Conscientes de lo mucho que respetaba a Juan, algunos seguidores del Bautista fueron a Galilea para contarle a Jesús lo sucedido. Buscando un poco de soledad, Jesús se alejó en una barca. Nadie sabía adonde había ido, pero Cristo se lo comunicó a una o dos personas y la noticia se divulgó con rapidez. Cuando Jesús llegó a la orilla de un lugar que creía recóndito, descubrió que lo aguardaba una gran multitud.
Apiadándose de ellos, empezó a hablar, y personas enfermas se sintieron reanimadas por su presencia y se declararon curadas.
Cuando se acercaba la noche, los discípulos dijeron a Jesús:
– Estamos en un lugar despoblado y esta gente necesita comer. Diles que se vayan y busquen un pueblo donde encontrar comida. No pueden pasar la noche aquí.
Jesús respondió:
– No hace falta que se vayan. ¿Cuánta comida tenéis entre vosotros?
– Tan solo cinco panes y dos peces, señor. -Dádmelos -dijo Jesús.
Tomó los panes y los peces, los bendijo y preguntó a la multitud:
– ¿Veis cómo reparto estos alimentos? Haced vosotros lo mismo y habrá para todos.
Efectivamente, resultó que un hombre había llevado tortas de cebada, y otro un par de manzanas, y un tercero pescado salado, y un cuarto tenía un bolsillo lleno de uvas pasas, y así sucesivamente. Al final, entre unos y otros, reunieron comida suficiente para todos. Nadie se quedó con hambre.
Cristo, que estaba viéndolo todo y tomando nota, lo documentó como otro milagro.