El salvapantallas del ordenador, varios signos de dólar parpadeantes -un regalo divertido de un cliente-, irradiaba una luz verde iridiscente sobre las pilas de expedientes legales, declaraciones juradas y cartas que se elevaban sobre el brillante escritorio Knoll de Richard Rothstein como el modelo a escala de un complejo de apartamentos de muchas plantas. Detrás de las pilas de trabajo -pasado, presente y futuro- había varias fotografías enmarcadas, anuncios de la buena vida: un hombre y una mujer en el porche de una casa de veraneo evidentemente cara; la misma pareja vestida de etiqueta, bailando mejilla contra mejilla; la mujer, sola, un retrato de estudio, perfectamente iluminado, el pelo oscuro por debajo de un mentón un tanto prominente y un rostro atractivo e inteligente. ¿Bonito? A él se lo parecía.
El otro día, al verla en acción en el Museo de Arte Moderno, dando una charla sobre el arte minimalista y conceptual, no pudo evitar pensar: es mía, esta criatura inteligente y hermosa, es mía por completo. Soy el afortunado que se marcha a casa con ella.
Sonrió.
Richard y Kate. Kate y Richard. En la cima del mundo.
¿Quién lo habría dicho? Richard, el chico de Brooklyn, primero de la clase del City College de Nueva York. Diez años atrás era un abogado excepcional y ganaba muchísimo dinero. Entonces apareció el profesor de estudios afroamericanos de la Universidad de Columbia, a quien acusaron de discriminación inversa por sus polémicas conferencias, sobre todo las que presentaban un desagradable sesgo antisemita. Por supuesto, nadie quiso saber nada del caso. Incluso la Unión Americana de Derechos Civiles había dudado. Richard Rothstein, no. El caso estuvo seis meses en las noticias nacionales: «Juez judío defiende el derecho a la libertad de expresión de un profesor negro.» Al final, Richard se impuso, al igual que su cliente, quien recuperó su cargo y siguió avivando el fuego del odio.
Ése fue su caso más famoso. ¿El más lucrativo? Cuando logró que el director general y los socios más antiguos de una empresa de corredores de Bolsa no fueran a la cárcel, al demostrar, contra todo pronóstico, que no se habían hecho millonarios por el abuso de información privilegiada, sino por pura «coincidencia». Gracias a esa maniobra legal Richard recibió sus honorarios habituales y una prima de siete cifras, que él y su socio, especializado en el sector inmobiliario, invirtieron en una serie de propiedades de la zona entonces deprimida de Nueva York. Al cabo de unos años, con la bonanza económica, las vendieron a una promotora ansiosa y las siete cifras de Richard se cuadriplicaron. Entonces un avezado asesor financiero obtuvo unos beneficios que convirtieron a Richard en una persona más rica de lo que la mayoría de los hombres se imaginaría.
Poco después Richard se ocupó de un caso poco importante que ofrecía una prima distinta: la oportunidad de interrogar a una joven policía, la detective Kate McKinnon. Jamás la olvidaría, pavoneándose por el pasillo de la sala del tribunal, toda ella piernas y pose, apartándose el pelo de los ojos mientras él le formulaba las preguntas.
La relación no comenzó de verdad hasta dos meses después del juicio… Richard tuvo que armarse de valor. ¿De valor? ¿Richard Rothstein? «Uno de los diez solteros más cotizados de Manhattan», en la portada de la revista New York, número de otoño de 1988. Pero la agente McKinnon era algo nuevo para el apuesto abogado.
Richard había intentado seducirla con una serie de cenas caras -Lutèce, el Four Seasons, La Côte Basque-, pero fue una ópera gratis en Central Park, Tosca, y el champán y el caviar y los pastelitos franceses de la mejor calidad que él había traído para la cena tipo picnic lo que finalmente cautivó a Kate. A Richard le encantaba mirarla comer cualquier cosa, no se parecía en nada a las anoréxicas con las que solía salir. Eso, y las conversaciones fluidas y el hecho de que no podían dejar de tocarse. Durante la quinta cita -en una pizzería en Queens, que Kate había elegido como antídoto a los restaurantes de lujo-, Richard le pidió que se casara con él y ella dijo que sí entre bocado y bocado de pizza pepperoni.
Kate le había venido bien y también le había sorprendido, sobre todo el modo en que se había acostumbrado a la nueva vida, doctorándose en historia del arte al tiempo que se reinventaba por completo y pasaba a formar parte de la alta sociedad de Nueva York sin perder su conciencia social ni, como decía su madre, su chutzpá.
Sí, formaban un buen equipo, él y Kate. Aunque últimamente había empezado a protestar ante las cenas con demasiados clientes. Aun así, sabía desempeñar bien su papel, si bien prefería recaudar fondos para Hágase el Futuro o buscar modos para ayudar a los artistas a pagar el alquiler.
Richard pulsó un botón y los signos del dólar desaparecieron más rápido que las ganancias de bonos basura en un mercado a la baja. Avanzó por la página de números por enésima vez ese día. De nuevo, los números parecían no tener sentido.
Se apartó del escritorio, se reclinó en la silla de oficina de felpa, se masajeó la nuca, pero no logró relajarse. Apretó otro botón. Unos altavoces cuadrafónicos ocultos invadieron el despacho con un concierto de Billie Holiday.
«Buenos días, resaca…» No, no era lo que buscaba. Otro botón. Esta vez sonó Bonnie Raitt cantando Something to Talk About. Mejor.
De todos modos, los números que ocupaban la pantalla y su aparente sinsentido seguían acosándole. ¿Era muy tarde para llamar a Arlen? El viejo solía trabajar hasta más tarde que él. Consultó la hora. Más de las siete.
«La cena. Mierda.» Se había olvidado por completo. Llegaría tarde aunque saliera de inmediato.
Una llamada rápida al Bowery Bar. Un mensaje: se reuniría con Kate más tarde, en el espectáculo. Nada más colgar cayó en la cuenta de que no tenía la dirección del teatro.
Se volvió hacia el ordenador, apretó el icono de imprimir.
Tal vez debería ir a ver a Bill Pruitt. Pero la mera idea le parecía peor que estar en un teatro frío y húmedo del centro viendo a un artista desquiciado clavándose el pene en una mesa… No pensaba ver nada por el estilo otra vez. Aunque lo haría por Kate.
Pruitt. ¿Cómo coño se había metido ese tipo en el Museo de Arte Contemporáneo? Había tenido el descaro, la audacia de mostrarse condescendiente con la colección de arte de Richard y, maldita sea, cualquiera mínimamente entendido sabía que era una de las mejores colecciones contemporáneas de Nueva York, quizá de todo el país. Ese día, en la reunión del consejo de administración del museo, a Richard le había faltado bien poco para levantarse de un salto, ir hasta el otro lado de la mesa, agarrarlo por la papada y estrangularlo.
El mero hecho de pensar en Pruitt le hacía sentir espasmos en los músculos de la nuca.
Arrancó la página de cifras de la impresora tan rápido que las últimas columnas se emborronaron.
Willie movía la cabeza al ritmo de De la Soul mientras se ponía la nueva cazadora de cuero negra. William Luther King Handley Jr., Willie para sus coetáneos, para los pocos amigos del colegio que seguía viendo Pequeño Will (un mote que le habían puesto en octavo curso cuando había alcanzado la altura máxima de un metro sesenta y cinco) y, recientemente, WLK Hand, la firma que empleaba en sus originales cuadros de técnica mixta. No estaba seguro de si ponerse la cara chaqueta nueva sería demasiado para ir al espectáculo artístico del East Village. Al carajo. Se vestiría como le diera la gana. De todos modos, se la había puesto con los vaqueros negros de siempre, cuyos dobladillos deshilachados le rozaban las Doc Martens negras. La otra prenda, la camisa blanca de Yohji Yamamoto -que resaltaba su piel color ámbar pálido (de la familia de su madre) y los ojos verdes (un regalo genético de su antepasado, John Handley, el propietario blanco de plantaciones de Winston-Salem)- era un regalo de Kate, quien se alegraría de vérsela puesta. Kate, que era peor que su madre cuando se trataba de la ropa que vestía, de si comía bien o dormía lo suficiente. Kate, que había escrito sobre él en Vidas de artistas, que se había asegurado de que formara parte de la serie televisiva, que había llevado a su estudio a los primeros conservadores y coleccionistas; y Richard, que había comprado el primer cuadro y lo había regalado, con el visto bueno de Willie, claro. Mentores. Coleccionistas. Segundos padres. Kate y Richard eran eso. Y mucho más.
Pero los otros regalos genéticos de Willie -los labios carnosos y los dientes blancos perfectamente alineados- eran de su padre verdadero o eso cabía pensar al contemplar la única fotografía que se conservaba de él: un soldado afroamericano sonriente y apuesto con el uniforme del ejército de Estados Unidos, tomada en Asia, ¿o era en África? En cualquier caso, nunca había regresado.
El hecho de que los padres de Willie no se hubieran casado no cambiaba las cosas para la madre de Willie, Iris. La fotografía, en un marco dorado de Woolworth, siempre había ocupado un lugar preferente junto a la cama de Iris en la abarrotada casa de vecinos al sur del Bronx que compartían Willie, su hermano, su hermanita y su abuela. Hacía seis meses que Willie había trasladado a las tres mujeres a un apartamento con jardín privado en un barrio de clase media de Queens, y la fotografía enmarcada se había desempolvado para el nuevo dormitorio de Iris.
A Iris el éxito de Willie le había sorprendido. No porque no confiara en su hijo, sino porque no se imaginaba que algo semejante fuera posible. Willie sabía que ella se enorgullecía de que a él le fueran bien las cosas y vendiera los cuadros por mucho dinero. De todos modos, Willie nunca revelaba los precios exactos (que acababan de alcanzar las seis cifras), porque tal vez Iris lo habría interpretado como un gesto orgulloso y poco cristiano, aunque él pensara que nadie podría entenderlo a no ser que hubiera crecido en su familia.
Y estaba Henry, el hermano mayor de Willie. El hermano «perdido». Así es como lo llamaba Iris: «perdido». Aun así, Henry se las ingeniaba para aparecer cada seis meses por casa de Willie, en busca de dinero para una dosis. Pero a Willie no le apetecía pensar en Henry. No en ese momento.
– Quiero ser artista.
Las palabras resonaron en el estrecho pasillo del apartamento del Bronx, para siempre asociado con el aroma de lavanda de la abuela y con el desinfectante que la madre de Willie aplicaba por todas partes.
– ¿Qué? -dijo su madre.
– Artista.
– ¿Qué quieres decir con «artista»?
Entonces Willie no supo qué responder, no tenía ni idea, se trataba de un sentimiento. Dibujar, dar forma a las líneas, ver las imágenes uniéndose, darles vida, perderse dentro de sí mismo. Quizá no fuera más que un mundo que ideaba sobre el papel, pero estaba bien alejado del asqueroso universo del apartamento del Bronx.
El recuerdo se desvaneció y emergió otro, la discusión que había tenido con Elena hacía apenas unos días.
– Estoy cansado y asqueado de que me llamen artista negro. ¿Soy artista, y punto!
– Mira, Willie, no te conviene renegar de tu raza. Es imposible. Eh, soy hispana. Y artista del mundo del espectáculo. Y una mujer. Eso es lo que soy. Es lo que me define.
– ¿Que no reniegue de mi raza? ¿Estás de broma? Mira mi trabajo. Es una clasificación, ¿entiendes? Una categoría. Uno de los mejores artistas negros. ¡Una puta caracterización! Como si mi arte fuese menos importante, como si hubiera otras reglas o un criterio diferente para los artistas de color, como si no pudiera competir con los artistas blancos en el mundo del arte blanco. ¿Es que no lo entiendes?
Willie, aunque seguía creyendo que tenía razón, quería hacer las paces. Al fin y al cabo, Elena seguía siendo su mejor amiga, casi una hermana. La vería esa noche y arreglaría el desaguisado.
Willie apagó la televisión y se quedó inmóvil, en silencio. Sentía un gran desasosiego, una especie de tristeza incierta por la noche que se avecinaba. ¿Qué le ocurría? Agitó los hombros bajo la chaqueta, intentó sacudirse esa sensación. Fuera lo que fuese, pronto lo olvidaría. Después de todo, cenaría con las tres personas que más apreciaba -Kate, Richard y Elena-, y con ellos era imposible que se sintiera deprimido o preocupado.
Sin embargo, ya en la calle, mientras se dirigía hacia el East Village, lo notó de nuevo, esta vez como si alguien le hubiera introducido varios microsegundos de una película en el cerebro…
Un brazo surcando el espacio. Un primer plano de una boca desencajada chillando. Todo manchado de sangre. Luego fundido en negro.
Willie se tambaleó hasta una farola y se sujetó al metal frío.
Su madre, Iris, solía decir que él sentía las cosas antes de que ocurrieran. Pero hacía muchos años que no tenía una de esas visiones.
No. Demasiados días solo en el estudio. Eso era todo. Tenía que salir más, sin duda.