23

Para Kate, el estudio de Willie era como un laboratorio, irregular y descuidado, pero un laboratorio de todos modos. Una mesa larga llena de decenas de tubos de pintura a medio exprimir, pinceles de todos los tamaños, espátulas, botellas de óleos, aguarrás, barniz y resinas.

– ¿Te importa si sigo pintando?

Willie arrastró su paleta sobre ruedas -un carrito de té transformado y cubierto con una losa de cristal, la mitad de la cual estaba recubierta de hormigueros de pintura al óleo seca y medio seca- hacia el cuadro en el que estaba trabajando.

– Si no te importa que te mire… -Kate apartó un par de trapos llenos de óleo de una vieja silla tapizada.

– Cuidado. A lo mejor hay pintura en esa silla.

Kate se encogió de hombros. La ropa era lo último que le importaba en ese momento. Observó el lienzo grande y sin pintar, con unas indicaciones aproximadas de las formas en carboncillo.

– ¿Esta obra es para alguna exposición en concreto?

– Si la acabo, para la exposición del Contemporáneo de este verano. -Willie exprimió unas gotas de pintura roja y blanca en la paleta de cristal-. Mis dos obras para la Bienal de Venecia se despacharon el otro día. Irás a Venecia, ¿no?

– Sí, claro.

– Perfecto.

Willie hizo girar un pincel de cerdas blanco entre la pintura rojo cremosa y blanca titanio, los dos colores esposados momentáneamente en un motivo ondulante de franjas antes de que cada uno de ellos adoptara una identidad propia para formar un rosa suntuoso.

– He intentado encontrarle un sentido a la muerte de Elena -dijo.

– No sé si es posible.

– Para mí, la única forma de encontrarle sentido a algo, y quizá suene mal o pretencioso, no sé, es a través de mi obra.

– Los artistas siempre intentan arreglar su mundo destrozado con el arte -dijo Kate-. Y tienes suerte de contar con tu arte. Créeme.

Willie acercó el pincel cargado al lienzo, al principio con cuidado, luego restregándolo arriba y abajo, adelante y atrás, como si deseara aplicar la pintura en el interior del lienzo en vez de sobre el mismo. Un rostro empezó a tomar forma.

– A lo mejor es que he intentado compensar algo, mi infancia, ya sabes, como si pudiera arreglar algo siendo artista.

Dejó el pincel, desenroscó el tapón de un frasco, vertió un líquido untuoso y denso en una botella de cuello ancho. Aceite de linaza. Kate lo reconoció por el color dorado y el olor característico: aceitoso y dulce. Luego añadió barniz dammar, amarillo pálido, como el vino blanco; una gota de secador de cobalto y, por último, aguarrás. Volvió a taponar bien la botella y lo agitó con cuidado para formar una emulsión.

Verdaderamente es un laboratorio, pensó Kate. Le había visto hacer aquello con anterioridad, y también a otros pintores, aquella creación del diluyente de un pintor; la mezcla característica que creaban para añadir a su pintura o pigmentos secos para ayudarles a conseguir el efecto deseado: resbaladizo o seco, graso o fino.

– Muy idealista, ¿no? -dijo Willie.

– El idealismo es bueno, Willie. -¿Podría Kate seguir conservando el suyo?

Willie vertió un poco del diluyente recién mezclado en una lata de metal limpia, sumergió el pincel en ella y esta vez, cuando lo colocó sobre el lienzo, la pintura se deslizó, traslúcida, luminosa. Luego, con otro pincel, delineó la silueta rosa con negro azabache, dio un paso atrás para observarla unos segundos y entonces agarró un trapo y la borró, aunque quedaron restos de negro en el interior y alrededor del óvalo rosa, rasgos fantasmagóricos de lo que había sido: arrepentimiento instantáneo.

A Kate le fascinaba el proceso, siempre le había fascinado esa magia llamada pintura. Era la primera vez desde hacía varios días que sentía algo que no fuera dolor, angustia o desconfianza.

– Pero no hay forma de arreglar lo que le ocurrió a Elena con mi arte. Es como si crear arte ya no tuviera una función. -De pronto dejó de trabajar y soltó el pincel sobre la paleta.

– Ahora escúchame -le dijo Kate-. No puedes cambiar lo ocurrido, pero puedo decirte que si Elena estuviera aquí te diría que siguieras pintando. Sentía lo mismo que tú, Willie. Mira: tu trabajo consiste en pintar los mejores cuadros posible. El mío es descubrir qué le ocurrió a Elena.

– ¿Lo descubrirás?

Kate se recostó en el asiento, permaneció en silencio unos minutos.

– Sí -dijo al final-. Creo que sí.

Willie tomó otro pincel, examinó las cerdas dobladas, lo lanzó hacia un gran cubo de basura metálico y falló. El pincel se deslizó por el suelo del estudio.

– ¿Y conseguirás quitarme a la policía de encima?

Kate rebuscó en el bolso, desdobló el retrato robot que había hecho Calloway.

– Esto debería hacerte sentir mejor. El hombre que la policía está buscando. Fue visto entrando en el apartamento. ¿Te resulta familiar?

Willie lanzó un vistazo al retrato y apartó la mirada.

– No conozco a todas las personas negras de la ciudad.

Kate cerró los ojos como si acabaran de darle una bofetada.

– ¿Acaso lo he insinuado?

– Ese boceto podría ser cualquiera, Kate. -Frunció el ceño, tomó otro pincel, lo introdujo en una lata de café llena de aguarrás.

Kate se dio cuenta de que estaba tan susceptible como ella. No le dio mayor importancia, abrió su bloc de notas, repasó el registro de llamadas de Elena, los números cuyos nombres y direcciones ya habían identificado.

– A lo mejor puedes ayudarme a identificar a unas cuantas de estas personas.

Willie dejó el pincel en remojo y se inclinó por encima del hombro de Kate.

– J. Cook. Es Janine. Ya sabes, Janine Cook.

– Por supuesto.

Era una joven que había dejado la fundación sin terminar. Un caso difícil ya en séptimo curso. Una chica por la que Kate nunca llegó a batallar. Entonces ¿por qué incluso ahora se sentía culpable? No podía salvarlos a todos.

– ¿Todavía la ves?

– Antes sí, pero sólo con Elena. Todavía eran amigas.

Kate recogió un trozo de pintura seca del brazo de la silla. Bueno, había llegado el momento. No podía retrasarlo más.

– Willie… -Respiró hondo-. ¿Elena estaba metida en algo…, esto, lascivo?

– ¿Lascivo?

– Ya sabes, sexo.

– ¿Adonde quieres ir a parar, Kate?

– Vi un vídeo…, bueno, medio minuto, de una película, de Elena y parecía una peli porno. Yo… -Quitó la pintura del asiento, la apartó con la mano. Le temblaban los dedos-. Quizá fuera un vídeo casero. Probablemente, pero…

– ¡Joder! -Willie expulsó aire y luego se paró a pensar-. ¿Un vídeo casero, dices? ¿Algo que a lo mejor grabó con un novio?

– Sí, eso es exactamente lo que pensé. -«Lo que quería pensar.» -Bueno, estaba ese tío que era director. Lo vi un par de veces con Elena.

– ¿Recuerdas cómo se llamaba?

– Damien… algo.

Kate le tendió los registros telefónicos de Elena.

Willie se secó las manos con un trapo limpio y luego cogió el papel.

– Trip. Aquí está. D. Trip. Damien. Estudia cinematografía en la Universidad de Nueva York, creo, aunque es un poco mayor para ser estudiante, no sé si me entiendes. Quizá sea de esos que nunca acaban los estudios.

– ¿Cuánto tiempo salieron, él y Elena?

– Unos cuantos meses, quizás. Elena se puso un poco rara con él. Y sé que estaba pensando en cortar, porque me lo dijo.

– ¿Estudiante de cinematografía? -Quizás Elena se lo había mencionado alguna vez. Kate se levantó-. Vamos, hagámosles una visita, a Janine Cook y a Damien Trip. Si me acompañas, parecerá una visita informal.

– Perfecto. Yo soy tu tapadera, ¿no? -A Willie le brillaban los ojos de la emoción.

– Esto no es un capítulo de Ley y orden, Willie. Sígueme el rollo y no digas nada si yo no te lo pido.


El tráfico estaba detenido en la Segunda Avenida. Kate y Willie se desviaron por el East Village.

Kate tuvo la ocasión de visitar los lugares que Elena y ella habían conocido juntas. Media docena de cafeterías polacas con carteles de los años cincuenta. Su preferida era Veselka, donde una taza de café servía de colofón de unas raciones enormes de pirozhki de queso y patata bañados con cebollas fritas y un montón de crema agria; el St. Mark's Café, un local para beatniks nuevos y viejos con sus perillas ralas y los brazos delgados y tatuados. Cuántos lugares, cuántos recuerdos.

Al final, dos manzanas al norte de la esquina de Elena, Kate consiguió girar a la derecha en la Octava, y el tráfico era menos denso. Desde ahí faltaba poco, sólo cuatro manzanas, pero el paisaje cambiaba como si un editor de películas hubiera pegado dos mundos distintos. Aquí lo polaco dejaba paso a lo hispano.

– ¿Estás segura de que la dirección es correcta? -preguntó Willie-. Vamos a acabar en las viviendas subvencionadas.

– Es la que tiene la compañía de teléfonos. ¿Qué dijo Trip cuando lo llamaste?

– Que nos esperaría. Se ha tragado eso del acto en memoria de Elena.

Al pasar Tompkins Square Park, Kate atisbó el destello de un toldo negro con unas letras blancas y grandes en las que ponía SIDEWALK, y un escaparate tan lleno de letreros de neón (Red Dog, Guinness, Rolling Rock) que se fundía en una masa brillante de luz artificial.

– Ahí almorcé con Elena -dijo con voz queda-. Un par de veces.

Estaban de lleno en Alphabet City, el apodo cariñoso, o no tan cariñoso, que distinguía las avenidas A, B, C y D, como si estas calles modestas y abarrotadas no merecieran nombres propios.

La Avenida B estaba llena de gente: gente cargada de bolsas de la compra, empujando carritos de la lavandería, riñendo a los niños. Con las ventanillas bajadas, frases pronunciadas en español, en árabe y en lenguas asiáticas entraban y salían del coche como si los persiguiera un lingüista aquejado del síndrome de Tourette.

– El Poet's Café está a un par de manzanas de aquí. ¿Te acuerdas de cuándo…? -La voz de Willie se fue apagando.

Por supuesto que se acordaba. Ella y Willie fueron al café a presenciar una de las últimas actuaciones de Elena: los poemas vanguardistas de un amigo con música de sintetizador electrónico. Elena cantaba, si es que se podía llamar así a aquella asombrosa abstracción de ejercicios vocales que dejó al público embelesado.

Kate encendió un Marlboro e inhaló el humo hasta el fondo de los pulmones: era imposible que dejara de fumar en un futuro próximo. En el semáforo, bajó la ventanilla de su lado, expulsó el humo al exterior, observó a un hombre hispano y a una mujer negra barriendo las aceras delante de una serie de edificios de tres plantas, cada uno de ellos pintado de un color pastel distinto: verde lima, azul cielo, beige.

– ¿Sabes? A su manera, esta zona también tiene encanto.

– Sí, dicen lo mismo de Watts -repuso Willie.

Kate sintió una punzada de vergüenza.

– Supongo que te puedes apuntar un tanto en el concurso «yo soy guay y tú no eres más que una mujer blanca e ingenua».

Willie se humedeció el dedo índice, se anotó un punto en el aire y se rió.

Pero el encanto que Kate acababa de advertir se estaba acabando. Un solar vacío con coches desguazados lindaba con un muro medio derruido con un mural que parecía haber sido pintado por Diego Rivera colocado de ácido: un Jesucristo de tres metros con unas lágrimas sangrientas que le brotaban de los ojos medio cerrados. Cuando doblaron la esquina, otro mural. Esta vez eran calaveras enormes blancas y negras, cruces y las palabras: EN MEMORIA DE LOS QUE HAN MUERTO. Una imagen sorprendente y espeluznante a la vez.

Kate redujo la velocidad e intentó leer los números de los edificios.

– Trescientos algo -dijo Willie-. Sigue. La casa de Trip debe de estar cerca del final.

Y lo estaba. Al final de todo.

Kate estacionó el vehículo justo enfrente del edificio de ladrillos grises de cinco plantas.

Willie miró con ojos entornados por el parabrisas al otro lado de la Avenida D, hacia el conglomerado descontrolado de bloques como losas que no podía ser otra cosa que un complejo de viviendas subvencionadas.

– Para mí es como estar en casa.

La planta baja del edificio de Trip estaba ocupada por el colmado hispano Arias y un toldo naranja erosionado que daba la vuelta a la esquina y que tenía la palabra MUÉRETE pintada con un aerosol de color rojo brillante.

Por encima de la puerta situada a la derecha del colmado había media docena de timbres, cuyos cables trepaban por la fachada del edificio como hiedra sin hojas. Un auténtico trabajo de bricolaje, pero ninguno tenía nombre. Daba igual, la puerta no estaba cerrada.

El vestíbulo del entresuelo tenía el olor a col agria que parecían compartir esos viejos edificios. La escalera era estrecha y empinada y la disposición de los apartamentos, uno delante, otro detrás, se repetía en cada planta. En las dos primeras, el sonido de los niños y el televisor a todo volumen y las Game Boys. En el tercer piso los apartamentos estaban cerrados con tablas. Pero el cuarto piso era otro mundo.

Sólo había una puerta; era una placa de acero estructural brillante y empapelada con tantos adhesivos de empresas de seguridad como para dar que pensar a cualquiera del tercer piso. Alguien había introducido una tarjeta en un pequeño soporte de metal al lado del timbre.

«¿Películas Amateur?» El nombre le sonaba. Kate tardó un instante en recordar la pila de películas porno que había pertenecido a Bill Pruitt. ¿Coincidencia? Quizá, pero su viejo instinto policial le decía que no.

Kate llamó al timbre.

La pesada puerta de metal se abrió con un chirrido.

Damien Trip tendría unos treinta y cinco años, y el rostro de un ángel: la piel muy, muy clara, el pelo rubio y sedoso, unos ojos azules traslúcidos y una cicatriz en el mentón tipo Harrison Ford que le añadía la combinación perfecta de dureza y vulnerabilidad, quizá se la hubiera hecho él mismo. Un cigarrillo, que parecía fuera de lugar en esa cara de querubín, le colgaba de entre los labios carnosos y suaves.

El tipo rubio que el gordito Wally le había descrito.

Willie estrechó la mano de Trip.

Kate hizo lo mismo acto seguido.

– Kate McKinnon Rothstein. La amiga de Elena.

– Kate… McKinnon… Rothstein. Vaya… no me lo puedo creer… -Las palabras parecían rezumar de su interior-. Elena me habló de ti… La mamá perfecta… así es como te llamaba.

¿Había un ligero desdén en sus labios carnosos? Kate no estaba segura. Pero las palabras «mamá perfecta» eran tan agridulces que sintió una punzada de dolor placentero.

Trip la miró con ojos entornados a través del humo que le serpenteaba por los ojos claros. Le estrechó la mano durante unos segundos de más.

– He visto… tu libro -dijo-. Eres como la… diosa del arte para las… masas.

Sí, se estaba burlando. Kate estaba convencida. Pero le sonrió.

Entonces Trip también sonrió. Un error. Tenía la dentadura del color de la arena y el polvo. El ángel caído.

– Tío, no puedo creerlo. Elena… muerta. -Negó con la cabeza lentamente, la sonrisa se iba esfumando de sus labios-. Hacía… meses que no la había visto… seis meses, por lo menos.

– ¿Cómo es eso?

Trip se pasó el dedo por la cicatriz que tenía en el mentón.

– Pues nos… distanciamos.

– ¿Por qué? -inquirió Kate.

Trip vaciló unos instantes y entornó los ojos. Luego le dedicó esa sonrisa de ángel caído.

– A decir verdad, ella sólo hablaba del cedé que estaba grabando y… bueno, yo tenía la impresión de que el puto cedé era más importante para ella que yo… ¿sabes? Una mujer… muy profesional. No me malinterpretes, Kate. Me refiero a que… me alegraba mucho por ella pero un hombre tiene sus límites… ya sabes.

Willie le lanzó una mirada a Kate con las cejas arqueadas.

Kate asintió y se fijó en lo que parecía una mezcla de despacho y guarida típicos de los sesenta: paredes fucsia, un sofá destartalado de escay; un par de armarios viejos, uno pintado de color rosa magnesia, el otro azul cielo; un gran escritorio de madera (que parecía salido de una película de gángsteres de los años treinta) cubierto con docenas de postales artísticas, invitaciones a exposiciones, reproducciones, facturas.

A Kate se le encendió otra lucecita en el cerebro. Lanzó una mirada a las postales y luego intentó leer las facturas al revés. ¿A quién quería engañar? ¿Sin las gafas para leer? Imposible.

– ¿Vives aquí?

Trip se inclinó por delante de ella, apagó el cigarrillo en un cenicero de cerámica grande y lo cambió de sitio, de forma que Kate ya no veía las facturas.

– Trabajamos aquí… principalmente -dijo con su forma de hablar lenta y distraída-. Me refiero a que a veces… nos quedamos a dormir aquí. Cuando es… muy… tarde, ya sabes.

Era como si estuviera dormido en ese momento, o sonámbulo. Claro. Al final Kate se dio cuenta. El tipo iba colocado. No encajaba con su rostro angelical o su ropa de niño bien: una camisa rosa abotonada y unos pantalones caqui impolutos. Si mantenía la boca cerrada, el hombre podía pasar por un anuncio andante de Gap.

– ¿Trabajamos? -preguntó Kate.

– Mis amigos… mis socios.

– Películas Amateur. -Kate sonrió, intentó sonar cariñosa, sincera-. ¿Qué tipo de películas hacéis?

– Experimentales… en su mayoría.

– ¿Siempre has hecho películas?

Trip la miró con suspicacia durante unos instantes.

– No… Fui a la escuela de bellas artes. Pensé que sería… pintor.

– Yo también estudié en la escuela de bellas artes -dijo Willie.

– ¿Sí? Vaya, a mí no me sirvió de mucho. Yo, pues… necesitaba una paleta mayor, no sé si… eh… me entendéis.

«Cineasta. Estudiante de bellas artes. Pornógrafo.»

– ¿A qué escuela de bellas artes fuiste? -preguntó Kate.

Trip volvió a entornar los ojos.

– Eso fue… hace… mucho tiempo. Me refiero a, ¿qué más da?

Kate escudriñó su escritorio, las postales artísticas.

– Pero está claro que todavía te gusta el arte -dijo al tiempo que tomaba una reproducción de una pintura abstracta muy colorista.

– No mucho -dijo Trip-. Recibo… docenas de éstas. Debo de estar… en cien listas de correo.

Kate observó la multitud de postales, tomó otra que le había llamado la atención. Le dio la vuelta, vio el nombre impreso: Ethan Stein, y el título: Luz blanca. La postal le quemaba en la mano.

– ¿Ethan Stein? ¿Lo conoces? -inquirió intentando sonar desenfadada.

– ¿Quién? -Trip se encogió de hombros, miró la postal-. Me parece aburrida.

«¿Entonces por qué la ha guardado?»

– ¿Te importa si me la quedo? -preguntó Kate-. Me gusta su obra.

Trip bostezó de forma exagerada.

Kate no era capaz de distinguir si se trataba de puro teatro o si la hierba lo había dejado completamente colgado.

Trip se sentó al lado del escritorio, puso los pies sobre la mesa, se colocó un Gauloise sin filtro entre los labios y lo encendió.

– Bueno… ¿y lo de la… conmemoración?

– Unos cuantos amigos queremos montar algo -dijo Willie-. Pensamos que te gustaría participar.

– Oh… claro -dijo Trip mientras se extraía una brizna de tabaco de entre los dientes manchados-. Apúntame, tío… para lo que sea. Yo estoy… dispuesto.

Kate miró más allá de Trip hacia una pesada puerta de acero.

– ¿Ahí es donde fluyen todos los jugos creativos?

– En este momento no hay nada -dijo Trip, que pareció recobrar vida.

A Kate le entraron ganas de cruzar la sala de un salto y atravesar la puerta de acero como si fuera Superman. Pero no. Si Trip era su hombre, tenía que actuar con cautela. El conocimiento era poder y en aquel momento no le apetecía regalarlo.

Trip se levantó apoyándose en el escritorio.

– Se está haciendo tarde. Me tengo que marchar.

– ¿Tan pronto? -dijo Kate.

– Tengo una cita -respondió Trip apagando el cigarrillo.

– Nos mantendremos en contacto -declaró ella, al tiempo que deslizaba la postal de Ethan Stein en el bolso.

– ¿Qué? -Trip dirigió la mirada rápidamente de Kate a Willie y luego otra vez a Kate.

– Para lo de la conmemoración. -Kate sonrió.

– Oh, claro. -Trip los empujó hacia la puerta. Se cerró detrás de ellos, acompañada por el sonido de cerrojos y pestillos que se corrían.


– ¿Sabías que Elena estaba grabando un cedé? -preguntó Kate mientras se dirigían hacia el coche.

– Me lo mencionó, pero hace mucho tiempo.

– ¿Con quién lo grababa?

– Con mi amigo Darton Washington.

Kate recordó el nombre de la lista de teléfonos.

– ¿Llegó a acabarlo?

– No creo. Estoy seguro de que si lo hubiera acabado lo habría escuchado.

¿Por qué no había oído hablar de él? Kate tendría que descubrirlo.

Pero antes, Janine Cook.


La joven daba la impresión de estar casi cómoda en el sofá de terciopelo, en su apartamento casi en el ático, casi en Park Avenue.

Era atractiva: piel marrón oscura, ojos del color del chocolate, pelo cardado. Su minúscula minifalda de cuero negro le cubría los quince centímetros superiores de las medias de redecilla, y el suéter ajustado de color beige, por el que se le veían los pezones, no conseguía disimular el hecho de que tenía algo masculino, la voz profunda, gestos duros, que a Kate le recordaron al actor Jaye Davidson, el de Juego de lágrimas.

Hacía bastante tiempo que Kate no la veía pero, aun así, le sorprendió lo mayor y más dura que Janine parecía. ¿Cuál era exactamente la base de la amistad entre Janine y Elena?

Willie se acomodó en un asiento reclinable de cuero brillante.

Kate se fijó en los detalles del apartamento, en el mobiliario: el sofá era de muy buena calidad, la alfombra parecía persa auténtica, las copas de vino apiladas en la barra empotrada parecían de cristal.

– Parece que te va bien -dijo Kate, sonriéndole.

– Ajá -dijo Janine.

Kate lo intentó de nuevo.

– Tienes una casa preciosa. ¿La has decorado tú?

– ¿Qué quieres decir con eso? -Janine entornó los ojos con los párpados sombreados de color violeta.

Kate tomó aire.

– Pues que o tú o tu decoradora tiene muy buen gusto. -Otra sonrisa-. Yo dependo de la decoradora.

– Sí, bueno, resulta que mi decoradora la palmó. Así que tuve que hacerlo yo solita. Triste, ¿no? -Janine se recostó en el sofá y miró a Kate por encima de la mesita de mármol.

– Mira, Janine, todos la echamos de menos -dijo Kate con voz queda.

Janine cerró los ojos, por un momento su actitud dura se suavizó.

Elena con coleta, Janine con trencitas. La comba enganchada en un trozo de cemento. El poco sol que se filtraba por entre las hileras de edificios feos que formaban el maldito complejo de viviendas subvencionadas en… ¿cómo le llamaban? ¿El patio? Menuda broma.

– Elena era muy buena amiga mía -afirmó Janine.

– Estoy convencida -dijo Kate con voz queda-. Pues entonces ayúdame, ¿de acuerdo?

Janine abrió los ojos. Tenía lágrimas en la comisura de los ojos.

– ¿Puedes contarme algo que explique lo sucedido?

Janine se volvió, se lamió el pintalabios violeta que hacía juego con la sombra de ojos.

– ¿Qué hay que contar?

– Vamos, Janine -dijo Willie-. Elena te contaba cosas. Erais amigas y todo eso. ¿Hay algo?

Janine tensó la mandíbula.

– ¿Ahora eres poli, Willie?

Kate le tocó el brazo para que se callara.

– Mira, Janine, todos queremos saber qué ocurrió. ¿Tú no?

– ¿Y qué crees que puedo contarte exactamente?

– Tú perdiste una amiga -dijo Kate con voz quebrada-. Pero yo perdí una hija. -Ahora era Kate quien tenía lágrimas en los ojos.

Aquello pareció ser la gota que colmó el vaso. Janine se apoyó en Kate y se echó a llorar.

– Janine -dijo Kate, acariciándole la mano con unas uñas rosa violeta que parecían lo suficientemente largas para asustar a un lince rojo-. ¿Elena seguía saliendo con Damien Trip?

Janine asintió, pero pareció fortalecerse al oír su nombre.

– Los vi juntos, sí, hace más o menos una semana.

– ¿Hace una semana? -dijo Kate-. ¿Estás segura?

– Si todavía salían -apuntó Willie-, entonces Trip ha mentido.

Janine miró a Willie y luego a Kate.

– ¿Ya habéis hablado con Trip? -Tomó aire y adoptó una expresión temerosa.

– No pasa nada, Janine. -Kate le lanzó una mirada a Willie.

– Elena está muerta -afirmó Janine-. No quiero hablar más de ella. -Se volvió, pero Kate advirtió que estaba conteniendo sus emociones. Intentó rodearla con el brazo, pero no sirvió de nada. Janine la apartó-. No os puedo ayudar. -Se puso en pie, se tiró de la minifalda sobre los muslos-. No sé nada.


– Te pedí que no dijeras nada. -Kate pulsó el botón del ascensor con fuerza-. ¿Intentabas fastidiarlo expresamente?

– Lo siento. -Willie se miró los zapatos.

– Te llevo a casa.

Willie parpadeó. Una mujer, luchando. Una sala oscura y enorme. Agua turbia que rezuma entre tablones de madera podridos. Cerró los ojos con fuerza pero seguía viéndolo. Sombras y luz de luna. Un hombre y una mujer, peleándose. La mujer se revuelve, queda enfocada. Es Kate.

– ¿Willie? Willie. -Kate lo zarandeó-. ¿Qué te pasa?

Willie se había caído contra la pared del ascensor.

– Dios mío, Willie, ¿te encuentras bien?

Willie se pasó una mano por la cara.

– He tenido otra visión.

– Bueno, estás pasando un momento de tensión -dijo Kate.

– Salías en ella, Kate.

– ¿En qué?

– En esta última visión, o lo que sea. Salías tú.


Una llovizna moteaba el parabrisas del coche. Kate y Willie estaban sentados en silencio en el interior.

Ella encendió otro Marlboro, bajó la ventanilla, sintió la lluvia y el aire en la cara. Un recuerdo, otro día lluvioso, flotaba en el fondo de su mente.

– Tengo una historia sobre visiones -declaró Kate. Una historia que había intentado olvidar, aunque últimamente la atormentaba una y otra vez-. Fue hace mucho tiempo. Cuando estaba en la policía de Astoria. Mi último caso, aunque en aquellos momentos no lo sabía. Una fugada. Parecía rutinario. -Kate miró por el parabrisas, llovía con más fuerza.

Ahora era otro día lluvioso y unos limpiaparabrisas distintos se movían y chirriaban.

Kate encendió un Winston, comprobó el plano hecho a mano que tenía al lado, aceleró en la intersección de Queens Boulevard con la calle Veintiuno. Por favor, haz que me equivoque con éste, pensó, apretando el acelerador. Los edificios de apartamentos monolíticos parecían correr como en una película. Los depósitos de gasolina abandonados, su siguiente punto de referencia, luego un giro por la calle casi desierta que conducía al vertedero de Astoria.


SÉ DÓNDE ESTÁ PORQUE SÉ DÓNDE LA PUSE


Las palabras, justo debajo del mapa, en una letra redondeada y con rotulador rojo, parecían escritas con sangre.

A la joven agente McKinnon le sudaban las manos cuando detuvo el coche al lado de un enorme contenedor de basura herrumbroso. Desenfundó la pistola. Los tacones de las botas crujieron en la gravilla cuando buscó un punto de apoyo en el lateral del contenedor y se elevó.

Aquel ángel desnudo y maltratado sobre plástico negro ondulado, con papel de aluminio abierto en abanico detrás de la cabeza.


¿Qué tenía ese último caso que seguía atormentándola? Kate observó la lluvia, la carretera mojada, la masa borrosa del semáforo.

– El departamento había traído una médium -le contó a Willie-. La escuché. Nos pasamos casi dos semanas siguiendo pistas que no llevaban a ninguna parte basadas en sueños y visiones y percepciones extrasensoriales. Quizá fuera más fácil dejar que otra persona hiciera el trabajo. Estaba ocupada. Demasiado ocupada. Para cuando retomé el caso… era demasiado tarde.

– Todos cometemos errores -dijo Willie.

– Pero no cuestan vidas. -Kate tiró el cigarrillo por la ventanilla-. Estuve a punto de pillarlo. Había una huella en la mochila de la chica que no coincidía con la de nadie, ni la de ella, ni la de sus padres, ni de sus amigos. Estaba segura de que lo pillaríamos con eso. Incluso me jacté de ello con un periodista. -Kate negó con la cabeza-. Dichosa vanidad.

Pero Willie había dejado de escuchar, estaba asustado, recorría con los dedos los bordes del retrato robot de la policía que llevaba doblado en el bolsillo de la cazadora.

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