Pero a cierta distancia Juan se estaba incorporando y frotando los ojos. Seguidamente despertó a Pedro con el pie y señaló el valle. Por último se levantó y se acercó corriendo a Jesús, que seguía arrodillado.
– Maestro -dijo-, perdona que te interrumpa, pero hay hombres con antorchas subiendo por el sendero.
Jesús aceptó la mano de Juan para levantarse.
– Podrías huir, maestro. Pedro tiene una espada. Podemos entretenerles, decirles que no te hemos visto.
– No -dijo Jesús-. No quiero enfrentamientos.
Se reunió con los demás discípulos y le dijo a Pedro que se guardara la espada.
Mientras subían por el sendero iluminados por las antorchas, Cristo dijo al capitán de los guardias:
– Le abrazaré, así sabréis quién es.
Cuando llegaron junto a Jesús y los otros tres, Cristo se acercó a su hermano y le besó.
– ¿Tú? -dijo Jesús.
Cristo quiso decir algo, pero los guardias lo apartaron y avanzaron hasta Jesús. Enseguida se perdió entre la multitud de curiosos que, habiendo escuchado rumores sobre lo que iba a suceder, habían ido a mirar.
Al ver a Jesús prendido, la gente se sintió estafada, pues pensó que era un impostor religioso más y que todo lo que había contado era mentira. Le abuchearon y grita¬
ron, y probablemente le habrían linchado allí mismo si los guardias no lo hubieran impedido. Pedro hizo ademán de desenfundar nuevamente su espada, pero Jesús meneó la cabeza.
– ¡Maestro, estamos contigo! -exclamó Pedro-. ¡No te abandonaremos! ¡Te seguiré a donde te Deven!
Los guardias se llevaron a Jesús sendero abajo y Pedro los siguió. Cruzaron la puerta de la ciudad y entraron en la casa del sumo sacerdote. Pedro tuvo que esperar fuera, en el patio, donde se sumó a los guardias y sirvientes congregados ante el brasero que habían encendido para calentarse, pues la noche era fría.