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Trajes oscuros. Vestidos negros. Todo el mundo solemne, como correspondía a la ocasión. El pastor, que obviamente no conocía a Bill Pruitt, realizó elogios vacuos sobre las «buenas obras» de Pruitt. Nadie se levantó cuando el oficiante preguntó: «¿Querría alguien dedicar unas palabras al difunto?» Kate sintió la tentación de decir algo -pero ¿qué?- con tal de romper aquel silencio incómodo.

Observó la multitud que atestaba la capilla de Upper East Side: el personal del Museo de Arte Contemporáneo y de Hágase el Futuro, varios políticos republicanos conocidos, un puñado de miembros de la clase dirigente neoyorquina, la directora -por poco tiempo- del Contemporáneo, Amy Schwartz, los conservadores, Schuyler Mills y Raphael Perez, a ambos lados de Kate, con expresión imperturbable, aunque el clavel rojo que Mills llevaba en la solapa resultaba demasiado festivo para la ocasión. Al otro lado del pasillo, Blair, la amiga de Kate y coanfitriona de la función benéfica de la fundación, ponía los ojos en blanco cada vez que el pastor rendía un homenaje al difunto.

Un número de asistentes más que decente, aunque la gente consultaba la hora, se movía por puro aburrimiento e incluso había un hombre susurrando por el móvil.

Richard se había negado a acudir, no quería ser un «hipócrita». A muchos otros no parecía molestarles la hipocresía.

Hasta la madre de Pruitt, símbolo por excelencia de la alta sociedad, no dejaba de bostezar en el pañuelo de encaje.

Al cabo de veinte interminables minutos, el grupo salió a la luz del atardecer en la parte alta de Madison Avenue. Blair se inclinó hacia Kate.

– Querida, si de repente me caigo muerta, te ruego que digas algo de mí que no sean mis obras de beneficencia -susurró.

– ¿Qué tal si dijera que eres una compradora compulsiva o… que te encantan los restaurantes de lujo?

– Serás arpía -dijo Blair riéndose, y añadió-: Kate, ¿has comprobado todos los detalles de la función benéfica?

Kate los enumeró con los dedos.

– Florista, catering, los relaciones públicas. Todo listo.

– Estupendo. -Le envió un beso volado a las mejillas-. Voy a Michael Kors. El toque final para el traje de gala. ¿Quién se encarga de ti, querida?

– Oh… -Kate ni siquiera había pensado en ello-. Supongo que Richard, aunque no con la frecuencia deseada.

La risa estentórea de Blair se vio cortada cuando el chófer la encerró en el BMW.

La señora Pruitt posó una mano en el brazo de Kate.

– Gracias por tener el detalle de venir, querida. -Su pelo con aspecto de casco congelado resplandecía por la laca.

Kate sintió una punzada de culpabilidad. Había venido por puro compromiso.

– Bueno -dijo-, Bill siempre era tan…

La señora esperó a que Kate añadiese algo.

– … elegante -dijo finalmente.

La señora asintió y luego suspiró.

– ¿Te apetece tomar algo? Vivo a la vuelta de la esquina.

A Kate ni se le pasó por la cabeza negarse.


Winnie Armstrong-Pruitt-Eckstein se acomodó en el sofá estilo imperio en el que la emperatriz Josefina se habría sentido como en casa.

El apartamento de Park Avenue presentaba el estilo propio de la difunta hermana Parish que había gozado de tanta popularidad entre los ricos carcas: una casa solariega inglesa en medio de Manhattan, brocados y cretona, alfombras persas, un piano de cola con un enorme ramo de flores silvestres, una pared repleta de cuadros de perros.

La sirvienta colocó la bandeja entre las dos mujeres y les sirvió un martini de la coctelera estilo art déco.

– Salud. -Winnie apuntó con el vaso a Kate y los ojos, con los párpados sombreados de azul, resplandecieron.

El brindis y el comportamiento de Winnie no eran muy propios de las circunstancias. Winnie siempre le había recordado a una actriz antigua, en especial a la que interpretaba a la madre de Cary Grant en Con la muerte en los talones de Alfred Hitchcock, una de sus películas antiguas favoritas. Era una especie de combinación entre heredera y corista. Lo que le resultaba incomprensible era cómo había podido tener un hijo como Bill.

– ¿Cómo está tu querido esposo? -inquirió Winnie.

– Agotado de tanto trabajar, pero bien.

Winnie comenzó a hablar en una especie de susurro de complicidad.

– Mi madre siempre decía que los judíos son los mejores esposos. -Le guiñó el ojo a Kate-. Creía que mi matrimonio con el padre de Bill, Foster Pruitt, duraría para siempre, pero entonces, bueno, nos dejó y, para serte completamente sincera… -Se inclinó hacia Kate-: No me dejó tan bien situada como me habría gustado. No es que me casara con el señor Eckstein por dinero. ¡Dios me libre! -Se llevó la mano al pecho-. ¡Larry Eckstein era el hombre más espléndido del mundo! -Suspiró de forma exagerada-. Oh… le echo tanto de menos. -Se le humedecieron los ojos. Cogió una campanilla de la mesita y la agitó con fuerza-. ¿Te apetece otra copa?

A los pocos minutos, la sirvienta había repuesto el martini de Winnie y le había servido otro a Kate.

– Mi hijo fue el único que mostró su desaprobación abiertamente cuando me casé con Larry.

– A algunas personas les cuesta aceptar los cambios -dijo Kate con tacto.

– ¡Tonterías! Era un esnob. Tuvimos una pelea terrible por culpa de mi matrimonio. -Negó con la cabeza-. Aunque después de la muerte de Larry nos reconciliamos un poco. Creo que William se siente un tanto culpable. -La señora Armstrong-Pruitt-Eckstein frunció los labios-. Oh, vaya, hablo como si estuviera vivo.

– Bueno, cuesta creer que nos haya dejado. Lo echaremos… -a Kate no le resultaba fácil pronunciar las palabras- de menos.

Winnie arqueó una ceja con escepticismo.

«Pobre Bill.» Ni siquiera le caía bien a su madre. Kate trató de decir algo y señaló la pared llena de retratos caninos.

– Es obvio que compartes la fascinación de tu hijo por el arte.

– Oh, no. Nuestros gustos eran radicalmente opuestos, querida. Por supuesto, me encantaban sus cuadros impresionistas. ¿Y a quién no? Pero los cuadros religiosos, bueno…, para mí son demasiado católicos. -Se acabó el segundo martini-. Tengo uno por aquí. Bill me lo confió.

– ¿Un cuadro medieval? -Incluso después de dos martinis, aquello despertó la curiosidad de Kate-. ¿Puedo verlo?

Winnie rebuscó en un armario de la biblioteca revestida de paneles, regresó con la escena de una crucifixión pintada sobre madera, apenas más grande que la típica novela de tapa blanda. Se lo pasó a Kate como si fuera una mera copia de la programación televisiva de la semana pasada.

Kate sintió una fugaz desilusión. Pero ¿de veras había esperado que Winnie le mostrase la Virgen y el Niño del collage} -Creo que es bastante antiguo -dijo Winnie mientras se encogía de hombros como si no le interesase lo más mínimo.

Kate observó la pintura agrietada, los restos de pan de oro en torno a los extremos. Richard, pensó, mataría por conseguirlo… si era auténtico. Lo analizó detenidamente.

– ¿Crees que valdrá mucho? -preguntó Winnie.

– No lo sé -replicó Kate-. No es mi área de trabajo. Pero es muy posible. ¿Cuándo te lo dio Bill?

– Oh, hace un par de meses. Fue un poco raro. Me pidió que se lo cuidara. Como si fuera una mascota o algo.

– ¿Te ha dado otros cuadros?

– Uno o dos retratos caninos maravillosos -respondió sonriendo, luego se calló, pensativa-. En el apartamento de Bill vi otro cuadro religioso, justo el día antes de que muriera. Estaba sobre el escritorio de la biblioteca, medio envuelto. Le eché un vistazo. Una Virgen y el Niño. -Winnie desvió la mirada, confundida-. Ahora que lo pienso… -Tomó varios papeles del escritorio y recorrió una página con el dedo-. A ver… No. La Virgen y el Niño no figura aquí. Qué raro. -Le pasó la página a Kate-. Es una lista de las obras de arte del apartamento de Bill. Me la proporcionó la policía. Fueron bastante pesados. -Frunció los labios-. Quieren que consulte a la compañía aseguradora si falta algo. En serio.

– ¿Estás completamente segura de haberlo visto… el cuadro de la Virgen y el Niño?

– Kate, querida, quizá sea mayor, pero no estoy senil.

– Oh, lo siento. No era mi intención. -Kate echó un vistazo a la lista, luego sacó del bolso los fragmentos de la Virgen y el Niño y los colocó sobre el escritorio de Winnie-. ¿Se parecía a esto?

– Dios mío. -Winnie inclinó la cabeza a un lado y otro-. No soy ninguna experta, querida, pero parece el mismo, eso desde luego.

Kate se quedó pensativa unos instantes.

– ¿Crees que Bill lo habría vendido? -No me parece probable. Vi el cuadro justo el día antes de su muerte. No tuvo tiempo.


«Exquisito.»

Sus ojos contemplan el delicado sombreado con cuadrículas en el pan de oro, las minúsculas grietas en la pintura al temple de huevo, la tierna mirada de la Virgen con los ojos entornados. Es tan hermoso, tan emotivo, que casi le da miedo observar toda la emoción que el artista plasmó en un cuadro destinado a la veneración y la piedad.

Tenía derecho a llevárselo. El hombre no se lo merecía.

Recuerda, intenta revivir el momento en el que sostuvo en el aire las piernas largas y flacas del hombre y observó al viejo idiota chapoteando en el agua. No estuvo mal. También fue divertido. Pero ¿y la mejor parte? Recorre el borde de la mesa metálica con el lápiz. Ah, sí, cuando encontró la factura de la tintorería. El atrezo perfecto.

Aun así, le costó lo suyo.

Lamenta no haberse llevado algo, un talismán, un recuerdo. Mira entornando los ojos por el vasto espacio a lo que antes era una ventana, y ahora un cuadrado torcido e irregular que enmarca un tramo de río como una vieja fotografía.

Eso es. Una cámara. La próxima vez se llevaría la Polaroid.

Baja el volumen y lee las páginas por encima. Esta vez será más divertido.

Qué actividad y placer tan extraños. ¿Acaso lo había sentido alguna vez?

De niño era tan escurridizo… el olor del pelaje chamuscado de un gato, el minúsculo corazón del periquito latiéndole en la mano. Pero eran placeres incompletos. Carecían de motivación.

Le ha empezado a doler la cabeza. Se frota la frente con la mano, aprieta con los dedos hasta que siente un cosquilleo, se reclina, respira hondo. Un pequeño descanso.

Se enfunda los guantes, pasa las páginas con cuidado, se detiene ante un posible candidato. Pero ¿de dónde sacaría todos esos rifles? No, no es viable. Al menos de momento.

Encuentra algo. Crudo. Dramático. Intenso. Le gusta. Piensa que al artista también le gustará. Quizás es demasiado intenso, demasiado bueno. Pero ¿acaso importa? Al fin y al cabo, el tipo sólo es un títere.

Qué fácil era conseguir la cita. La adulación nunca fallaba, sobre todo con un artista. Y el acento era todo un detalle.

Se imagina al artista en su aislado estudio de Hell's Kitchen, rodeado de esos cuadros aburridos, se recuesta en el asiento, pasa la mano por la pared llena de agujeros, los dedos serpentean por entre salientes y depresiones, y se detiene en la fotografía de Kate que aparece en el periódico: su pequeño ángel de la guarda con halo de grafito.

¿La estará abrumando con tanta información? Ya le habrá dado mucho que pensar. ¿Cuánto habrá averiguado? ¿Cuánto alcanza a comprender?

Bueno, eso es cosa suya. Y esta vez no se lo pondrá tan fácil.

Consulta la hora. Siente el calor, el ansia despertándose en su interior.

Pronto.

– ¿Cómo estás? -dice en voz alta, practicando su acento alemán cortado.

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