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El rellano que conducía al apartamento de Elena estaba repleto de polis. El equipo técnico había descendido como un grotesco ejército de cucarachas gigantescas, infestando todos los rincones. Kate miró por la puerta. Una mujer con un traje pantalón marrón oscuro se puso un par de guantes de látex. Acto seguido, comenzó a inspeccionar bajo la blusa empapada de sangre de Elena, y la fina capa de algodón manchado empezó a agitarse como si un alienígena estuviera a punto de surgirle por el torso. Kate trató de hacer su declaración sin llorar ni gritarle a un agente tan joven que podría ser su hijo. Al final del pasillo, iluminado por una bombilla que colgaba de una cadena, un hombre uniformado hablaba y se inclinaba sobre otro que llevaba una pajarita. A juzgar por la actitud del tipo, a Kate le pareció un detective. Kate aguzó el oído para escuchar lo que decía el tipo del uniforme.

– La señora del Primero B, al fondo, dice que vio a un hombre negro aquí la última vez que vio a la chica con vida.

El señor Pajarita se percató de que Kate estaba observándolos, hizo volverse al tipo uniformado y susurró algo mientras escribía en un bloc de la policía de Nueva York.

El joven agente que le tomaba declaración a Kate le preguntó:

– ¿Y luego?

– ¿Qué? -Dentro del apartamento hubo un fogonazo-. Oh, vale.

Kate prosiguió con los hechos: la hora en que llegó a la escena del crimen, cuándo llamó a la policía. Otro fogonazo cegó a Kate, y lo agradeció porque llevaba un buen rato mirando a la médico forense mientras inspeccionaba el interior de la boca de Elena con los dedos y el fotógrafo realizaba las instantáneas.

Kate se quedó como atontada cuando un agente pasó junto a ella y luego dos uniformados introdujeron el cadáver de Elena en una bolsa verde.


Willie tenía la mirada perdida más allá de la multitud y las lágrimas le desdibujaban la visión.

¿Por qué lo hago? ¡A nadie le gusta esta mierda! ¿Para quién pinto?

¿Cuándo había sido eso? Hacía dos, no, tres años. Justo antes de que todo empezara a sonreírle, cuando estaba dispuesto a darse por vencido, dejar de pintar y buscarse un trabajo de nueve a cinco. Willie a punto de llorar. Elena, con su mano entre las suyas, hablándole en voz baja pero autoritaria: «Pintas para ti. Lo que haces es importante, Willie, pintar. Y algún día la gente lo entenderá. Es real, Willie. Eso es lo que tú eres. Aférrate a eso.» Elena mirándolo, convencida, confiando en él, se le veía en los ojos, en la cara. Había revivido la belleza de ese instante en varias ocasiones, cuando se sentía frustrado y con ganas de dejarlo.

Willie estaba inmerso en ese momento perfecto con Elena, intentando desesperadamente aferrarse al mismo.

La manzana se había abarrotado de curiosos. Un par de uniformados los mantenían a raya. Muchos coches de policía, mal aparcados, con las luces encendidas. Más uniformados y trajeados con cámaras, bolsas, maletines, corriendo escaleras arriba y pasando junto a Willie.

«Elena. Asesinada.» Tan real e inaceptable a la vez. Tendría que haber insistido para que Elena se largase de ese barrio miserable. Y había insistido. Muchas veces. Pero Elena siempre hacía lo que quería. Willie golpeó la pared con el puño y no sintió dolor.

– Eh, tú. Dime algo: ¿qué coño estás haciendo aquí?

Era el tipo que estaba en el rellano superior, con un bloc de la policía de Nueva York, mirando a Willie de hito en hito. Tendría unos treinta y cinco años, con un corte de pelo tipo cepillo, e iba de paisano… si es que llevar una pajarita granate con un estampado de cachemira se le puede llamar ir de paisano.

De repente, Kate apareció y le puso la mano en el hombro al tipo.

– Le pedí que se reuniera conmigo aquí. ¿Cuál es el problema?

El señor Pajarita se volvió.

– ¿Y usted es…?

– Me llamo Katherine McKinnon-Rothstein. -Pensó rápidamente-. Soy amiga de la comisaria Tapell.

Vio que el hombre reconocía el nombre y que le echaba un vistazo rápido: su ropa, el bolso de Prada, incluso el peinado propio de los ricos. Mientras, no cesaba de chasquear la lengua, como si intentara despegarla del paladar.

– Randy Mead -dijo sin tenderle la mano-. Jefe de Homicidios, equipo Operativo Especial. Y está aquí… ¿por qué? -Entornó los ojos, que ya eran pequeños, hasta que parecieron unas hendiduras.

– Porque conozco a la chica.

– Bueno, el chico fue el primero en llegar a la escena. Tendrá que prestar declaración. Es el procedimiento.

– Conozco a la perfección el procedimiento.

La pajarita de Mead pareció dar un saltito por encima de su nuez.

– ¿Ah, sí?

– Estuve diez años en la policía, en Queens -dijo Kate-. Astoria. Mi especialidad era homicidios y personas desaparecidas.

Willie se mantuvo en silencio, mirando a Kate, con una expresión de impacto o conmoción. ¿Le había dicho a él que había sido poli? No se acordaba.

– Admirable -dijo Mead.

– Eso pensaban algunos. -Kate aplastó un Marlboro con el tacón.

Mead, de metro setenta y cinco, parecía encogerse de miedo ante ella.

– Mira, tío -intervino Willie-. Tienes que hacer algo…

– Ya me ocupo yo -interrumpió Kate-. Espérame en el coche, Willie. Por favor.

Kate condujo a Mead hasta la entrada del edificio de Elena. Mead chasqueó la lengua como una serpiente cabreada.

– Quizá recuerde -dijo Mead- que quien encuentra el cadáver suele ser el autor del crimen.

– No me venga con esas gilipolleces, ¿vale? Ya se lo he dicho. Estaba todo preparado. Había quedado con él aquí. Y la chica… -Kate se atrancó durante unos segundos. «No. No era cualquier chica», pensó. Sentía las emociones preparadas en los cajones de salida, agitando los talones como unos purasangre inquietos. Respiró hondo-. Y Elena -dijo con calma- ya llevaba muerta un buen rato. Estoy segura de que eso lo entenderá.

– Amiga de nuestra querida comisaria Tapell, ¿eh? -Mead le dedicó una sonrisa falsa.

– Mire -dijo en voz baja-, no quiero inmiscuirme. Sé que es su trabajo. Sólo quiero ayudar, explicar varias…

– Vaya, todo un detalle por su parte… señora Rothstein, ¿no? Pero creo que a partir de ahora podré ocuparme de todo.

Oh, Dios. Kate tuvo que contenerse para no levantar en peso al jefe de Homicidios por la estúpida pajarita y ver cómo se le amorataba la cara. Las manos le temblaron junto a los costados durante un largo minuto. Pero no perdió la compostura. En realidad, toda esa ira acumulada, a punto de estallar, la asustaba mucho.

Logró ocupar las manos con el móvil. Marcó el número del despacho de Richard, pero le saltó el contestador. Tampoco tuvo suerte con su móvil. «Mierda.»

Mead aprovechó la oportunidad para largarse a hablar con un par de uniformados, luego se volvió y soltó:

– ¡Eh, usted! ¡Doña, esto… ex poli! Y su amigo. Quédense por aquí. Necesitamos declaraciones de los dos.


Incluso con las ventanillas abiertas, olía a ácido dentro del coche de Kate. Willie no había oído lo que Mead y Kate habían dicho, pero no parecía agradable: Mead había señalado en su dirección y luego había murmurado algo a los dos uniformados. Willie intentó hacerle una seña a Kate, pero ella ya había vuelto a entrar en el edificio. Varios trajeados y uniformados más la siguieron. Willie no tenía ni idea de lo que hacían dentro. ¿Examinar el polvo en busca de huellas dactilares? ¿Fotografiar la escena del crimen?

Willie puso en marcha el coche de Kate, encendió la radio y buscó algo con lo que distraerse.

Babyface, cantando suavemente una ñoña balada de rhythm and blues sobre hacerse padre.

Aquello bastó para que Willie pensara en el padre al que nunca había conocido. ¿Cómo era? ¿Sabría dibujar? Willie nunca se lo preguntó a su madre -ella no tenía ni idea de dibujar-, pero suponía que de alguien lo habría heredado. Willie sintió las lágrimas en las mejillas… ¿por Elena o por el padre al que no había conocido?

Babyface pasó a un falsete muy agudo, pero la letra dejó de tener sentido.

Le sobresaltó el ruido de un teléfono de la policía. Un poli en un coche patrulla, junto a él, ofreciendo los detalles:

– Mujer, hispana, heridas de arma blanca…


– Perdón. -El hombre le clava una mirada asesina a la mujer hispana que está junto a él. Cada vez que ella se estira para ver mejor la escena del crimen, le clava en el muslo el bolso de paja.

– Qué emocionante, ¿no? -dice ella mientras observa la escalera de la casa de vecinos, a los polis y a los técnicos entrando y saliendo, asintiendo luego hacia los coches de policía y la ambulancia y los vehículos del equipo Escena del Crimen que abarrotan la calle, cuyas sirenas aportan una especie de banda sonora aguda de películas de degolladores a la escena del crimen, ya de por sí cinematográfica.

– ¿La muerte de una chica? ¿La vida perdida de una joven? ¿Le parece emocionante?

Los ojos oscuros de la mujer hispana parpadean teñidos de vergüenza.

– Oh -dice en voz baja-, no sabía que fuese una chica. Una joven. -Luego, suspicaz, pregunta-: ¿Cómo lo sabe? ¿Vive en el edificio?

La mujer lo mira entornando los ojos, pero él ya no le hace caso, porque justo entonces, cuando ella formula esa pregunta estúpida, se pone tenso, y los ojos, las orejas, todos y cada uno de sus músculos se centran completamente en las escaleras de piedra rojiza. Justo entonces, Kate sale por la puerta y, en silencio, casi imperceptiblemente, salvo para él mismo, jadea.

«Magnífico.» Observa, petrificado, mientras Kate enciende un cigarrillo con torpeza, aspira toda la nube de alquitrán y la nicotina en sus pulmones, donde él cree que puede ver realmente cómo le cubre los órganos, le dificulta los latidos del corazón, apacigua la adrenalina que le fluye por las arterias.

Retrocede un par de pasos y deja que la muchedumbre ansiosa de emociones le haga de escudo.

«Bueno, ¿qué te parece?» Intenta telegrafiarle la pregunta a Kate y se concentra tanto que empieza a dolerle la cabeza.


Kate le dio una calada al Marlboro, con los ojos puestos en la multitud, pero sin mirar. Si al menos recordase todo ese rollo policial sobre que los psicópatas disfrutan formando parte de la escena del crimen, que les gusta acercarse cuanto pueden y se sulfuran viendo cómo los demás arreglan su desaguisado.

Y entonces lo hizo.

Como cuando se acciona un interruptor, la nube se alejó de los ojos de Kate. Recorrió la multitud con la vista. Pero ya era demasiado tarde.


Él ya ha desaparecido, la muchedumbre lo ha engullido. Ya no la ve. Pero no pasa nada. Tiene que ponerse en marcha. La sensación vuelve a apoderarse de él, esta vez con más fuerza aún. Y el hombre está esperando. Si supiera lo que le espera.


– Mierda -dijo Kate apagando el coche-. Vas a gastar la batería. Por Dios, Willie.

Willie abrió la boca como para decir algo, pero no articuló sonido alguno. Parecía que rompería a llorar de un momento a otro.

– Oh, joder. Lo siento. -Kate se sintió fatal.

Una parte de ella tenía ganas de abrazarle y llorar durante el resto de su maldita vida. Pero no podía correr ese riesgo. No en ese momento, no delante del edificio de Elena, rodeados de una docena de coches de la policía y tres docenas de polis. Y no si pensaba investigar lo suficiente como para obtener algunas respuestas.

– Tendrás que prestar declaración -dijo mientras apretaba el encendedor del coche y sacaba un Marlboro de la cajetilla.

– ¿De qué estabais hablando tú y el gilipollas ese de la pajarita?

– De tu declaración, nada más. -El encendedor resplandeció como un trozo de carbón al rojo vivo. Kate inhaló e introdujo más humo en los pulmones.

Un par de uniformados se dirigieron hacia el coche.

– Todo saldrá bien -dijo Kate inclinándose sobre Willie y abriéndole la puerta-. Cuéntales la verdad.

– ¿No vienes conmigo?

– Tengo que ocuparme de algo. -Respiró hondo-. Algo que tengo que… necesito hacer.

Willie la acusó con la mirada de abandonar el barco que se está hundiendo y Kate se sintió así.

– Eh -le dijo en voz baja mirándole a los ojos-. No pasará nada. Llamaré a Richard y le diré que vaya a buscarte a la comisaría.

Willie ni siquiera la miró mientras salía del coche.

Kate le dio al contacto, aceleró y luego bajó la ventanilla.

– Willie. Espera. -Le tendió un par de pañuelos de papel-. Límpiate la sangre de las zapatillas.

– Eh. -Mead dio unos golpecitos en el parabrisas y una especie de gruñido se adueñó de sus labios finos-. ¿Adónde va?

– Tengo que ver a alguien -dijo Kate.

– ¿Ah, sí? -El gruñido de Mead se transformó en un amago de sonrisa-. Bueno, ya lo verá más tarde. Ahora tendrá que acompañarme.

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