Poco tiempo después, el emperador romano promulgó un decreto según el cual todo el mundo debía ir a su población de origen para inscribirse en un gran censo. José vivía en Nazaret de Galilea, pero su familia provenía de Belén de Judea, ciudad situada a varios días de viaje en dirección sur. José pensó: ¿De qué manera debo inscribir a María? Puedo anotar a mis hijos, pero ¿qué debo hacer con ella? ¿Debo inscribirla como mi esposa? Eso sería para mí un bochorno. ¿Como mi hija? La gente sabe que no es mi hija. Además, es evidente que está esperando un hijo. ¿Qué puedo hacer?
Finalmente se pusieron en camino, María detrás de él a lomos de un asno. El niño podía nacer en cualquier momento y José seguía sin saber qué iba a decir con respecto a su esposa. Ya en las proximidades de Belén, se volvió para ver cómo estaba y vio tristeza en su semblante. Puede que tenga dolores, pensó. Al rato se volvió de nuevo y vio que reía.
– ¿Qué te ocurre? -dijo-. Hace un rato estabas triste y ahora ríes.
– He visto a dos hombres -respondió María-, uno estaba llorando y lamentándose, y el otro, riendo y regocijándose.
No se veía a nadie. José pensó: «¿Cómo es posible?».
Pero no dijo más y poco después llegaron a Belén. Todas las posadas se encontraban llenas. María lloraba y temblaba porque el niño estaba a punto de nacer.
– No me quedan habitaciones -dijo el último posadero al que preguntaron-, pero podéis dormir en el establo. Los animales os darán calor.
José extendió la colcha sobre la paja, instaló cómodamente a María y salió en busca de una comadrona. A su regreso el niño ya había nacido, pero la comadrona dijo:
– Viene otro. Va a tener gemelos.
Efectivamente, poco después nació otro niño. Los dos eran varones, el primero sano y robusto, el segundo menudo y frágil. María envolvió en harapos al niño robusto y lo acostó en el pesebre a fin de amamantar primero al otro, pues le daba mucha pena.
Esa noche, en las colinas que rodeaban la ciudad, había unos pastores vigilando sus rebaños. Un ángel luminoso se apareció ante ellos y el pánico se apoderó de los pastores, hasta que el ángel dijo:
– No temáis. Esta noche ha nacido en la ciudad un niño que ha de ser el Mesías. Lo reconoceréis porque estará envuelto en harapos y acostado en un pesebre.
Los pastores eran judíos piadosos y sabían qué quería decir «el Mesías». Los profetas habían anunciado que el Mesías, el Ungido, llegaría para liberar a los israelitas de la opresión que padecían. Los judíos habían tenido muchos opresores a lo largo de los siglos; los últimos eran los romanos, que llevaban ocupando Palestina una buena cantidad de años. Mucha gente esperaba que el Mesías guiara al pueblo judío en la batalla y lo liberara del poder de Roma.
Así pues, los pastores se adentraron en la ciudad para buscarlo. Al oír el llanto de un bebé, se dirigieron al establo situado al lado de la posada, donde encontraron a un hombre mayor atendiendo a una mujer joven que estaba amamantando a un recién nacido. A su lado, en el pesebre, yacía otro bebé envuelto en harapos, y era este el que lloraba. Se trataba del segundo hijo, el menudo y frágil, porque María lo había amamantado primero y lo había dejado allí mientras daba de mamar al otro.
– Hemos venido a ver al Mesías -dijeron los pastores, y les hablaron del ángel y de la pista que les había dado para reconocer al bebé.
– ¿Este de aquí? -preguntó José.
– Eso nos dijo. Que por eso lo reconoceríamos. A nadie se le ocurriría buscar a un niño en un pesebre. Tiene que ser él. Tiene que ser el enviado de Dios.
María no se sorprendió al oír eso. ¿No le había dicho algo parecido el ángel que la había visitado en su dormitorio? Así y todo, la llenó de dicha y orgullo que su delicado hijo fuera objeto de semejante homenaje y alabanza. El otro no lo necesitaba; era fuerte y tranquilo, como José. Uno para José y otro para mí, pensó María, y se guardó esa idea en el corazón y no se la contó a nadie.