La noticia de sus enseñanzas llegó a Nazaret, y Jesús, sintiendo curiosidad, decidió ir a escucharle. Partió hacia el Jordán, donde había oído que Juan estaba predicando. Cristo hizo otro tanto, pero los dos hermanos viajaron por separado. Al llegar a la orilla del río se unieron a la gente que aguardaba su turno para ser sumergida en el agua y observaron cómo las personas descendían una a una hasta el río, donde el Bautista se encontraba con el agua hasta la cintura y cubierto con una capa de pelo de camello, su única prenda.
Cuando le tocó el turno a Jesús, Juan alzó una mano para detenerlo.
– Eres tú quien debe bautizarme a mí -dijo.
Cristo, que esperaba su turno en la orilla, se quedó atónito al oír esas palabras.
– No -repuso Jesús-. Soy yo el que acude a ti. Obra de la forma correcta.
Dicho esto, Juan lo sumergió en el agua.
En ese momento, Cristo vio que una paloma sobrevolaba las cabezas de Juan y Jesús y se posaba en un árbol. Quizá se tratara de un presagio. Se preguntó qué podía significar e imaginó lo que una voz le habría dicho si le hubiera hablado desde el cielo.