Al día siguiente, Jesús y sus discípulos continuaron viaje hacia Jerusalén. Había corrido la noticia de la llegada de Jesús y a lo largo del trayecto mucha gente salía a darle la bienvenida, tal era ya su fama. Como es lógico, los sacer-dotes y los escribas llevaban tiempo siguiéndole la pista y no sabían cómo responder. Se hallaban ante un difícil dilema: ¿debían respaldar a Jesús y confiar en participar de su popularidad pese a desconocer sus planes? ¿O debían condenarle y correr el riesgo de ofender a la numerosa multitud que le apoyaba?
Decidieron vigilarle de cerca y ponerle a prueba cada vez que se les presentara la oportunidad.
Jesús y sus discípulos habían llegado a Betfagé, una aldea próxima a un lugar llamado Monte de los Olivos, cuando les ordenó parar para descansar. Envió a dos discípulos a buscar un animal sobre el que viajar, pues se sentía cansado. Solo encontraron un borrico, y cuando el dueño oyó para quién era, se negó a recibir pago alguno.
Los discípulos extendieron sus capas sobre el borrico y Jesús entró en Jerusalén a lomos del animal. Las calles estaban abarrotadas de curiosos y de gente ansiosa por darle la bienvenida. Cristo se encontraba en medio del gentío, observándolo todo, y advirtió que una o dos personas habían cortado palmas para enarbolarlas. Ya estaba componiendo la narración de la escena en su mente. Pese al clamor, Jesús mantenía la calma y escuchaba todas las preguntas que la gente le hacía sin responder ninguna:
– ¿Piensas predicar aquí, maestro?
– ¿Piensas sanar?
– ¿Qué vas a hacer, Señor?
– ¿Irás al templo?
– ¿Has venido para hablar a los sacerdotes?
– ¿Vas a enfrentarte a los romanos?
– Maestro, ¿puedes curar a mi hijo?
Los discípulos le despejaron el camino hasta la casa donde Jesús debía alojarse y finalmente la multitud se dispersó.