Esta es la historia de Jesús y su hermano Cristo, de cómo nacieron, de cómo vivieron y de cómo murió uno de ellos. La muerte del otro no forma parte de la historia.
Como todo el mundo sabe, la madre de Jesús y Cristo se llamaba María. María era hija de Joaquín y Ana, una pareja rica, piadosa y entrada en años que, pese a sus constantes plegarias, no había tenido descendencia. Se consideraba una vergüenza que Joaquín no hubiera engendrado hijos, y el hombre sentía dicha vergüenza en lo más hondo. Ana estaba igualmente abatida. Un día vislumbró un nido de gorriones en un laurel, y entre lágrimas se lamentó de que hasta los pájaros y las bestias pudieran procrear y ella no.
No obstante, gracias quizá a sus fervientes plegarias, Ana quedó finalmente encinta y a su debido tiempo dio a luz a una niña. Habiendo prometido consagrarla al Señor, la llevaron al templo y la ofrecieron al sumo sacerdote Zacarías, que la besó, la bendijo y la tomó bajo su cuidado.
Zacarías la alimentaba como a una paloma y la niña danzaba para el Señor, y todo el mundo la adoraba por su gracia y sencillez.
Creció, sin embargo, como cualquier otra chiquilla, y al cumplir los doce años los sacerdotes del templo cayeron en la cuenta de que pronto empezaría a sangrar todos los meses, y eso, obviamente, contaminaría el santo lugar. ¿Qué podían hacer? La habían tomado bajo su cuidado, no podían expulsarla sin más.
Zacarías oró y un ángel le dijo qué hacer. Debían encontrarle un esposo, un hombre que fuera mucho mayor que ella, serio y con experiencia. A ser posible viudo. El ángel le dio instrucciones precisas y prometió un milagro para constatar la elección del hombre adecuado.
Zacarías convocó entonces a todos los viudos que pudo encontrar. Cada uno debía llevar consigo una varilla de madera. Se presentaron más de una docena, unos jóvenes, otros maduros, algunos ancianos. Entre ellos se hallaba un carpintero llamado José.
Siguiendo las instrucciones, Zacarías reunió todas las varillas y oró sobre ellas antes de devolverlas a sus respectivos propietarios. El último en recibir su varilla fue José, y en cuanto entró en contacto con su mano se convirtió en una flor.
– ¡Eres el elegido! -exclamó Zacarías-. El Señor ha ordenado que tomes a la muchacha María como esposa.
– ¡Si soy un anciano! -protestó José-. Hasta tengo hijos mayores que la muchacha. Seré el hazmerreír de todos.
– Si no obedeces -dijo Zacarías-, tendrás que hacer frente a la ira del Señor. Recuerda lo que le pasó a Coré.
Coré era un levita que había desafiado la autoridad de Moisés. Como castigo, la tierra se abrió bajo sus pies y lo engulló a él y a toda su familia.
José se asustó y aceptó a regañadientes desposar a la muchacha. Se la llevó a casa.
– Debes quedarte aquí mientras yo salgo a trabajar -le dijo-. Regresaré a su debido tiempo. El Señor velará por ti.
En la morada de José, María trabajaba tan duramente y se comportaba con tal modestia que nadie tenía una mala palabra que decir de ella. Hilaba lana, hacía pan y sacaba agua del pozo, y cuando creció y se hizo una mujer muchos se preguntaban sobre ese extraño matrimonio y la ausencia de José. Otros, en su mayoría mancebos, trataban de entablar conversación con ella y le sonreían cordialmente, pero María respondía con brevedad, manteniendo gacha la mirada. Saltaba a la vista lo sencilla y buena que era.
Y el tiempo pasó.