El extraño habla de Abraham e Isaac

La siguiente vez que el ángel se le apareció Cristo se encontraba en Jericó. Estaba siguiendo a Jesús y sus discípulos, que se dirigían a Jerusalén para la Pascua. Jesús se alojó en casa de uno de sus seguidores y Cristo tomó una habitación en una posada cercana. A medianoche salió para utilizar el retrete. Cuando se dio la vuelta para regresar a su cuarto, notó una mano en el hombro y enseguida supo que era el extraño.

– Ahora las cosas están sucediendo muy deprisa -dijo el extraño-. Debemos hablar sobre algo importante. Llévame a tu habitación.

Una vez dentro, Cristo encendió el quinqué y reunió los pergaminos que había escrito.

– Señor, ¿qué haces con los pergaminos? -preguntó.

– Los llevo a un lugar seguro.

– ¿Podré volver a verlos? Quizá necesite hacer algunas correcciones, a la luz de lo que he aprendido en este tiempo sobre la verdad y la historia.

– No temas, tendrás la oportunidad de hacerlo. Ahora habítame de tu hermano. ¿Cómo tiene al ánimo ahora que se acerca a Jerusalén?

– Parece tranquilo y confiado, señor. En eso no ha cambiado.

– ¿Habla de lo que espera que suceda allí? -Solo que el Reino vendrá muy pronto. Tal vez llegue mientras él se halla en el templo.


– ¿Y los discípulos? ¿Cómo está tu informante? ¿Sigue teniendo una relación estrecha con Jesús?

– Yo diría que se halla en la mejor posición. No es el más cercano ni el más favorecido. Pedro, Jacobo y Juan son los hombres a los que Jesús se confía más, pero mi informante ocupa una sólida posición entre los discípulos de medio rango. Sus informes son exhaustivos y fidedignos. Los he cotejado.

– Debemos pensar en recompensarle, pero ahora quiero hablar contigo de un asunto complejo.

– Soy todo oídos, señor.

– Los dos sabemos que para que el Reino florezca, hace falta un cuerpo de hombres y mujeres, tanto judíos como gentiles, fieles seguidores guiados por hombres de autoridad y sapiencia. Y esta iglesia, podemos llamarla iglesia, necesitará hombres de gran inteligencia y capacidad organizativa para concebir y desarrollar la estructura del cuerpo y formular las doctrinas que lo aglutinarán. Tales hombres existen, y están listos. A la iglesia no le faltará organización y doctrina.

»No obstante, mi querido Cristo, seguro que recuerdas la historia de Abraham e Isaac. Dios impone a su pueblo pruebas severas. ¿Cuántos hombres estarían dispuestos hoy día a actuar como Abraham, a sacrificar a un hijo porque el Señor se lo ha pedido? ¿Cuántos estarían dispuestos, como Isaac, a obedecer a su padre y dejarse atar las manos, tumbarse en el altar y aguardar pacíficamente el cuchillo con la serena confianza de estar haciendo lo correcto?

– Yo lo haría -respondió enseguida Cristo-. Si es lo que Dios quiere, lo haría. Si es por el bien del Reino, lo haría. Si es por el bien de mi hermano, lo haría.

Cristo hablaba con entusiasmo, pues sabía que eso le daría la oportunidad de expiar su incapacidad para curar a la mujer del cáncer. Si a alguien le había faltado fe era a él, no a la mujer; le había hablado severamente y todavía se avergonzaba de ello.

– Eres devoto de tu hermano -dijo el extraño.

– Sí. Todo lo que hago lo hago por él, aunque él no lo sepa. He estado moldeando la historia para magnificar su nombre.

– No olvides lo que te dije la primera vez que hablamos: tu nombre brillará tanto como el suyo.

– No pienso en eso.

– No, pero quizá te reconforte saber que otros sí piensan en ello y están trabajando para asegurarse de que así sea.

– ¿Otros? ¿Hay otros aparte de ti, señor?

– Una legión. Y así será, no temas por eso. Pero, antes de irme, deja que te pregunte de nuevo: ¿entiendes que quizá sea necesario que un hombre muera para que muchos otros puedan vivir?

– No, no lo entiendo pero lo acepto. Si es la voluntad de Dios, lo acepto aunque me sea imposible entenderlo. El relato no explica si Abraham e Isaac entendían lo que debían hacer, pero no dudaron en hacerlo.

– Recuerda tus palabras -dijo el ángel-. Hablaremos de nuevo en Jerusalén.

Besó a Cristo en la frente antes de marcharse con los pergaminos.

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