Jesús escandaliza a los escribas

Alarmados por la fama de Jesús, los maestros y abogados religiosos, los escribas, decidieron tomar medidas para tratar el problema y empezaron a acudir a los lugares donde Jesús predicaba. En una ocasión, la casa donde estaba hablando se encontraba abarrotada de gente, y unos hombres que habían llevado a un amigo paralítico con la esperanza de que Jesús lo sanara descubrieron que no podían llegar a la puerta. Así pues, se encaramaron al tejado, arrancaron parte del yeso, quitaron las vigas y bajaron al enfermo sobre una estera hasta dejarlo delante de Jesús.

Jesús vio que el paralítico y sus amigos habían acudido impulsados por una fe y una esperanza sinceras, y que la multitud estaba entusiasmada y expectante. Consciente del efecto que tendría, dijo al paralítico:

– Amigo, tus pecados te son perdonados.

Los escribas -en su mayoría abogados rurales, hombres de pocas luces o conocimiento- murmuraron:

– ¡Esto es una blasfemia! Solo Dios puede perdonar los pecados. ¡Este hombre se está buscando problemas!

Jesús los vio murmurar y, consciente de lo que le responderían, los desafió.

– ¿Por qué no os pronunciáis en voz alta? Decidme una cosa: ¿qué es más fácil, decir «Tus pecados te son perdonados» o «Recoge tu estera y anda»?


Los escribas cayeron en la trampa y respondieron:

– «Tus pecados te son perdonados», naturalmente.

– Muy bien -dijo Jesús, y volviéndose hacia el paralítico, le ordenó-: Ahora, recoge tu estera y anda.

El hombre, fortalecido e inspirado por la atmósfera generada por Jesús, descubrió que podía moverse. Hizo lo que Jesús le había dicho: se levantó, recogió su estera y fue a reunirse con sus amigos, que le aguardaban fuera. La gente apenas podía creer lo que había visto, y los escribas estaban desconcertados.

Poco después de eso tuvieron otro motivo para escandalizarse. Un día que Jesús pasaba por delante de una oficina de tributos, se detuvo a hablar con el recaudador de impuestos, un hombre llamado Mateo. Como hiciera con los pescadores Pedro y Andrés, y con Jacobo y Juan, hijos de Zebedeo, Jesús le dijo:

– Sígueme.

Mateo dejó sus monedas, su abaco, sus carpetas y actas, y se levantó para seguir a Jesús. Para celebrar su nueva vocación como discípulo, ofreció una cena a Jesús y los demás discípulos, e invitó también a muchos de sus viejos colegas del departamento de tributos. Y hete aquí el escándalo: los escribas que se enteraron de lo ocurrido no podían creer que un maestro judío, un hombre que hablaba en la sinagoga, pudiera compartir una comida con recaudadores de impuestos.

– ¿Por qué lo hace? -preguntaron a algunos discípulos-. A veces no nos queda más remedio que hablar con esa gente, pero ¡sentarse a comer con ellos!

Fue fácil para Jesús responder a esa acusación.

– El que no está enfermo no necesita un médico -dijo-. Y no es necesario pedir al honrado que se arrepienta. Si he venido es, precisamente, para hablar con los pecadores.

Como es lógico, Cristo seguía todo eso con sumo interés. Respetando las instrucciones del extraño de observar y esperar, hacía lo posible por pasar desapercibido, viviendo en Nazaret y llevando una existencia tranquila. No le resultaba difícil pasar desapercibido, pues aunque se parecía a su hermano tenía una cara fácil de olvidar, y su actitud era siempre discreta y retraída.

Procuraba, sin embargo, escuchar todos los rumores que llegaban a la familia sobre las actividades de Jesús. Era una época de agitación política en Galilea; grupos como los zelotes estaban alentando a los judíos a la resistencia activa contra los romanos, y a Cristo le preocupaba que su hermano atrajera la atención que no debía y se convirtiera en blanco de las autoridades.

Y cada día abrigaba la esperanza de ver de nuevo al extraño y averiguar más cosas sobre su labor como la palabra de Dios.

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