15

A Schuyler Mills, conservador jefe del Museo de Arte Contemporáneo, le dolía la cabeza. ¿Acaso sería porque nadie, absolutamente nadie, lo valoraba en el museo? ¿O estaría mareado por saltarse demasiadas comidas y pasar más tiempo del debido en el gimnasio? Flexionó los bíceps, satisfecho. ¡Vaya si no se sorprenderían sus colegas del instituto! Le llamaban Sebo. Bueno, daba igual. No sobraba ni un solo gramo de grasa en el cuerpo de metro ochenta de Mills. Observó su reflejo en el cristal mientras se dirigía al museo y se colocó bien la corbata a rayas azules y rojas. Tenía buen aspecto. Y las canas prematuras le daban un toque distinguido.

Si los del museo comprendiesen su valía. Aunque, claro, nadie lo había hecho nunca. Ya en la Escuela de Bellas Artes eran los otros estudiantes los que deslumbraban con una rápida capa de pintura, quienes recibían los elogios del profesorado. Seguramente por eso se pasó a historia del arte.

Schuyler cruzó la zona de recepción sin molestarse en saludar a la nueva chica que acababan de contratar, la que llevaba piercings en la nariz, el labio y sabe Dios dónde más. ¿Quién habría tomado esa decisión? Y entonces, para empeorar las cosas, entró en el ascensor justo en el mismo momento que su compañero de trabajo, Raphael Perez, el conservador «joven». No podía creerse que tuviera tan mala suerte.

Los dos apenas se saludaron con la cabeza.

Mills se alisó el pelo; Perez jugueteó con las llaves que tenía en el bolsillo de su elegante blazer de Andrew Fezza.

– ¿Chaqueta nueva? -preguntó Mills.

– Sí. -Perez se pasó los dedos por las solapas cruzadas-. Por si te interesa. Recién comprada.

– Así que ayer te pasaste todo el día de compras, ¿no?

– Estaba ocupado -dijo Perez entre dientes- con negocios artísticos, fuera de las paredes del museo. No comparto la vieja idea de que un conservador debe pasarse la vida encerrado en su torre de marfil. Ahí fuera hay un mundo maravilloso: artistas jóvenes, cosas que ocurren constantemente. Aunque no creo que eso te importe lo más mínimo. Estás demasiado ocupado, ¿cómo… leyendo?

– No, estaba escribiendo -replicó Mills-. Comentarios para mi charla en la Bienal de Venecia. Quiero decir algo significativo sobre el arte americano actual, no me apetece largar la típica perorata retórica tipo New Age. -Sonrió con maldad.

Perez observó el panel que indicaba los pisos y miró de reojo el reflejo de Mills en las brillantes puertas metálicas. Tenía ganas de machacarle aquella cara arrogante, pero no se atrevía. Una vez le había visto con un polo de cuello alto y había reparado en la prominente musculatura; y aunque Raphael Perez tenía veintisiete años y debía de tener veinte menos que Mills, estaba seguro de que el viejo era más fuerte que él. «Mierda.» Le dedicó una sonrisa desdeñosa a su compañero.

Las puertas del ascensor se abrieron. Los dos titubearon.

– Tú primero -dijo Perez.

Schuyler Mills salió andando despacio, pensando que así era y que siempre sería así: primero que Raphael Perez.

Kate entró por las elegantes puertas de cristal ahumado, la entrada del Museo de Arte Contemporáneo en la Cincuenta y siete; el último lugar en el que había visto a Elena con vida.

Quería que todos le contaran con detalle qué habían hecho durante la semana anterior. Pero ¿cómo lo haría? Claro, podía preguntarles directamente -¿Dónde estuviste la noche que fulano falleció?-, pero la experiencia le había enseñado que era mejor obtener una respuesta sin preguntar nada, que alguien hablara mientras ella intentaba dar con su punto débil, lo que querían y qué creían que ella haría por ellos.

La recepcionista de los piercings, encorvada sobre una biografía de Frida Kahlo, se irguió en cuanto Kate entró. Kate le sonrió, pasó rápidamente por delante de la placa de bronce de la pared, que enumeraba, entre otros patrocinadores, al señor y a la señora de Richard Rothstein.

En el pasillo, de seis, quizá nueve metros, una bolera de blanco puro y celestial, el metro ochenta de Kate se había tornado diáfano de repente. Los fluorescentes creaban esa ilusión; la obra de un artista, no de un arquitecto. Algunas personas lo detestaban, a Kate le encantaba. Se sentía como Campanilla, flotando.

La principal área de exposición, con el techo abovedado y el suelo de baldosas blancas, parecía una especie de piscina ultramoderna, sin agua, claro.

Durante unos instantes, pensó que el museo estaría cambiando de exposición. Entonces vio los papeles blancos prácticamente invisibles, trozos de papel higiénico colgados de las enormes paredes blancas del museo.

Al mirar de cerca, reparó que en el centro de cada trozo de papel había una palabra garabateada con un bolígrafo: amor, odio, vida, muerte, fuerza, debilidad.

¿Minimalista? ¿Conceptual? ¿Desechable? Las tres cosas, pensó Kate, olisqueando el papel de una capa. «Y sin aroma.»

– ¡Kate! -El conservador jefe, Schuyler Mills, se pavoneó por el resplandeciente suelo del museo. El papel higiénico ondeó en las paredes-. Me alegro de que hayas venido. -Sonrió de oreja a oreja, cambió de expresión, frunció el ceño-. Intenté localizarte en el funeral de Bill Pruitt, pero… -El conservador se inclinó hacia ella y le susurró-: ¿Estaba borracho o qué?

– ¿A qué te refieres, Schuyler?

– Bueno, ¿ahogarse en la bañera? Venga ya. -El conservador se mordió el labio-. Supongo que no debería haber dicho eso. Discúlpame. -Adoptó una expresión inusitadamente solemne-. Oh. Espero que recibieras mi tarjeta. Siento mucho lo de Elena. Era una chica con mucho talento. Mantuvimos una conversación muy agradable justo antes de su actuación. La pobre estaba un poco nerviosa. Le serví un brandy… siempre lo tengo a mano para los patrocinadores más generosos del museo, como tú. -Otra sonrisa.

– ¿Hablaste con Elena después de la actuación?

– No. Me fui directo al estudio para repasar y preparar el catálogo. -Hizo una pausa-. Suelo trabajar de noche.

– ¿No te sientes solo? -preguntó mientras pensaba si sería posible comprobarlo.

– Me gusta la tranquilidad.

Kate se imaginaba al conservador, solo, en el estudio, con la nariz enterrada en un libro. No parecía hacer mucha vida social aparte del museo y las funciones de arte. Cambió de tema.

– ¿Conocías a Ethan Stein?

– Terrible -respondió negando con la cabeza-. Pero no, no llegué a conocerle.

– Me pregunto… -Kate se toqueteó el labio y formuló la pregunta con tacto- si seguía pintando cuadros minimalistas.

– Ni idea.

– ¿No seguías su obra?

– El arte minimalista no me interesa mucho que digamos.

– ¿No?

– No. Me gusta el arte con un poco más de vida.

– Pero admitirás que Stein aportó algo al movimiento.

– Supongo. -Mills se encogió de hombros.

– ¿Y nunca incluiste su obra en una exposición ni visitaste su estudio?

– Ya te lo he dicho, Kate. Su obra no me interesaba.

No. -Los labios del conservador se curvaron hasta formar una sonrisa recelosa-. Empiezas a hablar como los polis. Y la verdad es que no te pega, Kate.

– ¿Ah, sí? -Kate se rió-. ¿Te refieres a que no me imaginas como a Angie Dickinson… dura, guapa y bien peinada?

– ¿Angie qué?

– La próxima vez me dirás que nunca has oído hablar de Los Angeles de Charly.

– ¿Son personajes de la tele? -preguntó el conservador con sorna-. Nunca veo la televisión. Nunca. Oh. Salvo tu maravillosa serie. Por supuesto.

– Por supuesto. -Kate ladeó la cabeza y miró a Mills de soslayo.

– No, de verdad. La vi. Era maravillosa. -Se alisó el pelo-. Normalmente no tengo tiempo ni paciencia para la cultura de masas -dijo con desdén-. Creo que está destruyendo el mundo civilizado. Es una enfermedad que no desaparecerá. ¡Como el herpes!

– Una analogía encantadora, Schuyler. ¿Es de Proust o de Moliere?

El conservador no sonrió.

– Me limito a conservar una minúscula parcela de buen gusto e inteligencia en nuestra decadente cultura.

Kate observó uno de los trozos de papel higiénico ondeante.

– ¡No tuve nada que ver con eso! -Los labios se le pusieron blancos y las palabras eran casi inaudibles-. Esta exposición nos llegó por medio de un conservador «independiente». No soy, mucho me temo, el director del museo.

– Quizá lo seas ahora que Amy se marcha. -Kate le puso la mano en el brazo de su blazer azul-. Ya sabes -dijo-, que podría hablar bien de ti al consejo de administración del museo.

– ¿Lo harías? -La frialdad de Mills desapareció de inmediato.

– Claro. Pásame tu horario de trabajo del mes pasado. Así no sólo sabré lo que haces, sino que también les demostraré lo mucho que trabajas… y estoy segura de que así es.

– Ni te lo imaginas -replicó-. El trabajo es mi vida. Me encantaría redactarte lo que quieras.

– Oh, no te molestes, Sky. Basta con que me fotocopies tu agenda de trabajo.


Raphael Perez cogió una transparencia en color de diez por doce del desorden del escritorio, la sostuvo contra la luz -un hombre lamiendo el sudor de su axila- y la colocó sobre una de las varias pilas de diapositivas, transparencias y fotografías. Ya era hora de que acabara con la maldita exposición y la colgaran de las paredes del museo; si Bill Pruitt no se hubiera peleado con él, se habría inaugurado cuando se suponía que tendría que haberse inaugurado, hacía ya un año. Ahora le preocupaba que «Funciones corporales» -la cual estaba seguro que pondría su nombre en el mapa del arte- estuviera ligeramente pasada de moda cuando finalmente se inaugurara en otoño. Rezaba para que la voluble fascinación del mundo del arte aguantase un poco más. Por supuesto, al final, daría igual. El puesto de conservador en el Museo de Arte Contemporáneo sólo era el primer paso. «Pero director…», le dio vueltas al título en su interior mientras observaba despreocupadamente otro posible aspirante para su exposición. En la copia brillante a color de veinte por veinticinco, un joven desnudo estaba sentado al borde del váter, con el rostro contraído por el esfuerzo. Perez la lanzó al suelo. Si hubiese tenido el tiempo y la fuerza necesaria, la habría hecho trizas y tirado por el váter, aunque sólo fuera por la ironía.

– Siento molestarte -dijo Kate mientras entraba en el estudio de Perez y observaba la nariz recta, los labios carnosos y las pestañas bien oscuras del conservador.

Perez saltó como los muñecos de las cajas de sorpresas, apartó una silla e hizo un gesto con la cabeza a la importante miembro del consejo de administración del museo para que se sentase; se había movido tan rápido que había levantado una suave brisa en el estudio sin ventanas.

– Estaba paseando por la exposición -dijo Kate con desenfado-, y pensé en saludarte.

– Estupendo -dijo Perez-. Espero que la exposición te haya gustado. Es todo un comentario, ¿no crees?

– Diría… que más que un comentario parece un sanitario.

Perez se rió demasiado alto, demasiado rato, con demasiadas ganas.

Kate recogió la fotografía del suelo.

– ¿Es alguien solicitando trabajo para limpiar los aseos o sólo intenta demostrar que sabe usarlos?

– Artistas -dijo Perez con cierto desdén-. Hay tantos y todos quieren ser famosos. Quizá quieras usarlo en tu siguiente libro. -Arqueó las cejas oscuras.

– Supongo que podría dedicar un capítulo al arte de los baños, remontar sus orígenes al famoso Orinal de Duchamp. Pero preferiría dejar todo ese material apasionante a los conservadores, como tú. -Sonrió-. ¿Qué tal tu exposición?

– Retrasada. Estoy intentando ponerla al día.

– Apuesto a que te será mucho más fácil sin Bill Pruitt encima de ti todo el día. Oh, Dios, no puedo creerme que haya dicho algo de tan mal gusto. Discúlpame.

– No tienes por qué. -El joven conservador trató de contener una sonrisa.

– Sé que Bill tenía un gusto más bien conservador.

– No me digas.

– Bueno, Raphael, ahora que Bill Pruitt nos ha dejado y Amy Schwartz está a punto de marcharse, el museo necesitará un nuevo rumbo.

El conservador se irguió como un cachorro juguetón.

– Deberías hacerme un informe de todo cuanto has hecho el mes pasado -continuó Kate-; y todo quiere decir todo, el horario de trabajo, diurno y nocturno. El consejo de administración debe saber quién trabaja con dedicación y quién no, ya sabes a lo que me refiero.

Perez asintió como un títere.

– Lo sé -dijo Kate-. Basta con que me fotocopies la agenda de trabajo.

– Uso una agenda electrónica y, por desgracia, borra la semana anterior. Pero te lo pondré por escrito, todo lo que he hecho.

– Asegúrate de incluir las noches, cualquier cena con coleccionistas o artistas, cualquier noche trabajando aquí o en casa, incluso aunque sólo estuvieras pensando en el trabajo del museo.

– ¿Sólo el último mes?

– Creo que con eso el consejo se hará una idea, ¿no?

Perez asintió de nuevo y se pasó la mano por el pelo negro, en el que resaltaba un mechón blanco justo al lado del pico que tenía entre las entradas.

– Por cierto, espero que tuvieses la oportunidad de hablar con Elena, de verla la noche que actuó aquí. Es… -Kate respiró hondo y se esforzó para que la voz no se le quebrase- Era una persona extraordinaria.

– Me temo que tuve que marcharme de inmediato -dijo Perez-. Tenía una cena con un par de artistas que conozco. Fui a sus estudios y luego cenamos juntos en un pequeño antro en la 10 Este.

A cuatro manzanas del apartamento de Elena, pensó Kate.

– Por ahí hay varios restaurantes buenos. ¿Dónde cenasteis?

– Déjame pensar… -Inclinó la cabeza hacia un lado, luego hacia el otro, y el mechón blanco se le movía como el signo de interrogación de los dibujos animados-. Ah, sí. Se llamaba Spaghettini.

Kate tomó nota de ello mentalmente. El hecho es que conocía el restaurante, recordaba el jardincito de la parte trasera y haber bebido vino barato con Elena, las dos atacando los cuencos de pasta.

– Bien, Raphael, ésa es la clase de información que tienes que escribir para que se la muestre al consejo del museo. Cena con artistas. Completamente relacionado con el trabajo. Así que apúntalo todo. La fecha, con quién estabas, dónde fuiste. Cosas así.

– Lo haré enseguida.

– Bien -dijo Kate.


Para llegar al auditorio del Museo de Arte Contemporáneo había que bajar un ancho tramo de escaleras que un artista había transformado al revestir hasta el último centímetro con papel de pan de oro. ¿Una crítica al consumismo al convertir lo ordinario -una escalera- en algo extraordinario? O tal vez sólo estaba rizando el rizo. Daba igual, a Kate le parecía espléndido.

Kate estaba de pie en el escenario, observando fila tras fila de asientos tapizados vacíos. La última actuación de Elena había sido allí. Intentó reconstruir los últimos minutos de esa noche. Richard, de vuelta al despacho para preparar un informe. Willie, en casa pintando. Recordaba que Elena no tenía ganas de salir. Un beso de buenas noches, y así acabó todo. Fin.

Aquello bastó para que comenzara a marearse. Entonces un ruido cerca de la última fila del auditorio la distrajo. Kate miró hacia allí, entornando los ojos.

Un joven recorrió el pasillo lentamente. Se detuvo al llegar a la primera fila y se inclinó sobre la escoba de mango largo.

– Lo siento. No quería asustarla.

Kate le observó: casi treinta años, patillas como las del general Custer, un bigote caído, pelo rubio rojizo, guapo.

– ¿Hace mucho que trabajas en el museo?

– Unos seis meses. Soy artista. Sólo hago esto para pagar el alquiler, hasta que llegue la gran exposición.

– Estoy segura de que llegará. -Kate le devolvió la sonrisa, no pudo evitarlo. Tenía los ojos del color de un cielo azul y despejado-. ¿Cómo te llamas?

– David Wesley. -Le tendió la mano-. Eh, la conozco. Es la mujer de la serie, Vida de artistas. Era una pasada. También tengo el libro. -Se avergonzó o fingió hacerlo-. Esto, me encantaría enseñarle mis cuadros algún día.

– Me gustaría verlos. Deberías enviarme diapositivas de tu obra.

El artista esbozó una sonrisa radiante.

– ¿Trabajas aquí los domingos? -preguntó Kate.

– Me temo que sí. -Suspiró y se apartó el pelo de la frente-. De domingo a jueves me encontrará aquí barriendo, sacando brillo a los suelos, cosas así. Apasionante, ¿eh?

– Entonces estás aquí durante las actuaciones del domingo, ¿no?

Se miró las pesadas botas de trabajo.

– Suelo irme antes de que empiecen. Acabo a las cinco.

– ¿Qué me dices del domingo pasado? ¿La de Elena Solana?

– Leí lo que pasó. Vaya putada.

– O sea, que no estabas aquí.

Se rascó la oreja.

– Bueno, la verdad es que sí estaba.

– Creía que habías dicho que te ibas antes de las actuaciones.

– Bueno, lo que pasa es que la conocí cuando llegó. Estaba buena, así que me quedé un rato.

– ¿Te quedaste hasta el final de la actuación?

– Sí, pensaba que tendría suerte.

– ¿La tuviste?

– No. -Negó con la cabeza-. Pasó de mí. Dijo que estaba cansada.

Kate esperó unos segundos, pero David no prosiguió.

– Estoy pensando en escribir otro libro sobre arte, incluso una serie televisiva. Debería ver tu obra.

– Cuando quiera.

Kate sacó un bloc y un bolígrafo y se los pasó.

– Escríbeme tu dirección y teléfono.

El joven artista estaba tan emocionado que apenas podía escribir. Kate lo vio sujetar el bolígrafo con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Dejaría unas cuantas huellas claras. Pero ¿cómo guardarlo sin tocarlo? Sacó un pañuelo de papel del bolso y se sonó.

– Ya está. -El tipo le ofreció el bolígrafo, el bloc y una sonrisa deslumbrante.

Kate cogió el bolígrafo con el pañuelo antes de que se diera cuenta.

– Perfecto -dijo-. Te llamaré.

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