11

Ethan Stein reagrupó las copias de sus críticas de arte sobre la mesa manchada de pintura situada justo al lado de la entrada de su estudio, en Hell's Kitchen. Las había ampliado un diez por ciento para que parecieran más grandes y admirables, sin que el lector supiera del todo por qué. Lástima que fueran de hacía varios años.

¿Qué era lo que el coleccionista le había dicho exactamente por teléfono? ¿Que era un «admirador de toda la vida» de su obra? Algo así. Daba igual. Era como música celestial para sus oídos. Un regalo de los dioses. No había recibido muchos elogios últimamente; no podía decirse que los coleccionistas y los conservadores estuvieran aporreando su puerta.

Quizá por eso Ethan no había hecho pesquisas al respecto, sólo que el hombre había visto un cuadro de Ethan… ¿dónde había dicho? ¿En casa de otro coleccionista? En alguna parte. Lo que importaba era que el hombre vendría al estudio «con la intención de comprar». Eso era todo cuanto Stein había entendido.

Hacía diez años Stein era uno de esos jóvenes que marcaba tendencias; con apenas veinticinco años era de los que movía los hilos en el mundo del arte posminimalista y conceptual, y bien que se enorgullecía. Pero habían transcurrido seis años desde su última exposición en Nueva York. Seis largos años. Bueno, eso cambiaría, y pronto. La visita era una buena señal. Un buen augurio. Y los cuadros nuevos eran buenos, aunque no exactamente revolucionarios. Eso no importaba. Su obra siempre había versado sobre la más pura de las cosas, la honestidad.

Echó un chorrito de aguarrás en la enorme paleta de cristal. Llevaba una semana sin pintar, pero quería que el estudio oliese a pintura y diese la sensación de que había estado trabajando.

Intentó recordar el nombre del coleccionista mientras revisaba los cedés, buscando la música perfecta; decidió que un poco de jazz tranquilo complementaría sus cuadros abstractos y minimalistas.

¿El coleccionista le había dicho cómo se llamaba? Tendría que empezar a fijarse en esos detalles. Quizá fuese un nombre extranjero. De lo que no cabía duda era de que se le notaba el acento.

El artista observó el estudio mientras el sol se ponía por detrás del edificio McGraw-Hill, comprobó que la botella de Sancerre se estuviera enfriando en la pequeña nevera, llenó rápidamente un cuenco con patatas fritas, reagrupó las críticas de arte por enésima vez. Casi nunca se acostaba tarde, se sentía un poco incómodo en el edificio abandonado ya que a las cinco en punto todos los comercios cerraban, y en la calle, la Undécima Avenida, no había ni un alma por la noche. Pero esta vez la espera valdría la pena.

Sonó el timbre. Ethan consultó la hora, las ocho en punto. El coleccionista, justo a tiempo.


Cuando volvió en sí, Ethan Stein deseó no haberlo hecho. No podía mover los brazos ni las piernas, le costaba respirar, estaba confundido y le dolía la cabeza, como si el cráneo le hubiera encogido y fuera demasiado pequeño para el cerebro.

¿Qué había pasado? Sólo recordaba haber abierto la puerta.

Ah, sí. La mano en la cara, el olor químico, la breve pelea antes de que todo oscureciera.

Ethan parpadeó. Vio los zapatos del hombre pasando por delante de él. Estaba tumbado en el suelo, la mejilla apoyada sobre el linóleo barato y manchado de pintura, y tenía la nariz llena de polvo. El hombre silbaba.

Durante unos instantes, Ethan, drogado, pensó que se trataba de una ironía… claro, le gustaba jugar duro, pero esto…

El pánico se apoderó de él tan rápido y el olor a éter o algo parecido persistía con tanta fuerza en los orificios nasales que Ethan pensó que vomitaría. ¿Ese ruido de arcadas venía de él?

– Relájate.

Una voz que procedía de las alturas.

Ethan se esforzó por mirar, pero no logró mover la cabeza.

El hombre se agachó, su rostro frente al de Ethan, los rasgos borrosos.

– Esto tardará un rato. Relájate.

El hombre se había sentado. Ethan le oyó destornillar los focos y la mitad de la habitación quedó sumida en la oscuridad.

– Paciencia -dijo el hombre.

Ethan sentía los latidos del corazón en las orejas, sonaba como un partido de tenis bajo la lluvia, la pelota empapada, pesada. Plaf. Plaf. ¿Lo que tenía en las mejillas eran lágrimas? Nunca se había sentido tan impotente, tan aterrorizado. Tenía frío y, al verse el pecho, se dio cuenta de que estaba desnudo. Le entró el pánico. De la garganta le surgían unos ruiditos, pero no podía hablar. Sentía la lengua y los labios pesados, inamovibles.

El hombre estaba a su lado, desdoblando un papel, farfullando. Ethan trató de girar la cabeza. Imposible.

Entonces vio las manos del hombre y el destello de una navaja.

¡Noooo! Pero no podía gritar. Las palabras salieron en forma de baba, apenas unas burbujitas de saliva en los labios.

– Empezaré por la pierna -dijo el hombre al tiempo que sujetaba a Ethan por los tobillos y le levantaba las piernas hacia atrás de tal modo que los talones descalzos le quedaron apoyados en la pared, entre dos de sus cuadros blancos minimalistas.

Ethan estaba boca abajo, mirando al hombre, pero no podía darle forma. El resplandor de las luces lo había convertido en una silueta oscura. Lo único que vio fue al hombre consultando el papel que tenía en la mano antes de que comenzara a acuchillarle la pantorrilla con la navaja.

Ethan no se desmayó por el dolor. Sólo sintió un tirón leve, una especie de pellizco. No, se desmayó al ver al hombre deslizando la navaja bajo la piel, cercenando músculos y tendones, despegando la carne del hueso como si estuviera desollando un pollo.

Загрузка...