El tiempo pasó y los dos muchachos se hicieron hombres. Jesús aprendió el oficio de carpintero y Cristo pasaba todo su tiempo en la sinagoga, leyendo las escrituras y debatiendo su significado con los maestros. Jesús apenas prestaba atención a Cristo, mientras que este se mostraba siempre tolerante y deseoso de manifestar un amigable interés por el trabajo de su hermano.
– Necesitamos carpinteros -decía muy en serio-. Es un excelente oficio, y a Jesús cada día le va mejor. Pronto podrá casarse, estoy seguro. Merece tener una buena mujer y un buen hogar.
Para entonces el hombre llamado Juan, hijo de Zacarías e Isabel, había iniciado una campaña de predicación en la región del Jordán, sorprendiendo a la gente con sus enseñanzas sobre la importancia del arrepentimiento y la promesa de que sus pecados les serían perdonados. En aquel tiempo había muchos predicadores recorriendo Galilea y sus alrededores; algunos eran hombres buenos, otros charlatanes maliciosos, y otros simplemente estaban locos. Juan destacaba por su sencillez y franqueza. Había pasado mucho tiempo en el desierto, vestía ropa tosca y comía frugalmente. Había inventado el rito del bautismo para simbolizar la limpieza de los pecados, y eran muchos los que acudían para escucharle y ser bautizados. Entre estas personas había saduceos y fariseos, dos grupos rivales entre los maestros judíos. Discrepaban sobre numerosas cuestiones doctrinales, pero los dos gozaban de poder e influencia.
Juan, sin embargo, los trataba con desdén.
– ¡Raza de víboras! ¿Huyendo de la ira que se avecina? Más os vale empezar a hacer cosas buenas, más os vale empezar a dar fruto. El hacha ya descansa en la raíz de los árboles. Tened mucho cuidado, porque todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego.
– Pero ¿qué debemos hacer para ser buenos? -le preguntaba la gente.
– Si posees dos túnicas, dale una al que no tiene. Si tienes más pan del que necesitas, compártelo con el hambriento.
Incluso recaudadores de impuestos llegaban para ser bautizados. Los recaudadores de impuestos eran odiados por el pueblo, pues a todos indignaba tener que pagar dinero a las fuerzas de ocupación romanas. Pero Juan no los rechazaba.
– ¿Qué debemos hacer, maestro? -preguntaban los recaudadores.
– Recoger el tributo estipulado y ni una moneda más.
También se le acercaban soldados.
– ¿Nos bautizarás? ¡Dinos qué debemos hacer para ser buenos!
– Contentaos con vuestro salario y no extorsionéis a la gente con amenazas o falsas acusaciones.
Juan adquirió notoriedad en las zonas rurales no solo por el rito del bautismo, sino también por el vigor que encerraban sus palabras. No hacía mucho había dicho algo de lo que todo el mundo hablaba:
– Yo os bautizo con agua, pero alguien, mucho más poderoso que yo, está por venir. Yo no soy digno de desatarle las sandalias. El os bautizará con el Espíritu Santo y con fuego. Separará el trigo de la paja; ya sostiene en su mano el aventador. Guardará el grano en el granero, pero la paja arderá en un fuego que nunca se apaga.