Uno de los miembros del Sanedrín era un hombre de la ciudad de Arimatea llamado José. Aunque formaba parte del Consejo, no se hallaba entre los que habían condenado a Jesús; al contrario, le admiraba y le interesaba mucho lo que tenía que decir sobre la llegada del Reino. Sabiendo que la Pascua estaba cerca, fue a ver a Piloto y le pidió el cuerpo de Jesús.
– ¿Por qué? ¿Qué prisa tienes?
– Nos gustaría darle sepultura como es debido antes del sábado, señor. Es nuestra costumbre.
– Me sorprende que te molestes. Ese hombre no era más que un agitador. Espero que todos hayáis aprendido la lección. Si lo quieres, llévatelo.
José y un colega del Sanedrín llamado Nicodemo, otro simpatizante, bajaron el cuerpo de la cruz con ayuda de las abatidas mujeres. Lo trasladaron a un jardín cercano, donde José había mandado hacer un sepulcro. Tenía forma de cueva y la entrada estaba bloqueada por una piedra que rodaba sobre una guía. José y los demás envolvieron el cuerpo de Jesús en una sábana, con especias para impedir su corrupción, y cerraron el sepulcro a tiempo para el sábado.
Los discípulos seguían sin aparecer.