Caifas

Cuando Cristo llegó, encontró al ángel aguardándole en el patio y ambos fueron conducidos ante el sumo sacerdote. Lo encontraron levantándose de la oración. Aunque había despedido a todos sus asesores, diciendo que necesitaba meditar sobre sus propuestas, recibió al ángel como si fuera un estimado consejero.

– Este es el hombre -le dijo el ángel, señalando a Cristo.

– Gracias por venir. ¿Puedo ofreceros algo de beber? -dijo Caifas.

Cristo y el ángel negaron con la cabeza.

– Tal vez sea mejor así -dijo Caifas-. Se trata de un asunto desafortunado. No quiero conocer tu nombre. Supongo que tu amigo ya te ha contado lo que necesitamos. Los guardias que arrestarán a Jesús fueron reclutados en otro lugar y no conocen su cara, por lo que necesitamos a alguien que lo señale. ¿Estás dispuesto a hacerlo?

– Sí -dijo Cristo-. Pero ¿por qué han tenido que reclutar guardias de fuera?

– Te seré franco. Existe mucha disensión, no solo dentro de nuestro consejo sino entre la gente, y los guardias no son inmunes a ella. Los que han visto y escuchado a Jesús son volátiles e inestables; unos lo aman y otros lo desprecian. Debo asegurarme de que los guardias que envíe no discutirán entre sí. Se trata de una situación muy delicada.

– ¿Y tú has visto y escuchado a Jesús? -preguntó Cristo.

– Por desgracia, no he tenido la oportunidad. Como es lógico, se me ha informado detalladamente de sus palabras y obras. Si corrieran tiempos más tranquilos, me encantaría conocerle y conversar sobre temas de interés común, pero he de mantener un equilibrio sumamente difícil. Mi principal prioridad es conservar unida la masa de fieles. Hay facciones que desean escindirse y unirse a los zelotes; otras están deseando que congregue a todos los judíos en un claro desafío a los romanos; y otras insisten en que mantenga buenas relaciones con el gobernador, alegando que nuestro principal deber es preservar la paz y la vida de nuestro pueblo. He de satisfacer tantas de esas demandas como me sea posible sin granjearme la antipatía de los que no tengo más remedio que decepcionar y, sobre todo, como ya he dicho, mantener cierta unidad. Es difícil encontrar el equilibrio. El Señor, sin embargo, ha puesto esa carga sobre mis hombros, y debo sobrellevarla lo mejor que pueda.

– ¿Qué le harán los romanos a Jesús?

– Yo… -Caifas extendió las manos-. Harán lo que tengan que hacer. En cualquier caso, no habrían tardado mucho en detenerle. Y ese es otro de nuestros problemas; si las autoridades religiosas no nos ocupamos de ese hombre, daremos la impresión de que le estamos apoyando y eso pondrá a todos los judíos en peligro. Debo cuidar de mi gente. El gobernador, además, es un hombre cruel. Si pudiera salvar a este Jesús, si pudiera realizar un milagro y trasladarlo en un instante a Babilonia o Atenas, lo haría sin vacilar. Pero estamos limitados por las circunstancias. No puedo hacer otra cosa.

Cristo inclinó la cabeza. Se daba cuenta de que Caifás era un hombre bueno y honesto, y que su posición era imposible.

El sumo sacerdote se dio la vuelta y cogió una bolsita de dinero.

– Deja que te remunere por tus molestias -dijo.

Y Cristo recordó que le habían robado su bolsa y que debía la habitación. Le avergonzaba, con todo, aceptar el dinero de Caifas. Sabía que el ángel le estaba viendo dudar, de modo que se volvió hacia él para explicarse.

– Me han robado la…

El ángel levantó una mano para indicarle que comprendía.

– No tienes que explicarte -dijo-. Toma el dinero. Te lo ofrecen de corazón.

De modo que Cristo lo tomó, y volvió a sentir náuseas.

Caifas se despidió de ellos e hizo llamar al capitán de la guardia.

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