La visita a Jerusalén

Cuando los niños tenían doce años, José y María los llevaron a Jerusalén para la celebración de la Pascua. Viajaron en compañía de otras familias, por lo que había muchos adultos para vigilar a los niños. Después de la fiesta, cuando procedieron a reunirlos a todos para partir, María fue a buscar a Cristo y le preguntó:

– ¿Dónde está Jesús? No lo veo por ningún lado.

– Creo que está con la familia de Zaqueo -dijo Cristo-. Estaba jugando con Simón y Judas. Me dijo que quería viajar con ellos.

Así que partieron, y María y José no volvieron a pensar en él porque lo creían a salvo con otra familia. Cuando llegó la hora de la cena, María envió a Cristo donde la familia de Zaqueo para avisar a Jesús. Regresó nervioso y preocupado.

– ¡No está con ellos! Me dijo que iba a jugar con ellos pero no lo hizo. ¡No saben nada de él!

María y José buscaron a Jesús entre sus familiares y amigos y preguntaron a todos los demás viajeros si lo habían visto, pero nadie sabía dónde estaba. Unos dijeron que lo habían visto por última vez jugando delante del templo, otros que le habían oído decir que se iba al mercado, y algunos que seguro que estaba con Tomás, Saúl o Jacobo. Al final José y María tuvieron que reconocer que se lo habían dejado, de modo que recogieron sus cosas y regresaron a Jerusalén. Cristo viajaba sobre el asno, pues María temía que se fatigara.

Buscaron por toda la ciudad durante tres días, pero Jesús seguía sin aparecer. Finalmente, Cristo dijo:

– Mamá, tal vez deberíamos ir al templo y rezar por él.

Dado que habían buscado en todos los demás lugares, pensaron que era una buena idea. Nada más entrar en el templo oyeron un alboroto.

– Seguro que tiene que ver con Jesús -dijo José.

Y así era. Los sacerdotes habían encontrado a Jesús escribiendo su nombre en la pared con barro y estaban debatiendo qué castigo imponerle.

– ¡Si no es más que barro! -estaba diciendo Jesús mientras se sacudía la tierra de las manos-. ¡Se irá en cuanto llueva! Por nada del mundo dañaría el templo. Estaba escribiendo mi nombre en esa pared con la esperanza de que Dios lo viera y se acordara de mí.

– ¡Blasfemo! -gritó un sacerdote.

Y le habría pegado si Cristo no se hubiera interpuesto.

– Por favor, señor -dijo-, mi hermano no es ningún blasfemo. Estaba escribiendo su nombre con barro para expresar las palabras de Job: «Recuerda que como barro me modelaste; ¿vas a convertirme de nuevo en polvo?».

– Tal vez -repuso otro sacerdote-, pero él sabe que ha obrado mal. ¿No ves que ha intentado limpiarse las manos para ocultar la prueba?

– Lógico -dijo Cristo-. Lo ha hecho para satisfacer las palabras de Jeremías: «Aunque te laves con lejía y hagas gran uso del jabón, la mancha de tu culpa sigue delante de ti» -Pero ¡mira que huir de la familia! -dijo María a Jesús-. ¡Estábamos muertos de preocupación! Podría haberte ocurrido cualquier cosa. Pero eres un ser egoísta que no sabe lo que significa pensar en los demás. ¡Tu familia no significa nada para ti!

Jesús bajó la mirada. Cristo dijo entonces:

– No, mamá, estoy seguro de que sus intenciones son buenas. Además, también eso fue anunciado. Lo ha hecho para hacer realidad el salmo: «He soportado reproches y la vergüenza ha cubierto mi rostro. Me he convertido en un extraño para mis hermanos, en un desconocido para los hijos de mi madre».

Los sacerdotes quedaron gratamente impresionados con los conocimientos del pequeño Cristo y elogiaron su educación y agudeza mental. Tan bueno había sido su alegato, que dejaron ir impune a Jesús.

Durante el regreso a Nazaret, no obstante, José dijo en privado a Jesús:

– ¿En qué estabas pensando? Mira que disgustar a tu madre de ese modo… Sabes que tiene un corazón sensible. Estaba terriblemente preocupada por ti.

– Y tú, padre, ¿estabas preocupado?

– Yo estaba preocupado por ella y por ti.

– No hacía falta que te preocuparas por mí. No corría peligro.

José no dijo nada más.

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