. Oyó la voz de él por teléfono, hueca y metálica, resonándole en los oídos; su propia imagen con alas y un halo y la palabra escrita -«Hola»- que le retumbaba en el cerebro.

Un golpecito en el hombro. Kate se volvió tan rápidamente que estuvo a punto de caerse. Richard la agarró.

– Cuidado, tigresa. -La besó en la mejilla.

Kate se recostó en él.

– ¿Estás bien? -Richard la miró fijamente con sus ojos azules y el ceño fruncido.

– ¿Dónde has estado? -preguntó ella, regresando al presente, sintiendo la multitud que la rodeaba, el bullicio, la electricidad. Respiró hondo.

– El tráfico -dijo Richard mientras le acariciaba la nuca-. ¿Qué ocurre?

– Estoy bien, un poco nerviosa -dijo Kate, esbozando una sonrisa fingida.

La gente que los rodeaba picoteaba canapés, tomaba cócteles, charlaba.

– Vamos. -Richard la tomó del brazo-. Me parece que te hace falta sentarte.


Los floristas no habían decepcionado. Los centros eran enormes pero bajos, todas las flores blancas: rosas, fresias, tulipanes. Los manteles y la vajilla blancos a juego.

Sin saber muy bien cómo Kate consiguió hablar de trivialidades, las palabras parecían surgir de su boca por sí solas.

– Estás preciosa -le dijo a Liz, a quien había sentado a su lado-. Y me alegro de que estés aquí.

– ¿Vas aguantando?

– Más o menos.

Liz la miró con preocupación, estaba a punto de hablar cuando Arlen James subió al estrado y empezó su discurso sobre la educación y su importancia, sobre los logros de la fundación, cuántos jóvenes llegaban a la universidad a través de la misma, cómo formar parte de ella, y todo con el encanto y la facilidad de un hombre nacido en una familia rica, lo cual no era su caso. Kate admiró su entereza, teniendo en cuenta que acababa de emitir un cheque de dos millones de dólares para cubrir el desfalco del difunto William Mason Pruitt, cuyo nombre no se mencionó ni una sola vez.

Pero Kate no se tranquilizaba, recorría las distintas mesas con la mirada, vigilando las esquinas de la sala, las sombras.

«¿Dónde está?» Jugueteaba con la servilleta y se la retorcía en la falda. ¿Acaso el artista de la muerte se había propuesto atormentarla? Podía ser. Miró al otro lado de la mesa, donde estaba Richard, y él le sonrió. El gemelo de la sala de estar de Pruitt se le apareció en la mente. Arlen James seguía hablando, pero Kate no se concentraba. Se levantó con rapidez, susurró excusas a la gente que había en su mesa y salió rápidamente de la sala.

Los policías y agentes del FBI enseguida le pisaron los talones, giraron cuando Kate pasó por la entrada del gran salón de baile y la siguieron por el pasillo.

– Voy al baño de señoras. -Necesitaba estar sola.

Primero un policía echó un vistazo al baño, comprobó los inodoros uno a uno antes de darle luz verde.

En el interior Kate se apoyó en el lavabo, respiró hondo varias veces, tomó un sorbo de agua y se salpicó un poco de agua en la frente. Estaba pálida. Le temblaban las manos.

«Maldito tío.» Estaba jugando con ella y lo sabía.

Y el dichoso micro del tórax le picaba un montón. Kate intentó alcanzarlo pero no pudo. Se introdujo en una de las cabinas con inodoro, tenía la cremallera de la parte superior del vestido medio bajada cuando oyó pasos sobre los azulejos. Bajó la mirada. Zapatos negros. De hombre.

Se dispuso a agarrar la pistola, pero al cabo de un segundo una manada de soldados de asalto irrumpió en el baño de señoras, gritando:

– ¡Alto! ¡Manos arriba! ¡No se mueva!

Kate agarró la pistola del 38 y abrió la puerta de una patada.

Había un hombre con esmoquin en el suelo, tenía sesenta años o incluso más, la expresión de su rostro era de puro terror. Los policías y agentes lo habían inmovilizado. Le apuntaban a la cabeza con tres pistolas. Dos al corazón. Un policía lo tenía agarrado por el cuello.

– Dios mío -dijo Kate-. Vais a matarlo.

El hombre estaba al borde de las lágrimas.

– No sabía que estaba en el baño de mujeres -dijo arrastrando las palabras. Estaba borracho.

– No ha hecho nada -dijo Kate y le tendió la mano al hombre. Era imposible que aquel hombre fuera una amenaza-. ¿Se encuentra bien? -le preguntó verdaderamente preocupada mientras lo tomaba de la mano.

El hombre apenas podía hablar. Tenía el rostro ceniciento y las manos le temblaban de modo incontrolable.


En la entrada principal del Plaza, Kate y Richard, y Floyd Brown no demasiado lejos, se encontraron con un aluvión de lámparas de flash. Un grupo de periodistas de televisión y prensa se abatían sobre ellos, cámaras y micrófonos en mano. Al parecer, la noticia de que la policía había tomado por asalto el baño de señoras había viajado rápido.

Sin pensárselo dos veces, Kate retrocedió, se retiró al vestíbulo sin soltarse del brazo de Richard.

Brown propuso salir por la puerta lateral y Kate estaba a punto de seguir su recomendación cuando se le ocurrió una idea: «Ahora me toca a mí.» Se acercó a Brown, los dos se pusieron a cuchichear y ella lo envió a lidiar con los medios mientras se miraba en uno de los enormes espejos dorados del Plaza.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Richard con impaciencia.

– Vamos -dijo Kate-. Atento al espectáculo.

– Uno a uno -indicó Brown al nutrido grupo de periodistas reunido en las escaleras delanteras del Plaza. Señaló a una atractiva reportera para que empezara.

– ¿Entonces no ha sido el artista de la muerte quien la ha atacado esta noche?

– No -respondió Kate-. No me han atacado.

Todos los periodistas empezaron a hablar a la vez. Brown los hizo callar, señaló al presentador de una televisión local y éste dio un paso adelante.

– Como una de las expertas en arte más importantes del país, ¿qué opina del artista de la muerte?

Kate asintió ligeramente hacia el reportero, le había formulado exactamente la pregunta que ella había pedido. Miró de hito en hito a la enorme cámara.

– Deben recordar que gran parte del arte actual se basa en la idea, y es así desde que el arte conceptual entró en escena a finales de los años sesenta.

Unos cuantos periodistas intercambiaron miradas de confusión, pero Kate le estaba hablando a él. No a los cámaras ni a los periodistas. Sólo a él.

– En el arte conceptual, la idea es la que guía el trabajo. La obra de arte terminada es, o debería ser, una ilustración perfecta de la idea e intención del artista. Así pues, si analizamos la obra del artista de la muerte siguiendo este criterio, bueno, se queda corta. -Hizo una pausa, fijó los ojos en la cámara, se imaginó que él estaba allí, al otro lado, observando, escuchando-. Lo cierto es que su obra no está nada clara. No sé cuál es su propósito. Me gustaría saberlo, pero… -Siguió observando la cámara-. No lo veo.

– ¿Y el caso? ¿Puede comentarnos algo sobre el caso? -gritó un reportero.

– No -respondió Kate-. Yo sólo hablo de arte.

En aquel momento todos los periodistas se pusieron a gritarle preguntas, pero ella se volvió. Había cumplido su misión.

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