El café no le hacía efecto… y ya se había tomado tres. Una noche terrible. Pesadillas. Además, Richard no hacía más que moverse y dar vueltas a su lado. El temblor de la cama lo había registrado la escala de Richter. La lástima era que no se estaban divirtiendo.
Kate tenía el retrato robot en el escritorio: un hombre negro, de rostro enjuto, ojos angustiados, el hombre que la señora Prawsinsky decía haber visto en la escalera la noche en que murió Elena. Ya había repartido el retrato por entre la brigada. Los uniformados lo habían enviado por fax a todas las comisarías de la ciudad.
Ahora tenía que ocuparse del correo, tres bolsas de plástico llenas, reenviadas desde la oficina de correos correspondiente a su apartamento de Central Park West hasta la comisaría, embolsado antes de que pudieran ponerle las manos encima.
Kate se enfundó unos guantes de plástico.
El primer lote, una factura de Con Ed, AT &T, catálogos varios. El segundo, más de lo mismo. El tercero, la factura de la televisión por cable, The New Yorker, Business Week, más facturas, una postal de un amigo que estaba en Belice, una confirmación del hotel que Richard y ella habían reservado para la Bienal de Venecia. Pero lo que la hizo detenerse fue el sobre blanco que sostenía en las manos.
En el interior encontró una copia de su foto que aparecía en la contraportada de Vidas de artistas, con unas alas y un halo dibujados, atada con un lazo de plástico negro. A Kate le temblaban las manos. Un lazo negro. «¿Un símbolo de muerte?» Quizás. Un marco rojo dibujado alrededor de la foto y un mensaje: HOLA. ¿Qué tenía el rotulador rojo, las letras escritas que le recordaban a algo?
Kate enganchó el lazo negro en el portaminas, lo sostuvo al contraluz.
No era un lazo. Era un trozo de cinta de vídeo.
– No hace falta que vaya todo el día con los guantes, McKinnon. -Hernandez introdujo la fotocopia en la caja para buscar huellas dactilares.
– Oh. Se me ha olvidado totalmente que los llevaba -dijo Kate mientras veía cómo la Krazy Glue obraba su magia.
– Lo siento. No hay huellas. Nada. Quienquiera que se lo enviara, lo limpió bien.
– ¿Qué otra cosa se puede hacer?
Hernandez se lo devolvió.
– Determinar el tipo de papel, ver si tiene alguna partícula insertada. Tampoco puedo decirle dónde se hizo la fotocopia. Hay demasiadas copisterías en la ciudad.
Hernandez le devolvió el trozo de cinta de vídeo, que ahora ya estaba dentro de una bolsa de plástico.
– Lléveselo a Jim Cross de Servicios Técnicos, departamento de Fotografía y Películas.
Jim Cross estaba sentado detrás de una máquina de montaje de vídeo, las medias gafas apoyadas en la coronilla y retirándole el poco pelo que le quedaba. Los rollos, herramientas y cintas de casete que cubrían los casi tres metros de su mesa de trabajo se prolongaban en las dos sillas y por el suelo del pequeño despacho. Le hizo un gesto a Kate para que se sentara, pero no había sitio para ella.
– Lo siento. -Cross apartó un puñado de rollos de plástico de una silla. Cayeron al suelo y rodaron, unos cuantos describieron una espiral como si alguien hubiera hecho sonar un gong para marcar el inicio de una carrera.
Kate enseñó la cinta de vídeo en la bolsa de plástico.
– ¿Hay suficiente para ver qué hay?
Cross observó la cinta a través de la bolsa.
– Creo que aquí hay unos veinte segundos de película. Lo puedo empalmar y grabar en una cinta.
– ¿Cuánto tardará?
– Unos minutos. -Se volvió, hizo un hueco en el escritorio-. ¿Le da igual dónde lo ponga, no? Tengo unas cuantas secuencias de seguimiento por alguna parte. -Rebuscó entre una docena o más de casetes abiertos hasta que encontró lo que buscaba, lo colocó en el aparato y se puso manos a la obra. Al cabo de unos minutos se dirigió a Kate-: Mire por aquí.
Kate se inclinó hacia un monitor que parecía un autocine para hormigas.
Jim Cross accionó un interruptor. La película empezó a reproducirse. Las secuencias de seguimiento, una especie de diagrama, tal vez un plano… era demasiado pequeño para saberlo. Luego un cambio abrupto: ¿una silueta? ¿Una mujer? Pechos, sí, una mujer desnuda. Luego volvió a verse el diagrama.
– Es demasiado pequeño -declaró Kate enderezándose.
Cross extrajo la película del aparato de montaje y la colocó en un casete.
– Tome -dijo-. Llévela a una de las salas de visionado. Justo al lado.
No era precisamente como el Cineplex del barrio. Una sala de nueve por diez metros. La pintura desconchada. Lámparas fluorescentes. Tres televisores en unos soportes. Seis sillas de metal para los espectadores.
Kate introdujo la cinta en un reproductor de vídeo, no se molestó en sentarse. Notaba un ligero zumbido en la cabeza, los músculos tensos. Tenía que reconocer que estaba excitada por ver lo que le había enviado. Pulsó el botón de puesta en marcha.
Un minuto más o menos de ese viejo fotograma policial, el diagrama de una sala, algo salido de un manual antiguo. Luego un cambio brusco. Mala calidad de color. Iluminación poco profesional. Pero era una mujer, estaba claro, y completamente desnuda, masturbándose. Luego, durante unos tres segundos, su rostro, bien enfocado.
Kate se tambaleó hacia atrás. «No puede ser.»
Volvió a aparecer el dichoso diagrama de la policía.
Kate tardó unos segundos en inclinarse hacia delante, darle al botón de retroceso y luego al de puesta en marcha.
«Elena.»
Kate paró la cinta, se dejó caer en una de las sillas de metal rígido, se quedó mirando la pantalla en blanco.
«¿Qué es esto?» ¿Y cómo se lo había enviado a ella? ¿Había estado espiando a Elena, grabándola en secreto?
Tenía que verlo otra vez. Pero ahora a cámara lenta.
Insoportable. Los veinte segundos se convirtieron en un minuto eterno.
Kate analizó los detalles. No era el apartamento de Elena. De eso estaba segura.
Lo reprodujo una y otra vez.
Elena. La habitación. La cama. Y justo al final, antes de que apareciera el dichoso diagrama de la policía, se veía la sombra de un hombre que entraba en el fotograma. Kate lo reprodujo doce veces más para ver si lo identificaba, pero era imposible.
Observó la fotocopia que tenía entre las manos: el halo, las alas, el rotulador rojo, HOLA. Pero no detectaba nada más. Esos veinte segundos de película se le habían quedado grabados en el cerebro.
No parecía que Elena estuviera bajo presión para actuar. Ni estaba sola.
«¿Qué es esto?» ¿Una especie de cinta porno? A lo mejor era un vídeo casero, algo que Elena había grabado con un novio. Ésa era la excusa más convincente que se le ocurría a Kate. Pero entonces, ¿cómo era posible que él, fuera quien fuese, se la enviara a ella?
La lista de parafernalia sexual de Ethan Stein se le apareció fugazmente en el fondo de la mente, luego la capucha sadomasoquista de cuero de Pruitt y las cintas porno.
A Kate no le gustaba establecer relaciones entre Elena y esos dos, ni consciente ni inconscientemente. Hasta que supiera de qué se trataba exactamente, no desvelaría información sobre la cinta. Prefería no tener que leer sobre el tema en el New York Post.
Necesitaba respuestas.
Willie. Tenía que ver a Willie.