Jesús y Pilato

Tras entregar a su hermano a los soldados, Cristo se marchó para orar a solas. Confiaba en que el ángel le visitara, porque sentía que tenía que hablar de lo que había hecho y lo que iba a suceder a continuación; y ansiaba explicar lo del dinero.

Oró, pero no pudo conciliar el sueño, así que con la primera luz del alba se dirigió a la casa del sumo sacerdote, donde se enteró de lo del galileo que había negado ser discípulo de Jesús y que había llorado cuando cacareó el gallo. Pese a toda su tensión y desconcierto, Cristo anotó este hecho.

Nervioso y alterado, se sumó a la multitud congregada en el patio para conocer el veredicto contra Jesús.

En ese momento empezó a correr un rumor: iban a llevar a Jesús ante el gobernador romano. Al rato las puertas de la casa del sumo sacerdote se abrieron de par en par y un pelotón de la guardia del templo salió flanqueando a Jesús, que caminaba con las manos atadas a la espalda. Los guardias tuvieron que protegerlo. La misma gente que unos días antes lo había recibido con ovaciones y gritos de alegría ahora lo insultaba y escupía, agitando los puños.

Cristo los siguió hasta el palacio del gobernador. En aquel tiempo el gobernador era Poncio Piloto, un hombre despiadado, muy dado a imponer castigos crueles.

Había otro preso esperando sentencia, un asesino y terrorista político llamado Barrabás, a quien casi seguro iban a crucificar.

Cristo se acordó del carnero atrapado en el matorral.

Cuando los guardias entraron en el palacio del gobernador, arrojaron a Jesús a los pies de Piloto. Caifas los había acompañado para presentar los cargos contra él, y Piloto le escuchó atentamente.

– Imagino, señor, que habrás visto las pintadas de «Jesús Rey» en las paredes. Este hombre es el responsable. Ha provocado el caos en el templo, ha alborotado a la multitud, y tememos que se produzcan disturbios civiles, por lo que…

– ¿Has oído eso, Jesús? -dijo Piloto-. He visto esas repugnantes pintadas. ¿De modo que se referían a ti? Entonces, ¿afirmas ser el rey de los judíos?

– Eres tú el que lo dice -respondió Jesús.

– ¿Te hablaba a ti con igual insolencia? -preguntó Piloto a Caifas.

– En todo momento, señor.

Piloto pidió a los guardias que incorporaran a Jesús. -Te lo preguntaré de nuevo -dijo-, y esta vez espero un poco de educación. ¿Afirmas ser el rey de los judíos? Jesús calló.

Piloto lo derribó y dijo:

– ¿Has oído los cargos que se te imputan? ¿Crees que vamos a tolerar esa clase de comportamiento? ¿Crees que somos tan estúpidos como para permitir a los agitadores pasearse por la ciudad armando alboroto e instando a la gente a rebelarse o algo peor? Somos los responsables de mantener la paz en esta ciudad, por si no te has dado cuenta. Y no pienso tolerar disturbios políticos, vengan de donde vengan. Los aplastaré sin miramientos, no te quepa duda. ¿Y bien? ¿Qué tienes que decir, Jesús Rey?

Jesús tampoco respondió esta vez, por lo que Piloto ordenó a los guardias que lo apalearan. Para entonces ya se podían oír los gritos de la multitud congregada en el patio, y tanto los sacerdotes como los romanos temían que estallara un tumulto.

– ¿Qué gritan? -preguntó Piloto-. ¿Quieren que deje libre a este hombre?

Era costumbre que en la Pascua le fuera concedida la libertad a un preso elegido por el pueblo, y algunos sacerdotes, a fin de enardecer a la multitud para asegurar que Jesús no escapara con vida, se habían paseado entre la gente, instándola a suplicar por la vida de Barrabás.

Un oficial de Piloto dijo:

– A este hombre no, señor. Quieren que dejes libre a Barrabás.

– ¿A ese asesino? ¿Por qué?

– Es muy popular, señor. Les darías una gran alegría si lo soltaras.

Piloto salió al balcón y habló a la multitud.

– ¿Queréis a Barrabas? -dijo.

– ¡Sí! ¡A Barrabás! -gritaron todos.

– Que lo suelten entonces. Y ahora, despejad el patio y volved a vuestros asuntos.

Regresó a la habitación y dijo:

– Eso significa que sobra una cruz. ¿Lo oyes, Jesús?

– Señor -dijo Caifas-, si fuera posible considerar, por ejemplo, el exilio…

– Lleváoslo y crucificadlo -dijo Piloto-. Y poned un letrero en la cruz que diga eso que él asegura ser: el rey


de los judíos. Eso os enseñará a dejaros de rebeliones y disturbios.

– Señor, le importa que el letrero diga «El dice ser el rey de los judíos». No vaya a ser que…

– Dirá lo que he dicho que diga. No desafíes a la suerte, Caifas.

– No, señor, claro que no. Gracias, señor. -Lleváoslo entonces. Y azotadlo antes de clavarlo en la cruz.

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